...El que exponía una duda, entorpecía su
actividad política; al que les daba una advertencia, lo escarnecían llamándolo pesimista; al que
estaba en contra de la guerra, que ellos mismos no sufrían, lo tachaban de traidor. Era la pandilla
de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llamaba cobardes a los prudentes, débiles a los
humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada, en la hora de la catástrofe que ella
misma irreflexivamente había provocado. Era la misma pandilla que se había burlado de
Casandra en Troya y de Jeremías en Jerusalén; yo nunca había comprendido tan bien la tragedia
y la grandeza de estos personajes como en aquellas horas, demasiado parecidas a las que
vivieron ellos. Desde el principio no creí en la victoria y una sola cosa sabía con seguridad: que
aunque se consiguiera a costa de inmensos sacrificios, nunca justificaría las víctimas. Pero
siempre me quedaba solo entre los amigos cuando hacía tales advertencias, y los confusos
alaridos de victoria antes del primer disparo y el reparto del botín antes de la primera batalla a
menudo me hicieron dudar de si no era yo el loco en medio de tantos cuerdos o, mejor dicho, el
único espantosamente despierto en medio de su embriaguez. Así, pues, me resultó bastante
natural describir de forma dramática la situación singular y trágica del «derrotista» (palabra que
se había inventado para imputar la voluntad de derrota a los que se afanaban por llegar a un
entendimiento). Escogí como símbolo a la figura de Jeremías, el profeta que predicaba en vano.
Pero no me interesaba en absoluto escribir una obra «pacifista», poner en verso una verdad tan
de Perogrullo como que la paz es mejor que la guerra, sino que quería describir otro hecho: quien en tiempos de entusiasmo es menospreciado por débil y pusilánime, en el momento de la derrota
suele demostrar ser el único que no sólo la soporta, sino que también la domina. Desde mi
primera pieza, Tersites, nunca me había dejado de preocupar el problema de la superioridad
anímica del vencido. Siempre me ha fascinado la idea de mostrar el endurecimiento interior que
en el hombre provoca cualquier forma de poder y el entumecimiento del alma que la victoria
produce en pueblos enteros, para luego contrastarlos con el poder de la derrota, que agita al alma
e imprime en ella profundos y dolorosos surcos. En medio de la guerra, mientras los demás se
demostraban mutuamente la infalible victoria con prematuros gritos de triunfo, yo me precipité
al más profundo abismo de la catástrofe y allí busqué la ascensión...
Fragmento extraído de Stefan Zweig, El mundo de ayer