Los políticos, como el resto de los humanos, pueden
ser más románticos o más clásicos. Y eso explica sus posturas, sus entusiasmos
y sus preocupaciones. Los más románticos son más intuitivos y los más clásicos
son más analíticos. La vieja frase “el peronismo es un sentimiento”, mucho dice
al respecto de la política y la intelectualidad romántica a la que, a su vez,
le gusta el lenguaje oscuro y barroco puesto que lo esencial es para ellos
prácticamente inexpresable: basta con leer los escritos de “Carta Abierta”, por
ejemplo. Los más clásicos, por otra parte, desconfían de sus propios
sentimientos y son partidarios de la
claridad en el lenguaje puesto que creen en la transparencia de la que el
romántico abjura.
A los más románticos no les importan demasiado los
problemas de la enseñanza y la instrucción formal puesto que creen más en la
espontaneidad y en lo que la vida misma va enseñando. Para ellos la educación
puede ser, de hecho, un problema. Los clásicos creen, por el contrario, que el
entrenamiento es vital. Por eso es más preocupante para un político más clásico
la calidad educativa y le preocupa más que cualquiera sin formación ocupe la
función pública.
El político más romántico no cree en las formas y
burocracias que impiden llevar a cabo lo que realmente importa, por eso descree
de las instituciones. El más clásico, por el contrario, tiene a las
instituciones precisamente como aquello que puede preservarnos, no le interesan
solamente los gestos y las victorias simbólicas.
El más romántico es idealista y entonces fácilmente se desilusiona y
enoja cuando le hablan de un mundo que no es el de su mente y que, por tanto,
muchas veces ni siquiera puede ver ya que vive en la caverna de Platón. Por su
parte, el político más clásico está pensando en qué puede salir mal y, por ende
los altos ideales lo ponen nervioso.
Los políticos más románticos no creen en cómo son
las cosas. Su atención está puesta en cómo deberían ser acorde a lo que ellos piensan.
Y les caen muy mal las ironías de un periodista como Pagni, por ejemplo, por
considerarlas derrotistas. Los políticos más clásicos suponen, por el
contrario, que un estado de ánimo más risueño es mejor para enfrentar la vida
sin desesperación.
El más romántico se rebela ante lo ordinario y no le gusta lo realmente
popular sino su idea de lo popular. Precisan, por el contrario, de héroes y
mártires que son únicos. Por otra parte, o estás completamente con él o eres su
total enemigo. Y si estás con él debes perdonarle todo como él todo a ti. Ni
siquiera perdonarles, porque no habría fallas que perdonar ya que te parece
bien todo lo que él hace. El romántico, por otra parte, no acuerda, siente la
atracción de la causa perdida. Y es muy importante que piense que tiene razón,
no puede permitirse pensar lo contrario. Para el político más clásico, por el
contario, pocas cosas y ninguna persona es enteramente buena o mala. Cree
siempre que algo puede aprenderse de ambas partes.
No hay políticos completamente clásicos
ni completamente románticos, y a veces detrás de la máscara de un clásico se
esconde un romántico, y viceversa. Y no es completamente bueno o malo ser más
de una manera o de otra. Dicho esto, es pertinente sin embargo recordar que las
actitudes románticas han sido predominantes en nuestra imaginación intelectual
y, por tanto, en la política occidental desde mediados del siglo XVIII. ¿Será
el tiempo en este momento de la historia para políticos más clásicos?
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