Visión romántica y moralidad
Nietzsche abogaba por ciertas representaciones literarias: superhombres sin superegos desafiantes del impulso de muerte. El idealismo heroico con que se ha pintado a Don Quijote ha ayudado a esta imagen generalizada desde el romanticismo y que se mantiene más allá de las críticas que insisten en que Cervantes buscaba precisamente lo contrario. Aunque esto es muy difícil de demostrar, aún si así fuera (como discutimos anteriormente) poco importaría a no ser por intereses históricos, porque ese texto dejó de existir apenas fue leído con nuevos ojos. Nos interesa reconstruir eso para historizar la lectura, es decir, para hacer historia de la literatura, historia de la recepción de la literatura. Eso no es poco. Pero no lo es todo. Y no está definido en la crítica qué es lo que ha de hacerse con la literatura ya que a duras penas se balbucea qué es esto último.
El romanticismo fue un movimiento literario, pero también una moral. Si no fue una religión fue una manera de sentir, de combatir, que buscaba la fusión entre la vida y la poesía. Esto último nos interesa a algunos de los que estamos escribiendo/leyendo este texto. No la moral, sino la difuminación de fronteras entre el arte y la vida. Y nos interesa precisamente por su final imposibilidad, por la aporía misma que está aquí en juego. No por su moralidad (son inmoralistas los que escriben esto), porque el valor de una acción reside para nosotros en su falta de intención, porque la intención es, como decía Nietzsche, la piel que delata algunas cosas pero oculta más aún. En suma,
nosotros creemos que la intención es sólo un signo y un síntoma que precisan de interpretación, y, además, un signo que significa demasiadas cosas y que, en consecuencia, por sí solo no significa casi nada, -creemos que la moral de las intenciones ha sido un prejuicio, una precipitación (Nietzsche 39)[1].
Las interpretaciones del Quijote empeñadas en hallar en él un mensaje moral se basan en olvidar la comicidad y la ridiculización también presentes en la obra con respecto a nuestro venerable caballero, preocupadas comprensiblemente por imbuir a las muchedumbres de delirios y locuras colectivas no carentes de interés[2]. Para los románticos el libro en cuestión no mata sino exalta el ideal caballeresco y nos incita a la mimetización con el héroe. La locura de Don Quijote sería expresión de su madurez de espíritu, la superioridad de quien hace el bien precisamente porque no han de agradecérselo.
Creemos que hay algo muy noble en todo esto. Cervantes, después de todo, amaba los libros de caballerías aunque intuyese su anacronismo. Y también la ilusión, no despreciable en un marco utópico, de pretender que las palabras y las cosas pueden volver a unirse en nuestra ficción. En ese sentido disiento profundamente con Paul de Man cuando califica al romanticismo como una “aberración” y una “enfermedad”(de Man 13), cayendo en su propia trampa de sustancializar fenómenos que se constituyen históricamente, juzgando moralmente con categorías propias del prejuicio más banal y cotidiano. Porque además la misma riqueza de la novela parte de la posibilidad de una lectura romántica de la misma, de la tensión entre romance y realidad[3].
Por otra parte, y como Schopenhauer afirma
the will periodically withdraws itself entirely from the government and guidance of the intellect. In this way it then appears as a blind, impetuous, destructive force of nature, and accordingly manifests itself as the mania to annihilate everything that comes in its way (Schopenhauer 402).
¿Y qué es el romanticismo sino un exceso de la voluntad liberada del intelecto? Y una liberación que, si bien afecta la razón y el conocimiento especulativo -como le ocurre a Don Quijote- no afecta el conocimiento intuitivo, lo que hace que nuestro caballero, si seguimos esta vía, esté consciente de su acción presente aunque no pueda verse en los espejos que abundan metafóricamente en la obra.
Es también sorprendente la ingenuidad de Auerbach cuando reclama una “acción razonable del idealista” para que haya lucha trágica, y es por lo menos problemática su concepción de lo que llama las resistencias “razonables” de la malignidad mezquina y de la envidia. Auerbach le pide a la voluntad idealista, es decir, al romanticismo, que se ponga en consonancia con la realidad existente, que “choque” con ella para provocar un conflicto real. Eso es lo que Sancho llamaría ”pedirle peras al olmo”. Eso es, precisamente, no entender el idealismo ni la imposibilidad de una síntesis ni la necesidad aporética de tal distanciamiento.
Rodrigo de Maeztu ha analizado lo que él llamó los tres ideales cervantinos: el heroísmo de las armas; la gloria de las letras y, por último, las ambiciones prácticas de la madurez; y cree que Don Quijote es el mismo Cervantes románticamente idealizado, simbolizando a cuantos hombres han puesto sus sueños por encima de sus posibilidades de realizarlos. El idealismo romántico busca el camino directo hacia su ideal, sin duda olvida las distancias y concluye que
the idea, because it should be , necesarily must be, and, because reality does not satisfy this a priori demand, thinks that reality is bewitched by evil demons and that the spell can be broken and reality can be redeemed either by finding a magic password or by courageously fighting the evil forces (Lukács 97).
Este es, creo, el caso de Don Quijote, y depende del lector admirarse o mofarse de ello, elogiar o vilipendiar tal ética de la acción, muy conflictiva en el mismo Cervantes, no sólo por su propia vida, sino porque, siendo la ironía una de sus armas más finas, su confesada intención de destronar las novelas de caballería casi podría leerse como una sentencia opuesta. Pero todo ello en el marco del romanticismo. Es decir, si queremos leer eso creo que es posible hacerlo. De allí a suponer que eso sea el Quijote hay un camino largo y, sobre todo, intransitable.
Para los románticos todo parecía tragedia, para los desencantados todo parece comedia. Los desencantados han suprimido todos los conflictos, han declarado la funesta abolición de lo tr‡gico en una lectura que descuida la posibilidad, por ejemplo, de la decisión de Don Alonso Quijano como la de quien huye para salir de una situación insoportable, como si toda locura no llevara inscripta una tragedia[4]. Y si Don Quijote no fuera un simple loco, como sostienen los románticos, su alejamiento de la realidad sería producto de una conciencia más aguda, lo que también nos conduciría a una forma trágica de la existencia.
Tampoco es cierto que no existan las nociones de responsabilidad y culpa en Don Quijote, como sostiene Auerbach. De hecho toda su aventura puede interpretarse, y los románticos así lo han querido, como una asunción responsable del compromiso con el mundo. En todo caso Don Quijote no se hace responsable de lo que no le corresponde, de lo que no puede evitar: es una responsabilidad, eso sí, romántica: sólo atañe a la buena voluntad. Pero no puede decirse que no sea una noción de responsabilidad, como sostiene Auerbach.
Su responsabilidad necesita de gigantes a quienes combatir. Lo cual puede ser un absurdo pero nunca una indiferencia. Hasta llega a decir Don Quijote:
-Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes...(I,105).
Es decir, Don Quijote puede estar movido por la culpa (“por malos de mis pecados” ) o por la responsabilidad (“por mi buena suerte”): se halla obligado a enfrentarlos. Ese Quijote sería, como sostienen desde Auerbach hasta Bloom, la celebración de la individualidad heroica, la del autor y la del personaje. Ahora bien, ante esta “heroicidad” Ortega y Gasset asume que existen dos posibilidades:
...o nos lanzamos con él hacia el dolor, por parecernos que la vida heroica tiene “sentido” o damos a la realidad el leve empujón que a ésta basta para aniquilar todo heroísmo, como se aniquila un sueño sacudiendo al que lo duerme (Ortega y Gasset 107).
Otra falsa opción que describe, sin embargo, muy finamente las fronteras de la acción cuando, como Sancho diría, “las papas queman”, en los mundos de la apuesta. Nosotros tenemos algo más que decir. Pero no se apure, lector. Despacito por las piedras. No se calce aún su armadura ni despierte a la familia. Tenemos aún mucho por charlar usted y yo. Tal vez no haya que darle el leve empujón a la realidad sino a la aporía misma. Pero no digo más por ahora.
Hay algo que han resaltado los románticos y que merece la atención: la novela se orienta hacia el enigma del yo. Pero el yo, como la naturaleza romántica, es sólo una hipótesis, o mejor y más, un enigma.
Y los románticos han “creado” un yo con el valor, la suerte o la embriaguez, de no distinguir la mentira de la diversidad potencial. Como Alonso Quijano crea a Don Quijote. Después de todo,
Todo lo que centellea en la superficie del mundo, todo lo que en él se considera interesante, es fruto de embriaguez y de ignorancia. Pasada la embriaguez, sólo distinguimos alrededor soledad y desolación (Cioran 127).
La pasión de la embriaguez en su vértigo nos remite a la esencia de la vida, según Cioran:
¿Qué es ella, en última instancia, sino un fenómeno de furor ? (Cioran128).
No hay compatibilidad posible, a pesar de la voluntad de Auerbach, entre idealismo y sensatez: el idealismo, como la religión, es conquistador, combativo, agresivo, sin escrúpulos, carga con todo y no le preocupa ni se detiene ante nada. De allí su peligro. Y la posibilidad de una lectura de la “irresponsabilidad”.
Pero un romántico como Unamuno leerá este ataque como un “embuste sanchopanchesco” a ser desarmado por una “visión quijotesca” (Unamuno 441). Visiones y fe son el motor de la religiosidad del héroe romántico. La fe perdida hace morirse a Don Quijote quien, de antemano, sabía que tenía al mundo en su contra, sabía que era una cuestión de fe, indemostrable, incontrastable:
...que la mayor parte de la gente del mundo está de parecer de que no ha habido en él caballeros andantes; y por parecerme a mí que si el cielo milagrosamente no les da a entender la verdad de que los hubo y de que los hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano (XVIII, 756).
Eso mismo podría decir cualquier romántico con respecto a cualquier desencantador. Y lo diría con indignación, con la vergüenza ante la lectura resentida que no lo inhibe, en última instancia, de ingenuidad y hasta de falsedad. Mientras que nosotros, Nietzsche mediante, deberíamos estar atentos a este doble juego:
...en todos los sitios donde alguien no vea, busque ni quiera ver nunca más que hambre, apetito sexual y vanidad, como si estos fuesen los auténticos y únicos resortes de las acciones humanas; en suma, allí donde se hable “mal” (schlecht) -y no sólo “perversamente” (schlimm)- del hombre, el amante del conocimiento debe escuchar sutil y diligentemente, debe tener sus oídos en todos aquellos lugares en que se hable sin indignación. Pues el hombre indignado, y todo aquel que con sus propios dientes se despedaza y desgarra a si mismo (o, en sustitución de sí mismo, al mundo, o a Dios, o a la sociedad), ese quizá sea superior, según el cálculo de la moral, al sátiro reidor y autosatisfecho, pero en todos los demás sentidos es el caso más habitual, más indiferente, menos instructivo. Y nadie miente tanto como el indignado (Nietzsche 32).
Así es, sin duda, el romanticismo el caso más habitual y menos instructivo. Aunque hoy día probablemente mucho menos que cuando Nietzsche escribió estas líneas. Y de allí la importancia ante este doble juego de una escucha “sutil” o, como llamaremos más tarde, delicada.
Pero, por otra parte, cada época tiene su propia ingenuidad. ¿Y cuánta ingenuidad hay también en la creencia de los desencantadores de su superioridad, en la simplista seguridad con que trata al religioso como un tipo menos valioso por encima del cual él ha crecido?
Las leyendas son, sabemos, parte de la realidad y la modifican sustancialmente. Es más, la leyenda es una realidad en perpetuo movimiento: tiene la dureza de lo mítico, el poder constituyente y movilizador de la ficción que estructura mundos. Entonces: ¿Por qué no romper el encadenamiento más radical, el hecho de que el yo sea el sí-mismo?[5]. De allí tal vez también la necesidad de aventura de Don Quijote, la necesidad de escapar de otra ficción. Para Simmel la aventura era la forma pura de la reversibilidad de lo social, un anillo (Simmel 139-154) . El aventurero, como Don Quijote, como Cervantes, como jugador, cree en el azar de la interacción que es tanto una afirmación vital (romántica) como el colmo de la adaptación al mundo (desencantada). Por lo tanto, dice Simmel, la aventura
reúne en ella todas las pasiones como podría hacerlo un sueño y , sin embargo, está destinada, como el sueño, a ser olvidada (...) Es esa constelación lo que permite comprender la “seguridad del sonámbulo” con la que el aventurero lleva su vida, seguridad que continúa siendo inquebrantable frente al mentís de los hechos y que demuestra hasta que punto esta constelación está profundamente arraigada en el a priori de su vida (Simmel 147).
Como un relato fantástico y movido por influencias borgianas, todo El Quijote podría leerse como un sueño de Cervantes que soñó a Don Alonso Quijano que soñó a Don Quijote que soñó sus aventuras. También podría aventurarse la hipótesis de Don Quijote como un sonámbulo.
[1] También puede aplicarse esta sentencia al argumento de las “intenciones” de Cervantes.
[2] Véase, por ejemplo, la obra de Miguel de Unamuno. Vida de Don Quijote y Sancho. Madrid: Ed. Cátedra, 1988.
[3] Tensión que el mismo de Man, contradictoriamente o en un descuido filosófico, reconoce.
[4] Auerbach sostiene la hipótesis de la huida sin sostener la de la tragedia.
[5] Ver E. Levinas. De l’evasion. Paris: Fata Morgana, 1982.
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