"Néstor creía en la diversidad, no en el
pensamiento único", sentenció el gobernador de Buenos Aires en una
entrevista la semana pasada. Al leerlo
me pregunté ¿por qué importaría tanto lo que eventualmente creyera una persona?
Y, seguir a rajatablas su pensamiento o el de cualquier otro, aunque afirmara
la diversidad, ¿no supondría no creer en la diversidad? Seguir “un pensamiento”
o a “una persona” es un problema para las éticas y estéticas de la diversidad.
No podemos hacer el culto a un líder cuya palabra todo lo ilumina y creer en la
diversidad.
Más que seguir el pensamiento de una persona, creyera en lo que
creyese, a mí me gusta recordar otro pensamiento, no importa ahora quien fuera
el sujeto de su enunciación, que insistía en la educación como el arte de
"darle la bienvenida a lo impensado e inesperado", siendo nuestra
responsabilidad justamente estar abiertos al reconocimiento de las diferencias,
es decir, a la vida misma, a la sorpresa cotidiana.
Me gusta imaginar que nuestros diversos gobernantes saben que no
hay vida buena si solo escuchamos lo que queremos previamente oír, que en eso
piensan, que saben que la mirada única crea el ambiente opuesto al que es
necesario para las formaciones filiatorias que añoramos. Que pasaron los
tiempos en los que solo la voz del padre se escuchaba eventualmente en la mesa.
Que una escuela que no se escucha, una sociedad que no se ve, un actor que no
se reconoce como tal, un funcionario de obediencia debida, solo reafirman y
reproducen lo mismo.
Quiero creer que intuyen que para que haya "mundo en común”
y “ciudad de todos" hay que reconocer los mundos diversos y el derecho de
todos a esos diversos mundos. En la política argentina la referencia a “la familia”
ha sido con frecuencia ineludible. Los peronistas, en particular, suelen
referirse a quienes componen su gestión, a sus funcionarios, como siendo parte
de “una gran familia”. Esto les ha permitido incluso justificarse ante sí
mismos nepotismos variopintos y proteger “picardías” diversas, como quien apaña
a un hijo que se ha apartado del camino. Si bien esto puede encontrarse en
todos los partidos, ninguna tradición política lleva ese legado de protección
al compañero en desgracia y ese controvertido calor familiar más a flor de
piel.
Todos sabemos que desde los comienzos de los tiempos no hay
hogar si no hay mesa compartida. Pero no deberíamos olvidar que no hay mesa
compartida si el otro -el verdadero otro- no está en la mesa o no lo dejan
hablar en ella sin saber de antemano lo que va a decir. Y ni hablemos cuando no
hay mesas o tan solo una mesa muy chica, tan chica, que los pocos comen de un
solo plato que luego todos los no invitados a la mesa tenemos que lavar.
“Sábana y mantel, el hijo de la intemperie los teje más de una vez”, cantaba
María Elena Walsh, quien hoy cumpliría años y bien sabía de esa hija –en este
caso- que debería estar en nuestras mesas. La otra que piensa distinto y a la
que podemos dejar fuera de casa, a la intemperie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario