El desordenado Louis odiaba escribir informes, abusaba cínico de la Liga de las Naciones. No quería eso. Nada lo satisfacía por mucho tiempo. Había examinado con detalle la impotencia de las misiones internacionales. Entonces observa y organiza una pesadilla, una verdad convulsiva, un viaje al fin de la noche, de la historia, de la niñez, de la memoria, desplegando en ella su desencantada lucidez, su rabia.
Un desesperado doctor que cura dolores y enfermedades a pocos y similares clientes en sus quejas y amarguras. El Voyage es un ejercicio de esta curiosidad, médica y literaria. Escribir. Curar. Observar las convulsiones escondidas de la gente. Sin ilusiones, sin descanso.
Y descubrió su "verdad": la pesadilla de la guerra, de la muerte, la amargura, el sentimiento de hallarse en medio de un refinado juego de convenciones.
Estaba seguro de ser testigo y profeta de una ineluctable decadencia, poseído por esa forma de voluptuosidad suicida que le permite deleitarse solo en la crisis, la declinación, el colapso. Pero a fines de los años 20 Céline se hallaba impresionado también por la aceleración del mundo a su alrededor.
El seudónimo constituye un homenaje a su abuela, a su niñez, como modo de enfrentar el miedo siendo anónimo, doctor, perseguido, paranoico. No tiene la intención de dejarse llevar por mentiras, promesas, ideales. No quería saber nada nunca más. Sólo encontrar un entretenimiento solitario, payasesco, para dinamitar las civilizaciones en descomposición. Nunca hubiera podido creer en la paz en Alemania, o en la fraternidad, con o sin Hitler. El proletariado era para él una farsa, una efímera ilusión idiota. No quiere saber nada con las abstracciones. Sí con los animales, que no hablan y no mienten. Tienen gracia, misterio, un conocimiento intuitivo de las cosas. Una especie de inocencia.
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