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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

jueves, 16 de abril de 2015

Un precio no cuidado

Anteanoche conocí a una mujer irlandesa en un bar. Charlamos por más de una hora. La Argentina es un país maravilloso -me dijo- lástima la corrupción. Le digo de ir a cenar. Me dice -solamente entonces- que está esperando a otra persona. Esa persona finalmente llega. Ella lo invita a sentarse con nosotros y me pide que me quede. Él es un diplomático turco. Le comento las observaciones del Papa sobre el genocidio armenio. Nos dice que el genocidio es cierto, pero que el gobierno turco jamás lo reconocerá por el costo económico de las compensaciones que tendrían que hacérsele a los armenios. Yo estaba pasmado. A la irlandesa tan indignada por nuestra corrupción no se le movía un pelo. El turco me dice que había cosas más importantes en juego -si Turquía finalmente iba a ser un país occidental o si el Islam iba a prevalecer allí-, mucho más importantes que la cuestión armenia. Le digo que para los armenios seguramente eso no es más importante. Me dice que a él los armenios no le importan y, agrega, que tiene amigos armenios. Yo no salía de mi estupor y llamé al mozo para pagar la cuenta e irme. Intenté primero instruir al turco sobre el rol de las burocracias -a las que él pertenecía-, de la banalidad del mal, de la obediencia debida. Pero en un momento sentí que estaba sentado frente a un nazi. La irlandesa valoraba mi postura ética y me miraba con admiración pero decía entender al turco. Pagué la cuenta y les deseé una buena velada. El turco me agradeció que los dejara solos. Me quedé igualmente en otra zona del bar hablando con una alemana que trabaja en Bayer y que acaba de abrir un club de fans de sushi en Buenos Aires al que me invitó a pertenecer. Le dije que el sushi aquí no era bueno, que era difícil conseguir atún rojo fresco. Una hora más tarde el turco y la pelirroja irlandesa de ojos azules seguían en la misma mesa, bebiendo más íntimamente. Al salir me saludaron con una sonrisa pícara. Me fui entendiendo un poquito más como funciona el mundo, no sin dejar de insultar por las tres empanaditas de copetín que la moza colombiana me vendió como "tres empanadas pamperas" a un precio no cuidado.

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