Todos los días nos encontramos con la paranoia de un humanismo que desea mantener sus derechos sobre una realidad que no reconoce como su propia construcción. Lo que es crucial para el paranoico es la capacidad dual para objetivar una realidad y proclamar la inocencia del "sujeto" en su formación. Así es posible entender los pronunciamientos de Geertz sobre el doble vínculo del humanista-liberal como típicos y sintomáticos de un pasaje paranoico dual entre la autoafirmación y la autodefensa. ¿Puede pensarse también aquí a Céline? ¿Es posible un humanismo contra el hombre, un post-humanismo, un super-humanismo, contra la ética?
Para ello toda la abyección de Céline debería tener una fuerza política. y esta fuerza política nacería de la desilusión. Una fuerza política que privilegie la autonomá personal sobre el compromiso político colectivo. Es la historia de alguien desilusionado de la política y, paradójicamente, de los grandes deseos de cambio. Es la historia de Céline, del hombre y las utopías del siglo XXI. Puestos a pensar nuevas formas de negatividad y resistencia que no desemboquen en la figura de un intelectual fugado, cobarde, podrido. Se trata de desubrir un concepto diferente del sujeto. Eso es lo que hay que discernir. ¿Qué tal un nuevo sujeto aventurero? ¿Un nuevo viajero, pero esta vez -ahora te quiero ver, homúnculo- sin barcos? La aventura es el deseo del Voyage, podría serlo del intelectual del siglo XXI. Un intelectual protegido por los espasmos y los vómitos. Un intelectual que se expulse, como Céline, a sí mismo, realizándose en el proeso de volverse un otro a expensas de su propia muerte, dándose nacimiento a sí mismo entre la violencia de los vómitos de fin de siglo. Los cadáveres del Voyage nos muestran lo que ponemos permanentemente a un costado para poder vivir. Céline, y el intelectual del siglo XXI, están al borde de su condición como seres vivientes. De pérdida en pérdida, en un mundo en el ual el "otro" se ha derrumbado, y la gran literatura moderna se desenvuelve en ese terreno (Dostoievsky, Lautréamont, Proust, Kafka, Céline, Borges), la postura de la muerte garantiza el acceso a una pureza. Pero una pureza móvil. Hegel no concebía otra ética que la del acto, desconfiando también de aquellas almas finamente estetizadas que encuentran la pureza en la elaboración de formas vacías. Así como es también en el acto histórico que ve la pureza fundamental expandiéndose, como Céline la ve en las sociedades descriptas en Voyage. Y el deseo que esto nos ha dejado, que hemos construido, se halla normalizado para escapar de la concuspicencia abyecta, se hunde en una banalidad que es tristeza y silencio.
El Voyage nos invita, creo, a reconocernos en esta desnudez, disconformidad, caída, herida. Asume que la mure y el horror son lo que el ser es. El hiriente exterior se vuelve un abominable interior. Identidades frágiles, miedos. luchas abyecciones y lirismos. Entre lo social y lo asocial. Entonces, ni desvío revolucionario que implicaría una creencia en una nueva moralidad, en una clase o en la humanidad, ni duda escéptica, que siempre encuentra sosiego, en última instancia, en la autosaisfacción de un momento crítico que deja abiertas las puertas del progreso. Se trata más bien de una explosión de pureza, que asume el sufrimiento como el lugar del sujeto, el miedo y la enfermedad como condición del ser. Es el fin de la noche. El camino que Céline escogió para sí es: permanecer dentro del horror pero a una distancia muy leve que, por ejemplo, distingue e inscribe el amor sublime por un animal, la escritura o la cura. En Voyage nos topamos con lo divino abierto con mucha crueldad y poca satisfacción, ilusión o esperanza. Un viaje sin proyecto, sin barcos, sin fe, al fin de la noche.
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