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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

sábado, 31 de octubre de 2015

Fin de Fiesta



Más allá de algunos últimos estertores, la guerra y su fiesta podrían estar llegando a su fin y la mesa de la cultura  enfrenta un gran desafío político: recomponerse ante el fallado experimento social, reconstruir la convivencia, alentar el comportamiento virtuoso. Porque la llamada grieta ha generado una cultura de guerra con imágenes y representaciones sobre las cuales se han construido identidades de la violencia, aquellas cuya explicación se articula sobre el recurso a un conflicto como único origen y constante, y que atrae a individuos e instituciones de moral escasa e interesadas económica y políticamente en escenarios de guerra. Tras esta herencia, nuevos líderes culturales deberán inventar lo que se puede hacer y modificar la manera en que vemos esas posibilidades. Si es parte de lo político intentar definir el “sentido común” que integra la pluralidad de intereses y opiniones, esa definición ha entrado en crisis.
La cultura cruza todas las dimensiones del capital social de una sociedad como la confianza y el comportamiento cívico y hay una reserva cultural de valores, percepciones, imágenes, formas de comunicación que definen la identidad de las naciones que no cambian tan fácilmente con un relato. Los valores, en particular, juegan un rol crítico en determinar si avanzará la confianza en un régimen político. Y la sociedad argentina no olvidó su cultura crítica y el arte de plantear preguntas.
Es preciso que las fuerzas políticas tengan muy en claro la importancia de la cuestión cultural como la tuvo el kirchnerismo, que sabía lo que hacía y de allí la presencia activa de los intelectuales, del sistema educativo y de los medios de comunicación. Porque una política cultural se valora según su potencial de transformación, su capacidad de generar experiencias e imaginarios que le permitan a la comunidad ampliar sus posibilidades de acción. De eso trata la política considerada como trabajo cultural: crear el nosotros que queremos llegar a ser y la casa que queremos tener. En esto han fallado, afortunadamente. Porque no queremos ser esto que somos ni nos gusta esta casa tal como está. Ningún Estado llega a gobernar muy firmemente los sentidos, con lo que muchas veces el sentido se vuelve contra sí mismo y las instituciones creadas obstaculizan sus fines. 
El mutuo reconocimiento y la reunión entre nosotros se interrumpió. Reanudarlos es un acto político imprescindible para recrear una nueva sociedad y un nuevo tiempo. Porque a mayor reconocimiento, mayor convivencialidad. Se trata de pasar de una cultura del simulacro a una cultura del encuentro. La cultura debe enseñarnos a ponernos en el lugar del otro, haciéndolo valer y haciéndonos valer de otra manera, al escucharlo y compartir la experiencia.  Porque cuando lo público deja de pertenecer un sector y pasa a ser un bien común, vuelve a aparecer la cultura como hogar de todos.  

El kirchnerismo fue incapaz de construir un nuevo consenso acerca de quiénes somos y a dónde vamos, creó justamente un disenso al respecto, hizo lo opuesto del trabajo cultural a realizar. No bastó con intentar convertirnos en audiencia de perpetuas cadenas: su obsesión con los medios ha sido una proyección de su deseo. Un política cultural exitosa ayuda a construir sentido pero nunca lo define del todo. Mucho menos las viejas instituciones y relatos en las que el kirchnerismo cultural puso énfasis en su nostálgica visión del mundo, no ya aptas para esa tarea en el largo plazo.

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