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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

viernes, 27 de septiembre de 1996

Fútbol y multitudes X

El héroe y la ética

Maradona como héroe nacional. El fútbol es historia, orgullo y épica nacional. La mirada de Maradona a la cámara luego de su gol contra Nigeria en el Mundial 94, de bronca, de revancha, de garra, de gloria, de simulacro, de actor, de mito que resurge de las cenizas para hacerse más fuerte. 

Los deportistas son héroes, roedores de la gloria que se han apoderado del culto nacional del coraje, del desprecio a la ley en pos de otra ética, otra cultura, con la nobleza y el coraje del que cincha sin "renuncios", con códigos internos de lealtad. 

Siempre está la adoración por el campeón. Y el campeón representa a un país. Maradona es el principal y muchas veces el único, símbolo de la Argentina en todo el mundo. Cuando la selección no consigue jugar bien la hinchada grita "¡Maradona!" en reemplazo de "!Argentina!". Y es que el héroe funda una nación. Está antes que ella y debe acudir a su auxilio cuando ésta se halla en peligro de no clasificarse, a la manera en que el Comisionado Fierro llamaba a Batman en Ciudad Gótica. Ciudad Gótica es Batman como la Argentina es Maradona.

Las marchas que acompañan a estos héroes en los partidos son la gallardía, los leones, colores, valor, fe, luha, viento. Todos elementos que hacen a la épica.

El deportista ve su valor sancionado inmediata y públicamente por la victoria o el fracaso. Su comportamiento frente al adversario es juzgado más o menos honorable por el público deportivo. Se le adjudica un valor público que le define en relación a otros 

Es la actividad de Sísifo lo que caracteriza al deporte: sobrepasar los límites y no dejar jamás de hacerlo. El "ser de fronteras" del que habla Nietzsche es el deportista llevado al extremo de sus fuerzas para realizar el "malvado infinito" del que habla Hegel. Hasta allí llegó Maradona y así se eternizó. Porque buscó siempre lo imposible, sea como fuere. 

Las multitudes aclaman a sus "héroes nacionales" que son deportistas. La información deportiva se ha convertido así en el modelo de la información política, única manera de supervivencia de la actual "política". La noción de proeza deportiva se une a la de revelación en política o de escándalo en otros distintos hechos. 

Todo es posible en un partido de fútbol. El día del partido las reglas están allí para ser superadas, para que el héroe del domingo manifieste ante nuestros ojos la película de que la libertad puede triunfar. Toda sociedad se reconoce en sus héroes culturales o ideológicos. Los grandes futbolistas son las transformaciones modernas de los héroes épicos que aliaban la fuerza física con la astucia.

T. Veblen ya había señalado que los resultados deportivos estaban unidos a la categoría de la acción heroica y del heroísmo. alguien es super o no es. El mejor es lo más. "¡No te mueras nunca!", "Tienen que ganar sino van a cobrar"! Todos son forros o ídolos. El héroe individual es el que logra preservarse a los mecanismos pulverizadores de la sociedad. ¿Por qué los delincuentes famosos reciben cierta aureola de admiración y sereta simpatía de las multitudes urbanas? Los triunfadores polítticos de hoy tienen implícito un rasgo de esa índole que despiera el fanático fervor popular?

Alguien dijo que Maradona nos pinta a los argentinos como nos gusta vernos: llenos de talento, abatidos por una absurda injusticia. En toda Africa hay avenidas, plazas y hasta iglesias rebautizadas con el nombre de Roger Milla, el héroe del continente en 1990. Tal vez algún locutor radial, medio que especialmente añora la épica, promuea, fatalmente en nuestra acelerada africanización, el nombre del ídolo para algún lugar de la ciudad, para gloria de las multitudes. Porque Maradona es Menem es las multitudes.

domingo, 22 de septiembre de 1996

Fútbol y Multitudes IX

La música y el canto

La voz de la multitud: grito al ver la cabeza decapitada. Cuando aparecen los jugadores un torrente de voces rueda por las gradas. la consternación que oprime a un jugador que acaba de errar un gol alcanza al a multitud que lanza un inmenso clamor de decepción. Ese ¡UUUUUUhhhhh!, sordo ruido, clamor, rugido, bramido ululante.

Un concierto de bocinas de automóviles, pitos, sirenas y matracas nos invade al ganar un campeonateo. Los árbitros son silbados por la multitud. El estadio es un griterío, con la elocuencia de las voces enronquecidas por un exceso.

Los biógrafos de Beethoven narran su impresión profunda cuando se volvió a contemplar las ovaciones que su sordera le impedía oír. La rapidez de pensar  y reaccionar de los jugadores les da a éstas también su ritmo. Los cantos populares de las tribunas tienen las marcas de la transmisión boca a boca, de la perservación sólo mediante la memoria y la tradición de cánticos que se inventan a partir de melodías provenientes de los medios.

Los chimpancés, en sus "carnavales", ya habían predescubierto el ritmo y la danza. La multitud suscita reacciones siempre idénticas: es el clamoreo que sigue al gol, los himnos entonados a coro, las voces de aliento. La mayoría de los descansos en los partidos internacionales son ilustrados por músicas con ritmos militares. En el oasis se detiene la caravana que descansa y a la que invade la fantasía de la música y el canto. La clausura de la ceremonia deportiva es en sí la apoteosis del jubileo militar: la entrega de condecoraciones.

El deporte cumple con la reducción de un público a la ondición de "máquinas aulladoras en sentido único" o de "hinchas". Este público así juega el papel de una claque permanente que vocifera, aplaude, patalea o insulta, cuando no pasa a la acción directa. El entusiasmo se expresa espontáneamente mediante el grito. Quien nunca haya mezclado su voz a la enorme de las densas multitudes hormigueantes del estadio, no tiene medio de acceso a las significaciones profundas del fútbol. Cuando se alza este largo clamor que se organiza en un canto de alegría amplio como un mar que truena, resulta imposible no sentir que allí es donde se cumple la catársis colectiva. La colectividad emocionada experimenta ese "sentimiento oceánico" del que habla Freud, que satisface la profunda tendencia masiva que incita a los individuos a sumergirse en el gran Todo, ese gran cuerpo humano totalmente cálido y palpitante que es una multitud ruidosa.

La música que sale a la calle, en especial los domingos (a pesar de que hay fútbol hoy prácticamente todos los días), es particularmente grotesca. Cuando ésta llega a las gradas forma un anillo viviente y vibrante en el aire. Al salir, se derrama por la ciudad en estribillos de júbilo que no alcanzan a ser canciones, gritada por multitudes que vociferan y se arrojan a la cara de los transeúntes. Sin duda el ruido contribuye al encanto. Los gritos de combate entre dos hinchadas sirven para que éstas se prueben a sí mismas y al enemigo su fuerza, para enmudecer al otro. Los cánticos y conjuros caracterizan, según Canetti, a la muta de la esperanza. Los sonidos preliminares aglutinan a decenas de miles de personas en un cuerpo que ulula en el límite de la conciencia. Los nervios, desafinados, aguardan. Una vez comenzado el encuentro, las canciones y lemas tienen que ver en parte con el juego en concreto, pero también incluyen como tema recurrente diversas provocaciones a luchar, amenazas de violencia contra los seguidores del equipo contrario y burlas por victorias anteriores. Aparecen palabras tales como "odiar", "morir" y aquellas que reflejan la desmasculinización simbólica de los aficionados rivales. También hay coros especiales para los famosos. Para muchos miles de argentinos no hay nada más importante que los gritos de la multitud mientras contempla a veintidós hombres dar patadas a un trozo de cuero, adolescentes con audífonos y gestos de felicidad o amargura incontenible.

sábado, 21 de septiembre de 1996

Fútbol y Multitudes VIII

Religión, creencias y ritos

Toda religión es idolatría, presentación/ocultamiento del abismo. Las religiones de lamentaión ofrecen hoy frente al fútbol y la televisión la imagen del más total desamparo. En la Edad Media nadie veía ninguna incongruencia en el hecho de que un juego salvaje y desenfrenado fuese parte habitual en un ritual solemne. Hoy las cosas han cambiado.

El número de ritos de los que uno se vale para adueñarse de la victoria es sorprendente. El fútbol es un ejercicio ritual de movilización de masas que cumple una función política evidente. Pertenece, como las artes y las religiones, a un área que no se cuestiona y que, como éstas, genera tensiones y una apertura hacia la nada que podemos incluso llamar "dios". En ella el ser desubre una plenitud prohibida a la vida cotidiana, una fascinación. Las creencias son defensas de la vida colectiva ante la duración que roe. Y los hinchas de fútbol son hombres cautivados por un fervor que evoca los estados de posesión de un "chamanismo" del que no se habla jamás. 

El fútbol es el fenómeno social más grande y formidable de nuestro tiempo, que conmueve al mundo, que no sabe de fronteras. Cada equipo posee sus fetiches, sus símbolos, sus cábalas, sus mascotas. Hay equipos que salen al campo de juego con algunos del os hijos pequeños de los jugadores. Otros han salido con perros. El Santa Fe de Bogotá tenía un león como mascota. Estas rutinas no se corrigen. Los individuos de una misma sociedad viven en una constante y prejuiciosa "interdependencia" mental.

Hay una necesidad de forjar mitos, de llenar huecos en la estructura y armonía del cosmos mental. Hemos reducido el mundo a dos dimensiones (tal vez no podamos hacer otra cosa): yo y el otro, buenos y malos, blanco y negro, si/no, caliente/frío. Quedan agujeros, sin duda. A quienes nos sentimos predestinados a la contemplación y no a la fe, todos los creyentes nos resultan demasiado ruidosos e inoportunos: nos defendemos de ellos. Parece inconcebible a la biología y a la antropología que un animal que consagra tanto tiempo cumpliendo ritos haya podido no sólo sobrevivir sino alcanzar el frío de las glaciaciones. 

Hoy los ritos pueden no compartirse: mirar solos el partido en casa por TV, escucharlo en el walkman. Luego del partido sí, se encuentran en el Obelico, el tótem donde los cristianos de pizza con fainá festajaban los campeonatos y hoy ya cualquier partido ganado en el mundial. Se habla de un "retorno a lo sagrado", del éxito de los esoterismos. En las nuevas formas de religión estamos viviendo lo que Hegel llamó "la vida, movediza en sí, por lo que está muerto". Se cumple (sin duda de una manera que éste no esperaba) al mismo tiempo el pedido de Marx sobre la religión: ceñirse a la ilusión radical o a la indiferencia radical, eliminando las formas intermedias de la creencia. El individualismo deportivo, eventualmente neohedonista, sincrético y tribal, poco tiene que ver con el héroe del individualismo burgués. Es una partícula interactiva, conectado a la televisión y visualizando el podio. Eso produce conjuntos caóticos. Es un converso a la religión sacrificial de las prestaciones, de la eficacia, del timing, liturgia mucho más feroz que la de la producción, explotación total de uno por uno mismo. Ninguna religión ha exigido jamás tanto del individuo como tal, y cabe decir que el individualismo radical es la forma misma del integrismo religioso. Religión moderna de la operacionalidad a ultranza que recupera toda la energía de la irreligiosidad, la energía liberada por la desaparición de las religiones tradicionales. Estamos hablando del integrismo fundamental de esta sociedad pactista que está en vías de metástasis religiosa.

La razón esencial del éxito del deporte se debe a sus implicaciones mitológicas, haciendo aflorar relatos (ej., el superhombre de héroes míticos que sirven de mediación entre los deseos individuales y las fantasías colectivas. Puede interpretarse el ceremonial social con Freud como una neurosis obsesiva ritualizada, y al ceremonial deportivo como revelador de las raíces militaristas del deporte. El aspecto altamente ritualizado del deporte es la expresión de su saturación ideológica. Los diferentes rituales deportivos representan la condensación de los estratos ideológicos que se enmarañan en la institución deportiva. El "aparato" que rodea a las ceremonias deportivas también nos habla de la dimensión política inmediata de la competición deportiva. Y es al nivel de las confrontaciones internacionales donde el ritual-"aparato" traiciona al máximo su basamento ideológico: el de ser el calco de los rituales diplomáticos, militares y políticos que guían las relaciones entre diferentes países.

La organización de estos espectáculos se efectúa en el sentido de un ritual cada vez menos preciso que se parece al ceremonial militar. El espectáculo deportivo se convirtió en el ritual obsesivo masivo de una sociedad en la que puede surgir en cualquier momento el fascismo o cualquier otra forma de dictadura (sustituto profano de las antiguas religiones de voación universal, suplanta como universalidad a todas las religiones ya que se dirige a todos los hombres).

Hay más hombres que conocen las reglas del fútbol que las indicaciones de la misa. Un único planeta deportivo contempla, comenta y admira los resultados de los "dioses del estadio". La gente acude a la cancha a tomar su dosis de baño de multitud, de comunión. Ese sentimiento es el sustituto de la religión, de esa necesidad de sentirse ligado como lo vió Bergson (Las dos fuentes de la moral y de la religión). Los estadios se convierten en templos a los que concurren feligreses de un culto muy complejo y muy antiguo con que los pueblos calmaban la necesidad de arrojar de sí a los espíritus de la ciudad sometidos por la disciplina y las normas de la convivencia social. Con la misma necesidad catártica se iba a la iglesia y al teatro de Dionisos. Las marchas previas a los partidos internacionales en los mundiales, los himnos nacionales, recuerdan el carácter religioso de las cruzadas. Los jugadores son cruzados. Una enseña contra la otra, un color contra otro.

Por lo tanto: ¿por qué no aceptar estos deportes como expresiones legítimas de la naturaleza humana? ¿Qué otra norma existe? El mundo humano es un mundo de ritual fantástico de cálculos de la conveniencia, un sistema mediante el cual se expresan arrogantes desafíos personales y competencias dramáticas, una cosumbre en que los objetos-regalo parecen inseparables del "espíritu" de quienes los poseen (el hombre-gol). Las guerras pierden importancia al lado de estos acontecimientos. Se vivió más los mundiales que la guerra de las Malvinas. El fútbol es la verdadera religión de guerra de nuestra sociedad y el ciudadano siente el deber, no de ir a la guerra, sino de asistir a un Boca-River al menos una vez en el transcurso de la vida: eso matiza toda la existencia terrenal de un argentino medio. Los equipos son naciones, religiones. 

Como decíamos anteriormente, ya en la Edad Media los festivales religiosos iban acompañados con frecuencia por violentos juegos de pelota entre ciudades o gremios rivales. Estos juegos fueron los predecesores de los grandes deportes del siglo XX con afluencia masiva de espectadores: el fútbol, el baseball, el tenis, etc. El fútbol en la edad media formaba parte de un ritual tradicional. Si se suma a esto la intensidad de la excitación generada, es probable que podamos entender la percepción generalizada del deporte como un fenómeno "sagrado". Durkheim alegaba que la emoción o "efervescencia" colectiva generada en las ceremonias religiosas de los aborígenes australianos constituía la principal fuente de experiencia para considerarlo un reino "sagrado". Podemos pensar así también la excitación y emoción generadas en un acontecimiento deportivo moderno. El deporte se ha convertido en una actividad cuasi-religiosa que ha venido hoy a llenar el vacío dejado en la vida social por el declive de la religión, es la religión seglar de esta época cada vez más profana. Es Menem anunciando no asistir al estadio por cábala.

En El pensamiento salvaje, Levi-Strauss recoge la costumbre de una tribu de Nueva Guinea, los Gahuku-Gama, a quienes los blancos enseñaron a jugar al fútbol. Y éstos lo hacen así: juegan durante varios días seguidos tantos partidos cuantos sean necesarios para equilibrar exactamente los ganados y perdidos por cada bando, rito mediante el cual repiten su visión equilibrada del universo. Aquí ese participante tan activo y mal pagado que es el hincha, llamado también "fanático" o, en Italia, "tifoso" (que significa enfebrecido), no soportaría tales jornadas.

Así también, los iniciados a las barras bravas (ellas mismas parte del juego), jóvenes que ingresan por algún contacto o recomendación, deben atravesar pruebas de fuego. Son otras ceremonias que configuran la realidad de otra manera, con gestos, mímicas, sonidos y palabras que articulan una trama mítica, mágica y religiosa en la que las hamburguesas y los panchos son el cuerpo de Cristo.


viernes, 20 de septiembre de 1996

Futbol y Multitudes VII

La muerte y el tiempo

Las luchas a muerte entre gladiadores o animales salvajes y seres humanos representaron en la soiedad romana un papel comparable al que desempeña hoy un partido de fútbol. La vida se hace entonces absurda para quien trata de jugar con el ser mismo del hombre. Hay una cierta fascinación del efecto de descomposición de los conjuntos mediante los cuales una sociedad aclimata a la muerte, al eros o a la violencia. El silencio denso y sólido ante un gol adversario. La cuenta regresiva de Marcelo Araujo. Los momentos en que el equipo se apura porque está en desventaja. Y apurarse es improvisar e improvisar es morir, con belleza si se quiere. Embriones truncos de lo espectacular: jamás accederemos a ellos sino mediante la pérdida de tiempo, lo inútil. El tiempo liberado para ir a una cancha de fútbol ya no es en sí mismo inseguro, pues rara vez se lo puede anular por exigencias del trabajo o ceremonias del tiempo de compromiso.

Nuestras generaciones ya nada esperan de un advenimiento futuro, cada vez confían menos en la historia, se entierran atrincherándose detrás de sus tecnologías prospectivas, detrás de sus provisiones de información acumulada y en las redes alveolares de la comunicación, donde el tiempo está por fin aniquilado por la circulación pero...estas generaciones tal vez no se despierten jamás. La especie conmuta automáticamente hacia el suicidio colectivo. Bein por violencia externa (nuclear), bien por virulenia interna (biológica). Nos queda la grafía de la aniquilación del sujeto, de la desaparición del original. 

El nacimiento del deporte es correlativo con la introducción del cronometraje. No entraremos en los anteedentos mitológicos de la mayoría de los espectáculos, basta con recordar tan sólo el origen ritual de los encuentros deportivos: todo tienen como punto en común el desarrollarse en un tiempo "concentrado" de gran intensidad. Con la muerte como estimulante subyacente. Se trata de "aguantar". Lo que queda es "aguantar". La existencia deberá ser un "aguantadero" resignado y valiente.

Cuando hay peligro de gol, cuando la pelota está en la línea del arco, nos encontramos en el punto de densidad mayor. Allí el asesinato está permitido, recomendado y compartido. Porque allí la multitud, contrariamente, se siente más amenazada que nunca por la muerte, por las formas de la muerte: una expulsión de un jugador (el destierro de la ciudad), una matanza colectiva. Quiero matar a éste. Por lo tanto, puedo morir. Y si deseo seguir siendo multitud con tal desesperado anhelo es porque sé qué me aguarda después. Nadie necesita más de la multitud -dice Canetti- que el que rebosa aguijones, órdenes, el esquizofrénico que se asfixia por ellos. En Liverpool es casi una tradición que los seguidores del Liverpool Football Club dispongan que a su muerte sus cenizas sean esparidas sobre el terreno de juego de su estadio. Son los mismos que antes lo invadieron para detener el partido, ese tiempo fuera del tiempo. Al ser real el tiempo en que se juega, se engendra una doble tensión: la del juego en sí y sus incidencias y la de la lucha que se establece con el paso del tiempo en una carrera "contra el reloj", como la vida. Un partido de fútbol es más angustioso y dramático que cualquier otro porque en él el tiempo corre paralelo al tiempo de la existencia humana. 

La pasión que genera el fútbol hunde sus raíces en la oscura presencia de la muerte, que está presidiendo los actos humanos cada vez que estos actos se miden con el paso del tiempo. De ahí esas angustias por el final de un juego; de ahí esa descarga tensional cuando algo ayuda a eliminar la presión del tiempo (ej. una gran diferencia de goles imposible de remontar). Entonces los espectadores comienzan a desfilar antes de que termine el encuentro, porque el tiempo ha dejado de pesar sobre el resultado del juego. El interés esencial para el espectador es el resultado, entonces siente que puede marcharse. Ahora el tiempo de la vida de cada espectador recobra su poder: cada uno tiene de pronto qué hacer. Ya no puede "perder el tiempo". Ya, como los jugadores, "hizo tiempo".

En el fútbol irrumpe la realidad con la más mortífera de sus armas, la presencia inapelable del paso del tiempo que todo lo somete a la angustia de una resolución permanente limitada por ese horizonte que está ahí y nadie puede suprimir. El tiempo sirve para crear un vacío: una situación festiva, robada al tiempo, en la que los hombres se entregan a una relación puramente artificial. Cada juego es una creación a partir de nada, para aislarse por un tiempo  del contexto real. Los juegos crean un paréntesis que aisla al tiempo real y lo recrea en su interior, dándole al hombre un respiro que lo saque momentáneamente del tiempo mundano, del "ejecutivo cobrador de la Muerte", como lo llamaba Quevedo.

Sostiene también Canetti que una de las metamorfosis más frecuentes en la naturaleza es la transformación en muerto. Es la transformación por excelencia. Es el jugador que en el suelo se hace el lesionado para que el tiempo transcurra, para matar/expulsar a un jugador contrario, como lo hace cualquier cucaracha. La posibilidad de que éste se incorpore de repente es muy impresionante y seductora para los hinchas de su equipo. Muestra cuánto se está aún con vida. Los yacientes involuntarios tienen la desgracia de recordarle al erguido el animal cazado y alcanzado. Y así ocurre cuando un jugador alcanza a otro y lo voltea. 

Nunca ha existido sociedad humana sin algo equivalente a los deportes modernos. Las multitudes siempre amaron las ejecuciones. Todos "se toman su tiempo", como los convencionales, para ver el partido o la ejecución.

Hay teorías de que la pelota de cuero fue originalmente una cabeza cortada como las que usan hoy para jugar los chicos de Ruanda (ver foto). Aquí están las ansiedades psicóticas: matar y coger. Un hincha salvajemente agredido rechaza la atención médica, va igualmente a la cancha y muere horas después de celebrar la victoria de su equipo. La vivencia de cabal omnipotencia para muchos hombres que en su existencia real se perciben como gusanos es algo por lo que vale la pena morir. 

El día del debut de Argentina en el Mundial de 1978 a la misma hora del partido, Borges dictaba una conferencia sobre la inmortalidad, tal vez sabiendo que repetía aquella misma escena del estadio. El fútbol es un intento de exterminio. Genera voluntades suicidas. Es fuente de desconsuelo. Como la muerte y el tiempo.



 

lunes, 16 de septiembre de 1996

Fútbol y multitudes VI

El vértigo del vacío

El fútbol se desliza de juego de competición y representación a juego circense y de vertiginoso frenesí. El vértigo del vacío es el vértigo del juego, del orgasmo -obviar aquí el prejuicio psicoanalítico que identifica juego con masturbación y ésta cno un estadio-, del tremendum que Durkheim y Caillois dan como contenido y experiencia misma de las "sociedades efervescentes" y que no es más (ni menos) que una palabra y que parece caracterizar los momentos de ruptura en la sucesión continua de la vida cotidiana. Si un acontecimiento imprevisto llega a atravesar el encuentro del hombre con el azar que hace posible el juego, provoca un vacío y un vértigo que traducimos con el sentimiento de tremendum. Se deja uno invadir por un movimiento de remolino cuyo soporte móvil es la mirada: seguir la trayectoria de la pelota o el andamiaje de las formas que se engendran unas a otras en el laberinto de los jugadores en la cancha es participar en esa metamorfosis exaltante de figuras que no deja de recordar el torbellino de un movimiento que nos arranca de pronto a la fijeza para hacernos seguir los vaivenes de una curiosa inversión: el hincha cabecea y el jugador alienta.

En el fútbol nos encontramos con los lanzamientos constantes hacia zonas vacías, avalanchas humanas, improvisación continua de situaciones. Esto refleja como nuestra existencia está situada un poco por delante de nosotros y "tironeando del futuro". ¿No teníamos que sacrificar a Dios mismo y adorar la piedra, la estupidez, la fuerza de gravedad, el destino, la pelota, la nada? ¿No teníamos que sacrificar a Dios por los fuegos artificiales, por la nada? Para Adorno, el fuego de artificio es paradigma del arte y su resistencia a la absorción cultural: "Advertencia fatídica, escritura fulgurante y fugaz de significación indescifrable...de alguna manera superior al arte en su conjunto: la realización de lo imposible" (Teoría Estética).

Experimentamos placer al perdernos a nosotros mismos. El teatro es el agente de perdición del yo. En el vacío absoluto es donde se produce el acontecimiento absoluto. El vacío, por lo tanto, solo debía ser relativo, puesto que la muerte no pasa de virtual. Se trata de abrir una vía a cierto vacío, moverse por el vacío del partido. Percibo que he caído en el mismo agujero negro, en el mismo espacio virtual que lo que tenía que escribir. Es la atracción por el vacío. La radiación de la memoria se curva y convierte cada suceso en un agujero negro. Hay una palabra alemana que resume muy bien todo esto: Schwindel, que designa a la vez el vértigo y la estafa, la pérdida de conciencia y la mistificación. El estadio de fútbol es como la sala oscura del cine: un lugar fuera del espacio, del tiempo y de la realidad. 

La velocidad de los jugadores es un valor. Nos previene Canetti de que "toda rapidez es rapidez de dar alcane o de agarrar". Lo más rápido es lo que desde siempre fue lo más rápido: el rayo. La velocidad física como cualidad del poder se ha acrecentado de todas las maneras posibles. De allí Caniggia, Rambert, rayos vertiginosos. En un partido del mundial, todo el vértigo se traslada al estadio. Entonces es posible cruzar la avenida 9 de julio sin mirar a los costados, sin vértigo. Como si los nueve mil kilómetros que separan a Boston de Buenos Aires no hubieran existido durante el Mundial 94, como en aquellos paros generales. 

Mientras tanto, en la popular, los hinchas desocupados son comandos desesperados. Si falla la posibilidad de lo simbólico y, advierte Moffat, no se mata y coge, uno se queda solo, vacío y, por lo tanto, desaparece. Si alguien está en peligro de desaparecer porque perdió el contacto con lo simbólico tiene necesariamente que hacer algo que tenga que ver con sentir su existencia en la contestación del otro. Delincuencia, droga y sadismo, llegan para unirte. Por el vacío, para conseguir la emoción, el contacto. Porque el riesgo vuelve a construir el tiempo.

 

viernes, 13 de septiembre de 1996

Fútbol y Multitudes V

El hincha de fútbol es un itmo común, una aspiación que está en todos alguna vez. Es el hombre de las multitudes, un vórtice en el que el torbellino de la argentinidad se precipita. Son personas que no se conocen o que lo hacen sólo superficialmente. Son parte de la multitud.

Es raro que alguien acepte que lo consideren como multitud: la multitud o la masa son siempre los otros. Porque para ellas lo esencial es la sumisión. Y pocos se asumen sumisos.

El fútbol corresponde en nuestros días a esta cultura de masas, de multitudes extremadamente conservadoras qeu se cansan rápidamente de sus desórdenes y se dirigen a la servidumbre. La historia es incomprensible si no tomamos en cuenta estas tendencias básicamente conservadoras de las multitudes. La incesante movilidad de éstas sólo actúa sobre la superficialidad. Su respeto fetichista por la tradición es enome, tanto como pofundo su horor por toda novedad capaz de modificar sus condiciones culturales de vida. Es enemiga, por tanto, de los principios de la cultura. Cada uno de nosotros es parte de muchas de ellas pudiendo, sin embargo, elevarnos a una cierta parcela de autonomía. Las multitudes "son como la Esfinge de la antigua fábula: es preciso resolver el problema que su psicología nos presenta o estar preparado para ser devorado por ellas (Le Bon: Psicología de las masas). Y en la tradición de esa resolución están Platón, Bacon y Nietzsche, quienes veían en las masas, en la multitud, en el pueblo, al enemigo de la verdad, afirmando el poder del individuo y su capacidad de desviarse de la adoración de los ídolos colectivos. 

Freud investigó pormenorizadamente los complicados mecanismos por los cuales se produce la aversión de las masas a todo cuerpo extraño, su voluntad gregaria. Sucede que la masa proporciona a los individuos una ilusión de proximidad y unión. Dicha ilusión presupone a su vez la atomización, alienación e impotencia individual. La debilidad personal en la sociedad moderna nos predispone a esta fragilidad subjetiva, a la capitulación en la multitud de los seguidores, a que a todos los hombres les guste el fútbol. Porque no se habla de otra cosa en los bares, en la calle, en cualquier parte. Y si alguien no lo hace las multitudes nos revelan entonces sorpresivamente la existencia de algo en principio totalmente inesperado: otas comunidades de observadores que poseen una estructura biológica harto semejante a la nuestra pero cuya capacidad de distinción es sumamente diferente a la nuestra. Y si tenemos dificultades serias en nuestra comunicación con los humanos de cualquier tipo es porque la naturaleza humana de "los otros" nos interesa poco y nada. A llorar solos a la iglesia entonces. El modelo cultural tiende a reducir la variedad individual y los efectos sociales de esa variedad: inhibe las posibilidades de complejización. A mayor complejidad, mayor soledad.

Sin embargo, Maquiavelo sostenía que la masa no era tan sólo dócil materia, sino también energía dinámica. Tal vez en el Renacimiento. Hoy la masa es indiferenciada, amorfa, banal, sin función definida ni finalidad consciente, el desagradable deshecho de una época de veloz cambio social, el batallón social perdido, que no tiene vínculos de comunicación, afecto ni lealtad. El mismo término "masa" connota un amasijo. Esta es la masa vulgar, nuestra madre que nos engendró, alimentó y educó, la fuerza destructiva elemental. Jacob Burckhardt hablaba de los conductores de masas como de "terribles simplificadores" que crearían en el siglo XX una vida "uniforme, iniciada y terminada diariamente al compás del redoble del tambor".

Las multitudes son inflamables: carnaval romano o carioca cuyos lazos afectivos son capaces de borrar toda diferencia ideológica, política, técnica, estética, en la avalancha que se produce luego de un gol, o cuando una pelota pega en el palo o cuadno no pasa nada. La avalancha que barre con todo, la vuelta olímpica multitudinaia nos muestran que hay mucha más gente que la que pensamos, que se mueve más de lo que pensamos, que grita más, con una fuerza que crece como un torrente y cuyas voces suenan como un clamor. Una explosión ciudadana que cambió casas y mentes por ghetos, semilleros de donde saldrían los que lograrían el ascenso social y los fracasados, empujando y defendiendo el puesto, con el consiguiente abandono de las formas que antes caracterizaban la "urbanidad". Las calles resultan insuficientes para la creciente concentración de personas. Llegó el fútbol a la calle. Se fue el fútbol de la calle.

Sólo parecen queer ayuda para alcanzar el nivel de la subsistencia y la seguridad. Pueden mezclase entre ellos pero no se ven, se tocan pero no se sienten. Si queda algún sentido de familia, ya no persiste de sociedad. En la multitud predomina la emotividad. La muchedumbre es impresionable y veleidosa, impetuosa y violenta. Es casi animalidad. Es menester que exista cierta facilidad de contagio. Sólo contando con la multitud y procediendo de ella se puede dominar y tiranizar un país, bebiendo de la moralidad plebeya, con sus cobardías y recursos, de la ciudad y del campo. Sólo así se entiende el menemismo. El menemismo es hoy la multitud. Por eso ha ganado tantas elecciones. Por eso pudo hacer lo que a los radicales jamás se les hubiera permitido hacer.

Son los mismos gestos, cual si un hilo delgado uniera los músculos de todos los rostros para lanzar al aire alaridos bestiales que son la vida ahogada que necesita volcarse en una matanza o en un ídolo, la pueril fatiga por un personaje, una imagen, una presión de imágenes. 

Menem es el hombre por excelencia de las multitudes de nuestra época: expresión de la multitud decrépita de la ciudad fatigada y la barbarie rual, una multitud apolítica y mercantil, que no tiene ninguna importancia, que ya no espera y que en 1982 no salió a la calle para ganar la democracia sino para ganar la guerra, que en 1978 estaba frente a sus pantallas para mirar el partido final (junto a mil millones de personas: momento de universalización de la horda deportiva), para juga el partido final con los "veinticinco milones de argentinos".

De nuevo Freud, al retomar los trabajos de Le Bon sobre la "psicologie de foules" (en Psicología de las masas y análisis del yo) caracterizó a la muchedumbre como un agregado de individuos cuyo cemento está constituido por la identificación de un jefe. La muchedumbre se manifestaría así como una comunidad afectiva en la que el ingreso de los individuos va acompañado por una pérdida de libertad y determina una regresión en el comportamiento. Le Bon compara también al hombre de la multitud con un hipnotizado. La muchedumbre deportiva immplicaría una regresión de la actividad psíquica de los individuos que la componen: los vínculos de dependencia afectiva que la estructuran suprimen la libertad de las personas y limitan la expresión de los caracteres individuales al denominador común mayor. Y uno ya difícilmente es libre de no integrarse a esta ola en la que el individualismo, la despolitización y la masificación son caracteres íntimamente ligados. Los buenos pensadores, las almas bellas, buscan la salvación del pobre pueblo abrumado con pan y juegos (más juegos que pan). Pero el consumo de las masas es una producción propia de éstas. La masificación supone una concientización de los individuos y no al evés. Es el camino de la democracia. A más densidad, más inercia. Cualquier trascendencia social es absorbida por la multitud sielnciosa. Se ha pretendido extraer todo lo social, exprimir todo lo social, extorsionar todo lo soial, realizarlo despojándolo de toda dimensión metafórica. Empeñarse en alcanzar la realidad de lo social es un contrasentido absoluto. Su universalización es el paso previo a su desaparición. Y nuestras sociedades están condenadas a esa epidemia.

El deporte de competición moderno representa a la sociedad, por ello fascina a las multitudes: es un factor de masificación, contiene una tendencia a la democratización, a la organización de masas. 

La pérdida de identidad es consecuencia no sólo de la masificación sino también de la objetivación total del individuo: el principio del número-matrícula. Todo el espacio deportivo está hecho para despersonalizar. En la escena deportiva existe una multitud de átomos sociales, la democracia de los átomos unidos po lazos de una jerarquía "democrática". Coubertin mismo notaba que el deporte representa el aprendizaje de la igualdad en los estadios. 

Las grandes manifestaciones deportivas se multiplicaron considerablemente con el aumento de las competiciones nacionales e internacionales, adquiriendo proporciones cada vez más gigantescas, afectando a multitudes considerables, movilizando a las grandes masas a estadios que acogen decenas de miles de personas. Este carácter masivo y la popularidad del espectáculo han atraído a los astutos organizadores de estas manifestaciones. 

El deporte halaga el narcisismo de las multitudes, es una institución de masificación social total, en el sentido en que crea un consenso social implícito basado en el buen sentido popular. El deporte es un factor de masificación al mismo tiempo que de disciplina. Se convierte en un medio de autocontrol social. Esta politización del deporte corresponde a la despolitización de la sociedad. Esta masificación opera mediante el deporte y la estandarización de los afectos y gestos. La sociedad se incrusta así en las emociones y movimientos de los individuos, modelándose estos gestos estandarizados en las técnicas industriales y deportivas.

Las multitudes necesitan también un exutorio. Las explosiones de la vitalidad inhibida de las multitudes son las que determinan la presencia de la policía alrededor de los estadios y de las manifestaciones deportivas. Todos los Estados totalitarios, militares, burocráticos o democráticos muestran un gusto muy especial por las manifestaciones de masas. Mussolini aprendió de Le Bon que la multitud es eminentemente sugestionable y que sus conductores ejercen sobre ella una fascinación magnética. Hitler exalta esa influencia milagrosa que ha sido denominada sugestión de las masas. Una oleada de hombres a los que el uniforme identifica hasta el punto de que no constituyen sino un único cuerpo. El ámbito emocional afectivo de un partido de fútbol recuerda a los de los mitines fascistas: música, cámaras, discursos, suelta de palomas: hay que inflamar a las multitudes y fascinarlas. Este espectáculo deportivo procede a una masificación, a una ósmosis colectiva de los espectadores a los que funde en una multitud: fábrica de sentimientos masivos, maquina afectos de multitud, es una "producción sentimental masiva". Si seguimos a Sartre, el tipo de agrupamiento social por excelencia aquí es la "serialidad", el modo de ser de la masa atomizada. Ella es la que se encuentra esencialmente en un campo de fútbol, en individuos reunidos "en la alteridad". La serialidad deportiva es la expresión de esa cretinización masiva que se apodera de las multitudes en el fútbol. El deporte, como aspiración de masas, nos parece el signo de la carne de la que estamos hechos, de la población que grita y gesticula ante el contagio afectivo y la emoción en una sesión tribal de mimetismo social. ¿Cuántos millones de personas conocieron y aplaudieron a Maradona? Marcel Mauss observó el carácter de difusión masiva por imitación social de los movimientos técnicos corporales que podemos encontrar en ese aplauso.

Una masa atrae a su círculo a todo lo de la misma especie que se encuentra en su cercanía. En el caso del estadio, a saborear la emoción mimética de la batalla que se libra en el terreno de juego. Aquí, mímesis, moción y emoción están íntimamente ligadas. Los miembros de una multitud transmiten lo que sienten a sus pares y a los jugadores por medio de movimientos, incluídos los de la lengua, labios y cuerdas vocales. No sólo el fútbol sino todos los deportes en general son batallas miméticas controladas "no violentas" en donde hay cientos, miles que son como uno. Por lo tanto, uno es poderoso. Durate el partido los grupos rivales ponen en juego ese poder dirigiendo su atención los unos a los otros, cantando, gritando y gesticulando en masa, en una uniformidad espontáneamente orquestada para expresar su mutua oposición. La emoción mimética no entraña, en principio, peligro alguno y puede tener un efecto catártico. Pero también puede transformarse en no mimética, como lo atestiguan las desenfrenadas multitudes en un partido de fútbol. Se trata de la relativa ausencia de autonomía que tienen los acontecimientos miméticos en relación con los acontecimientos sociales en general. Las actividades recreativas proporcionan oportunidades para que la gente viva las experiencias emocionales que están excluídas de sus vidas debido al alto grado de rutinización. Grandes cantidades de personas llevan en nuestras sociedades una vida totalmente rutinaria. Como las sociedades urbanas industrializadas se caracterizan por este alto grado de rutinización y civilización, sus miembros están en consecuencia continuamente presionados a ejercer una fuerte restricción emocional en su vida diaria, con lo cual la necesidad de actividades recreativas desrutinizadoras como los deportes es particularmente intensa.

Ningún deporte fue adoptado y asimilado por otros países tan ampliamente y con tanta rapidez como el fútbol. Tampoco ninguno de ellos obtuvo tanta popularidad (este deporte se extendió principalmente durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX). Y lo primero que la multitud quiere es ganar, el deporte es una consideración secundaria.

El fútbol es total. Está todos los días, en todos los periódicos, en la televisión, en las conversaciones cotidianas. Ofrece salidas emocionales a grandes cantidades de gente a través de espectáculos que compensan la imposibilidad de ser protagonistas y satisfaciendo el indudable gozo del hombre por ser uno de la multitud, una multitud rezongona, pesimista y paranoica como las argentinas surgida, como diría H. Arendt, no como la turba del siglo XIX que tenía orígenes de clase, sino en la masa del siglo XX, moldeada por influencias y convicciones compartidas tácita e inarticuladamente por todas las clases de sociedades parecidas. En 1977 la película Rollerball de Jewison profetizó un futuro en el que el juego favorito de las multitudes es un deporte cuyo objetivo es matar. Quizás así será nuevamente en el siglo XXI si las tendencias descivilizadoras no se atenúan o revierten.

El hombre común es ese oscuro personaje, que está en la avalancha que vomitan los andenes, somos los veinticinco millones de argentinos qeu jugamos el mundial como un cuerpo opaco, con transmisión novedosamente ultrarápida, con el poderío integrador de las causas universalizantes, qeu como tribuna no asiste al espectáculo sino que forma parte de él, que está siempre por entrar, participando de los gestos del mar: las mareas en movimiento, las olas sucesivas de la gritería y la otra ola que hicieron famosa los mexicanos en el mundial de 1986, con la direccionalidad del tobogán y el vértigo del embudo -como observó Sasturáin- que atrae y sugestiona multitudes, que es el goce religioso de la sociedad real, la escenificación de la dicha oceánica escatimada y la ilusión repetida. La pintura de Goya nos muestra cómo la masa-hombre no permite la presencia de un "alma", sí de un fantasma al que se reduce el ser.

Menem es el hombre por excelencia de las multitudes de nuestra época.