El viaje y el desierto
El tono neutro que encontramos en los cuentos de Ribeyro es también el de alguien habituado al paisaje desértico, a la soledad, a los médanos que
“cambian de paradero cada noche, el viento los crea, aniquila y moviliza a su capricho, los disminuye y los agranda. Aparecen amenazantes y múltiples, cercan a Piura como una muralla, blanca al amanecer, roja en el crepúsculo, parda en las noches, y al día siguiente han huído y se los ve, dispersos, lejanos, como una rala erupción en la piel del desierto.”24
Es el forastero quien decide construirse una casa en el desierto. Cuando ya no le queda nada, cuando, ya quebrado, se siente extranjero:
“...Una sensación extraña de haberse insensibilizado, de haber cambiado la piel en corteza, de haberse convertido en cosa, lo aguijoneaba.”25
Un viajero italiano de 1931, A. Barazzoni, así veía Lima por entonces:
“Imaginad un desierto de arena que se extiende a lo largo del Océano por más de dos mil millas; a la mitad de esta escualida costa imaginad un oasis de una cincuentena de kilómetros, rico en la más lujuriosa vegetación tropical, y en medio de este oasis una metrópoli incierta, risueña, civilizadísima, aunque aislada del mundo.”26
Como en Arguedas, la naturaleza y los hombres se confunden. Cuando la naturaleza es el desierto nos confundimos con su crueldad insaciable, el mismo sabor amargo que nos queda al leer a Ribeyro. La realidad del desierto es la realidad del sufrimiento, de la nadería de la existencia.
24. Mario Vargas Llosa, La casa verde, op cit., p. 78-79.
25. J. R. Ribeyro, en "Junta de acreedores", op. cit.
26. Citado por Sebastián Salazar Bondy, op. cit.
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