Más allá de
algunos últimos estertores, la guerra y su fiesta podrían estar llegando a su
fin y la mesa de la cultura enfrenta un
gran desafío político: recomponerse ante el fallado experimento social,
reconstruir la convivencia, alentar el comportamiento virtuoso. Porque la
llamada grieta ha generado una cultura de guerra con imágenes y
representaciones sobre las cuales se han construido identidades de la
violencia, aquellas cuya explicación se articula sobre el recurso a un
conflicto como único origen y constante, y que atrae a individuos e
instituciones de moral escasa e interesadas económica y políticamente en
escenarios de guerra. Tras esta herencia, nuevos líderes culturales deberán
inventar lo que se puede hacer y modificar la manera en que vemos esas
posibilidades. Si es parte de lo político intentar definir el “sentido común”
que integra la pluralidad de intereses y opiniones, esa definición ha entrado
en crisis.
La cultura
cruza todas las dimensiones del capital social de una sociedad como la confianza
y el comportamiento cívico y hay una reserva cultural de valores, percepciones,
imágenes, formas de comunicación que definen la identidad de las naciones que
no cambian tan fácilmente con un relato. Los valores, en particular, juegan un
rol crítico en determinar si avanzará la confianza en un régimen político. Y la
sociedad argentina no olvidó su cultura crítica y el arte de plantear
preguntas.
Es preciso
que las fuerzas políticas tengan muy en claro la importancia de la cuestión cultural
como la tuvo el kirchnerismo, que sabía lo que hacía y de allí la presencia
activa de los intelectuales, del sistema educativo y de los medios de
comunicación. Porque una política cultural se valora según su potencial de
transformación, su capacidad de generar experiencias e imaginarios que le
permitan a la comunidad ampliar sus posibilidades de acción. De eso trata la
política considerada como trabajo cultural: crear el nosotros que queremos
llegar a ser y la casa que queremos tener. En esto han fallado,
afortunadamente. Porque no queremos ser esto que somos ni nos gusta esta casa
tal como está. Ningún Estado llega a gobernar muy firmemente los sentidos, con
lo que muchas veces el sentido se vuelve contra sí mismo y las instituciones
creadas obstaculizan sus fines.
El mutuo
reconocimiento y la reunión entre nosotros se interrumpió. Reanudarlos es un
acto político imprescindible para recrear una nueva sociedad y un nuevo tiempo.
Porque a mayor reconocimiento, mayor convivencialidad. Se
trata de pasar de una cultura del simulacro a una cultura del encuentro. La
cultura debe enseñarnos a ponernos en el lugar del otro, haciéndolo valer y haciéndonos
valer de otra manera, al escucharlo y compartir la experiencia. Porque cuando
lo público deja de pertenecer un sector y pasa a ser un bien común, vuelve a
aparecer la cultura como hogar de todos.
El kirchnerismo fue incapaz de construir un nuevo consenso acerca de
quiénes somos y a dónde vamos, creó justamente un disenso al respecto, hizo lo
opuesto del trabajo cultural a realizar. No bastó con intentar convertirnos en
audiencia de perpetuas cadenas: su obsesión con los medios ha sido una
proyección de su deseo. Un política cultural exitosa ayuda a construir sentido
pero nunca lo define del todo. Mucho menos las viejas instituciones y relatos en
las que el kirchnerismo cultural puso énfasis en su nostálgica visión del
mundo, no ya aptas para esa tarea en el largo plazo.
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