"Wer die Schonheit angeschaut mit Augen Ist dem tode chon anheimgegeben".
Thomas Mann
"De un hombre que cabecea, entonces, ¿qué se puede esperar? Nada como no sea una hilera de fragmentos, espesos, en bruto. Que el mundo resplandezca en ellos, si uno de los modos del mundo es el resplandor".
Juan José Saer, Carta a la vidente.
Ahora
La tantas veces anunciada "muerte de la novela" ha sido inspiración de una clase de ficción en la que las ideas de género se tornan cuestionables, sus límites fluidos, formando parte de una literatura que muta hacia la pérdida, la perversión, la disolución (1). Estas narraciones tienen en el uso crítico un marco de referencia relativamente distinguible, denotando un grupo de obras y presentando los temas y estrategias narrativas que dichos textos comparten. Son, por lo general, novelas que violan las convenciones del género, "anti-novelas", cuyo dominante es ontológico/constructivista (2). A los efectos de focalizar la temática inscribiremos dichas narraciones en una tradición posible: la tradición de la literatura del silencio y del agotamiento. Y particularmente quisiera ahondar en las dispersiones de las narraciones de Juan josé Saer en relación con esta tradición riesgosa y excitante, tal como la vivieron, por ejemplo, Kierkegaard, Nietszche, Kafka, Genet, Beckett.
El silencio y el agotamiento refieren a una tradición vanguardista de la literatura (la también tantas veces anunciada "anti-literatura"), requieren la subversión de las formas, resistencias al control, al telos. El silencio y el agotamiento crean anti-lenguajes, destruyen el mundo, aumentan la fusión y confusión de identidades hasta que nada queda, todo desaparece. Ambos desrealizan el mundo, presuponen la disolución del mundo conocido.
Al silencio no se llega, se acerca. Lo que necesitamos es silencio, pero lo que éste necesita es que se siga hablando.
Las artes del silencio y del agotamiento generan nuevos estilos como items de un fracaso comunicacional en el que la historia de los géneros y formas artísticas se vuelve potencialmente irrelevante. Quisiera explorar ese impulso de auto-desenmascaramiento en las narraciones de Juan José Saer que es parte de la tradición literaria del silencio y el agotamiento.
El agotamiento genera literaturas del silencio, y éstas una estética de la desaparición (Baudrillard) o, en el otro polo, un humanismo de la desaparición (Foucault). Las narraciones de Saer se mueven hacia estos puntos evanescentes. Pero sus silencios no hablan sólo de lo evanescente: también pueden cantar, con dolor, una nueva o mejor, renovada, sensibilidad.
Los silencios ocultan una figura innegable de estas narraciones: la penetrante violencia y el consiguiente miedo, terror, pánico. Los seres violados también dan lugar a la tragedia del los géneros literarios. Dicho pánico puede producir esquizofrenia o paranoia, ambas hermanas y consustanciales a las narraciones de Saer que se ven plagadas de vacilaciones, indeterminaciones, ambigüedades y debilidades. De esa manera encontramos que los argumentos de esas narrativas, en su debilidad, evocan el pánico en aquellos sujetos (con todos) al poder de la norma.
Muchos han comentado esta paranoia en la ficción contemporánea, pero no tantos han notado la naturaleza paradójica de este miedo particularmente presente en ella: el terror de la argumentación totalizante inscripto dentro de narraciones caracterizadas por la hiperargumentación y la autorreferencia intertextual, como es el caso de las narraciones de Saer (el arte de la interpretación inventado por la sospecha tiene que ser potencialmente paranoico).
La paranoia y la esquizofrenia nos conducen a un abismo, al vacío, a la autoreferencialidad. La constelación crucial en este índice de negatividad nos refiere a una conciencia autista, atravesada por el vacío que nos insta a la fuga, a la indiferencia o a la perversión/corrupción (o a las tres cosas ya que en la ficción que otros no se cansan de llamar "postmoderna", cultura inflacionaria, la conjunción "y" habría desplazado a la disyunción "o").
Este abismo implica una alienación de la sociedad, una perversión de los procesos vitales y eróticos, una corrupción que infecta las palabras del análisis. Todas estas salidas constituyen los refugios privilegiados de esta nueva ficción, sea en forma de "novela abismal", "metaficción autodeconstructiva", "novela esquizoide" o "novela paranoica", o en todas al mismo tiempo, creando lo que se ha dado en llamar un supertexto: una zona textual que abrace diferentes tipos de espacios, que anexe los espacios de otro estrato ontológico al espacio del universo ficcional. El mundo de los supertextos constituiría una compleja yuxtaposición de mundos inconmensurables: una zona intertextual, un orden creado para combatir/crear el terror dentro de los confines de las obras, un "contragénero" como repudio, como parte de la tradición de las literaturas del silencio, las estéticas del agotamiento.
Juan José Saer escribe en la época del a hermenéutica de la sospecha de Paul Ricoeur, del esquizoanálisis de Deleuze y Guattari, de las políticas de la deslegitimación del hoy ya no más nombrado Lyotard (tuvo su temporada, el mozo), de las ideologías de la fractura, metafísicas de la ausencia, físicas de las partículas, místicas del trazo. Y se hace cargo de todo. Se pone al hombro esta era dubitativa y ansiosa, con una gran necesidad de incredulidad y con un predominio de las ontologías de la ficción (3). Inversiones, reversiones y excepciones son hallables, pero esta evocación de silencios complejos que es la escritura de Juan José Saer tiene, por lo general, estas tendencias: la prudencia como método, el fragmento como base.
Antes
Las noches profundas de la fuga nos llevan a todos al cine. Y Saer tenía obsesiones panorámicas con ese arquetipo expresivo que se hace presente en sus narraciones junto con lo mejor de la literatura norteamericana. Extraño se hace entonces su uso del tiempo, que corresponde más al cine europeo. La lentitud narrativa, en el límite con el tedio, es siempre inquietante, generando una intriga a la inversa. Saer hurga, detenida, pausadamente, en los basurales, como su Crates. Y así se adquieren pestes que ya estaban, en realidad, presentes en el propio cuerpo, al acecho. vagabundeo silencioso y trabajado el de un escritor que observa la corrupción, el desecamiento (¿a que le gusta Greeneway?), la fatal simplicidad, hasta dejarnos un gran vacío, sombras de recuerdos semidesnudos, sin estrellas que nos guíen entre "los dientes de la jauría".
Hay huellas tan disímiles como las de Borges y Morin. Y tan comunes en su obsesión por la circularidad. La obra de Saer narra su propia historia, describe sus propios mecanismos constructivos, nos muestra las cicatrices de una realidad sólo evaluable dentro del material del que está hecha: ficciones, lenguaje. De allí esa obsesión de psicópata flaubertiano de hacer libros sobre nada, o sobre casi nada. Siempre el mismo gesto. Heredero del ahogo kafkiano, escribe, inventa criaturas narrativas con el sabor y los riesgos del Dr. Frankenstein: crea un mundo propio frente a un mundo en el que el sentido desaparece. Sabe de las transformaciones del mundo y de los relatos del mundo (si se me permite la doble repetición y la inútil escisión). Sabe que el intercambio social son los innumerables relatos y, sin embargo o, como única salida, condensa su prosa.
De predicciones pesimistas, como buen adorniano, nos propone la ficción como una "antropología especulativa" que se inmiscuye en la sinrazón de las conductas humanas, en las trampas de la percepción, en la violencia. Si se pierde el sentido de lo real y de lo social el resultado es un asesinato serial como La pesquisa. Cuando no hay razón hay repetición de una misma vieja escena. No hay móviles que despierten una acción en la conciencia, hay naufragios. Como un escritor, un asesino inventa un mundo -bien lo escuchamos y leímos en las declaraciones de autocrítica de estos días- y escapa a la contingencia de otro, más o menos humano.
Saer sabe de los problemas de la ciencia, de los interrogantes de la época y que, al decir de Martínez Estrada, "todo es espejismo en la llanura". Por eso sus textos se devoran a sí mismos, como la Argentina, país con cada vez menos personajes como Angel Leto que creía "que los problemas tienen solución, las situaciones desenlace, los individuos caracteres y los actos sentido". No sabemos bien qué votamos, no sabemos bien para qué votamos. Lírico del desgaste y del fracaso, Saer nos permite pensar hoy como hemos perdido la ilusión de vivir en una sociedad armónica, nuestra irracionalidad, nuestra locura. Este Erasmo argentino, que no necesita hablar de la Argentina pero que lleva en su escritura las marcas de esa fatalidad, nos trae la tragedia del ser humano, la tragedia del pesimista que cuestiona la validez de la vida en su totalidad en tanto signada está por el absurdo, la imposibilidad y la opresión.
Nuestro escritor narra, en general, en presente, lo cual es una forma de austeridad y silencio. Como en Borges, todos los objetos tienen la misma jerarquía ontológica y son percibidos en su presencia inmediata, en presente, con la precisión de un cartógrafo minucioso de recovecos. Y cada nuevo dibujo aumenta la incertidumbre. Como los dibujantes, como los preciosistas, Saer tiene manías higiénicas. Y más que "le mot juste" podríamos decir, atentos a su musicalidad, busca la nota justa. Como Felisberto Hernández. Y si Saer nos remite a Felisberto es porque para él sólo existe la tradición de vanguardia y nunca le interesó demasiado el "boom". Sabe que Joyce, Kafka y Proust existieron. En Cicatrices, aplica todos los temas del ensayo de Benjamin sobre Baudelaire. Y ahí están sus narraciones: novelas que añoran la fragmentariedad de un ensayo.
Hombre de estados intermedios, Saer ha declarado hacer de eso su narración. Y cualquier lugar es válido para hablar de ello. Puede irse y volver: otra vez la circularidad que es una forma de indeterminación, de exilio identitario. Y en todo caso se puede hablar de una concepción de lo real "a lo Saer", de su antropología. Al declararse antropólogo intenta describir una realidad humana aunque el carácter de ésta sea la ilusión. Dicha ilusión liquida las injusticias, impide los asesinatos, aumenta las posibilidades de compatibilidad en las diferencias. Si las soluciones son imposibles lógicos y la justicia puede ser un error irremediable, estamos rente al mundo de las pesadillas, donde no se sabe qué es prosa y qué es poesía y, arrancando recuerdos de la nada, Saer intenta construir con ellas una "zona", un supertexto, después de Borges, fuera de la patria, sin demasiadas concesiones, sin claridad, con la riqueza que deriva de sus relaciones con la lengua y con el mundo, víctima de la "propia realidad" y de los malentendidos, con fantasmas que acosan, mostrándonos el realismo de una realidad demasiado cercana para verla con narraciones a punto de resquebrajarse, peligrosas, que pueden no ser nada. El riesgo de mostrar esa realidad está precisamente en no mostrar nada. Ya que es la realidad del silencio y del agotamiento: ¿cómo realizar estéticamente una narración tan improbable? Así todos parecen preparativos como prólogos macedonianos.
Ocasión
Bianco podía llamarse de otra manear, pero se trata de simplificar cuando eso es posible. Indeterminaciones, alusiones, tentaciones que terminan mal, personajes que hablan todos los idiomas pueblan el paisaje de La ocasión, narración en la que "la vida parece irrazonable y vacía (...) la condición de los hombres y las cosas se fragiliza y todo tiende, ligeramente febril y exhausto, a la aniquilación". El personaje no conoce su idioma materno, adquiere imperturbabilidad y cava en la llanura sus propias galerías, como un topo. Su aventura no es una gesta sino un cálculo. Vacilantes, voluntades en disolución, "dan la impresión, no de esperar nada, sino de no desear esperar algo". Si la llanura es el lugar del pensamiento, "él, que contemplaba todas las situaciones desde una especie de altura desinteresada y gélida, únicamente presentía el peligro y el terror de una manera confusa, que, en lugar de elevarlo hasta su conciencia, lo hacía volverse rígido, lo ponía en una actitud de vigilancia extrema, permanente, igual que alguien que, caminando en la oscuridad, sabe que puede recibir un golpe pero no puede anticipar desde que punto de la negrura le llegará". Paranoia, distancia, perplejidad gélida del desertor, del animal que se abandona a lo indiferenciado, al "coágulo central de sombra que lo constituye", entrando en el círculo mágico, en la espiral sin nombre ni finalidad que "nos tritura y nos muele hasta confundirnos con el polvo helado de las estrellas".
Saer escribe para los desorientados, los indecisos, "los que miran perplejos transcurrir sin razón aparente los días y las noches, los que arrastran consigo un peso grande desde el pasado, los que piensan que cada minuto es el último y que no estaban preparados para enfrentarse a tanta realidad, los que andan como perdidos en la costra indiferente de las mañanas, los que se mueren de tristeza, los que se saben fugitivos, frágiles, irreales, misteriosos". Para ellos, de ellos.
Después
Estamos en una sociedad que ha explotado. Y éstas son también literaturas de esa sociedad incierta. La ficción florece en la incertidumbre -especialmente la ficción de la incertidumbre- plagada de descripciones minuciosas, comas y reiteraciones generadoras de ahogos y fatigas en el presuroso lector.
Si le restamos las ambiciones totalizadoras, Balzac es un buen antecedente. Ambos son ultrarrealistas, re-ontologizadores del mundo. No hay principios, sólo acontecimientos. No hay leyes, sólo circunstancias. Ambos decidieron dejar de fisgonear como niños, burlar la muerte de la estrechez del respeto maquinal-ministerial. Como personajes de sus literaturas podemos perder la vida, es cierto. De allí que a veces hay que huir a las cavernas para tomar aire, para no ahogarse, no agotarse, no silenciarse. Saer y Balzac son los escritores tipo de toda una sociedad degenerada: narradores de infiernos. Ser terrorífico o asqueroso, esa parece ser la opción para los discípulos decepcionados de Rousseau.
En la soledad, las almas que no se han dejado arrastrar por las doctrinas sociales viven cerca de algún manantial de agua clara y fugitiva: refugio. El padre, Goriot, ha muerto. O tal vez simule, como buen comediante.
Nadando en estos infiernos, Saer no puede dejar de indignarse y retar a la literatura. Si esa totalidad es diversa, infinita y cambiante -contrariamente a la balzaciana-, Saer escribe narraciones que se hacen cargo de la complejidad de su representación. Qué contar y cómo contar son preguntas que el autor y sus personajes se hacen todo el tiempo, son interrogantes esenciales de las estructuras de sus narraciones.
Siempre
"No hay, al principio, nada. Nada". Sólo las manchas negras que ya son, prácticamente, nada. De pronto, "toda la sala se puso a temblar y me di cuenta de que estaba en un barco, en plena noche y en plena tormenta. Creo que he estado también en una carnicería". Sus personajes suelen dar vueltas en círculo, sin principio ni fin, sin una meta precisa. Todo es vaguedad y cautela y ya no llega ninguna voz: "los pocos ruidos, los gritos apagados, se demoran en el anochecer lento y sin viento, atenuados por un silencio que es más fuerte que todas las voces y que todos los ruidos". Algo siempre aparece, la descom-posición aparece, flota un ambiente de desconfianza general. Como el bañero que siente "menos terror que extrañeza -y sobre todo repulsión, de modo que trataba de mantenerse lo más rígido posible, para evitar todo contacto con esa sustancia última sin significado en la que el mundo se había convertido". Los médicos atribuirán su estado a "una fatiga desmesurada (...) pero el bañero, que se limitaba a hablar muy poco y a valerse más bien de ademanes y gestos para comunicarse con los demás, sabía muy bien en su fuero interno que no estaba exhausto ni nada, sino que lo que había visto era difícil de explicar y que por eso prefería quedarse callado y como adormecido". El autor también conoce lo difícil que es expresar lo que ve, las intensidades ontológicas, la impenetrabilidad última de lo real. Solamente deteniendo el tiempo, un poco... Mientras se puede detenerlo un poco hay comedia. Sino, hay tragedia. Pero la progresión temporal es imaginaria. El tiempo, la realidad, son superficiales en Saer. De allí que juegue con ellos. Por eso no hay más que comedia en nuestra condición ontológica y tragedia en nuestra humana imaginación.
Terminar y volver a empezar. Esto es, pensar la muerte como condición del nacimiento. Del nacimiento de una narración que "no oye nada, porque cincuenta años de oír en el amanecer la voz de los gallos, de los perros y de los pájaros, la voz de los caballos, no le permiten en el presente escuchar otra cosa que no sea el silencio". Saer sabe, como Wenceslao, que el árbol le sobrepasa mucho en altura y que vivirá más que él. Y el agua más que el árbol. Tal vez sea lo poco que sabe. El resto es un negro viaje hacia la penumbra, "sin nada más que el ir y venir, errabundo".
Cuando ya no se vislumbra dónde quedan las fronteras, qué es permanencia y qué es cambio, cuando se llega a ese hartazgo, empieza "el tiempo de las historias que se mezclan, la historia de los acostumbrados al error, con la valija preparada al lado de la cama, el pasaje en avión, el desgaste". Cada vez más borrosos los seres humanos, Saer construye una mirada para enfrentar la terrible oscuridad, la nada, lo incierto, las espirales, la propia y extranjera mirada.
Joyce y Kafka son imágenes fáciles para evocar a Saer. Sus obras también giran en movimientos lentos, regulares, infatigables, expresando el "en tanto que": lo que ocurre entre la potencia y el acto. Si cada objeto tiene derecho a la existencia, el escritor no tiene sino el estilo del objeto, no importa cual sea, ni quien sea: su destino y tiempo son cualquiera. Aún no nos habituamos a considerar al hombre con tan poca pasión, con la dignidad del que planta su cámara ante su destino.
Vaciló con el cine. Podría haber sido. Era lo mismo. Todo es exactamente igual, todo se multiplica al infinito, también los hombres-gorila brotados de la nada, si es que hay algo. Igualmente, Saer abre y cierra un ojo para dignificar los silencios, los gestos, las miradas, la futilidad de las palabras, "el galope del mundo". Sus escritos destilan rechazos más que inquietudes, programas de aniquilación que son la consecuencia lógica de un mundo de fantasmas que ignoran su imposible hondura. En Borges importaban los argumentos, las tramas. En las novelas, los personajes. En Saer nada importa demasiado. Todo podría no haber estado en su lugar, haber sido diferente, no haber existido. Insisto: es fácil pensar que Saer debe haber estado muy cerca de no haber escrito nada, nunca. Por las mismas razones que llevan a Morvan a dejar de hablar.
Recordando el ensayo "Sobre el teatro de las marionetas" de Von Kleist, podríamos decir que estamos frente a un escritor marionetizado, es decir, vuelto leve por la exhaustividad, vacío de tanta conmoción, indiferente en el propio brillo. Es lo que von Kleist llama la "ventaja negativa" de la marioneta. Por eso sus personajes son lo que deberían ser, están abandonados a su ser, sus silencios son angustiosos y sospechosos: son cuerpos leves, antigravitacionales, que han dejado de crear sentido. Volverse marioneta es tornarse leve, un alma inmutable, un ser perfecto, un dios. Volverse marioneta es trascender el propio cuerpo ya que éste se convertiría en belleza. Como en Keats, verdad y belleza serían la misma cosa.
¿Es posible, soportable, esta "levedad del ser"? La gracia es inhumana en Saer. Es la cristalización, la figura, la imagen. La gracia es anterior al ser humano, es orgánica. El ser humano le ha dado la espalda y la busca fuera de sí. La gracia está en la madera, en la sangre. Su poder se realiza en el cuerpo de la marioneta y ésta es nuestra imagen, utópica y perdida, la conciencia infinita de lo que fuimos y podríamos ser: una unidad. La gracia reaparece cuando el conocimiento ha pasado a través del infinito, en la marioneta, en el dios.
La ignorancia de la marioneta de Saer es un exceso de saber por la gracia. La gracia es el saber en exceso, la inocencia (por eso manipulamos a los niños, porque son marionetas condenadas a la humanidad), por eso "parece que son de goma", según reza un catalán.
Navegando en narraciones de incertidumbre, Saer tomó la dirección del agua y anda por el cauce vacío, cavó un hoyo susurrándonos nuestra propia sepultura. Sólo el agua corriendo y, cuando no hay más agua, el desierto. Los personajes están entre el agua y el sol, llamándonos a elegir entre ellos o el silencio -sueño de los días. Ellos se disuelven contemplando cadáveres ensangrentados de muertes venecianas. Saer comparte con Mann una ética de la ambigüedad que comprende, con baudeleriana mezcla de horror y fascinación, que el presupuesto de su propia existencia implica un conflicto mortal. También en "Muerte en Venecia" Aschenbach niega el conocimiento, se hunde, no anticipa, no enjuicia. Su grandeza, casi perversa, se funda en la distancia asentada en el vacío. Estamos en el reino de los ambiguos, frente a dos purificadores platónicos: filosofías que parten de la sensibilidad hacia la forma pura, del escalofrío ante los ángeles. No les importa renunciar al conocimiento, han aceptado la inefable sencillez de esa "simpatía con el abismo". Platón sabía que la poesía era peligrosa. Por eso renunciaba a ella. Porque le amaba y le temía.
Podía uno imaginarse el último "policial" de Saer. En esas muertes Saer se vuelve transparente. nada más transparente que un cadáver. Nada menos irreal para la imaginación.
Comencé diciendo que nos hallamos frente a textos de constitución de sujetos paranoicos o esquizofrénicos, intuición que se dejaba sospechar por la presencia relevante de vacilaciones, sospechas, indetermi-naciones, ambigüedades en los mismos, conduciéndonos a un abismo que propone sujetos atravesados por el vacío que los insta a la fuga, a la indiferencia o a la perversión. Termino diciendo que son relatos de cómo contar, de cómo cortar, de la imposibilidad de apresar sus personajes: transeúntes de Baudelaire, distraídos, desconectados, saturados.
Las narraciones de Saer son virósicas, se contagian entre sí e intentan mostrarnos los procesos en los que estamos envueltos. Esta agresión concientizadora al lector (nuevamente tú, Baudelaire), estos textos, son los que me parecen más necesarios hoy (al vez, siempre, o nunca), políticamente, es decir, éticamente, decir, estéticamente hablando. Son textos que, en sus fugas, paradójicamente, revelan un terrible compromiso ético con la dignidad del ser (aunque no de lo humano). Sus sujetos buscan aire, oxígeno, a punto de ahogarse en el agua. Pero, esquizofrénicos, saben que nada pueden apresar, ni el aire, que todo se les escapa, ambiguo. La verdad totalitaria siempre ha excluido la duda. Exteriorizar estas dudas, estas "diferencias", es un acto contrarevolucionario, apátrida.
Jamás
Las narraciones de Saer están entre las más realistas porque en ellas, como diría Barthes, el referente no tiene realidad. Se trata, como dije, de una estética de la desaparición: J. J. recupera en sus narraciones ese arte. Los procesos policiales, las tramas, son tan sólo un maquillaje de supervivencia. Porque Saer aún no lo ha borrado todo. Todavía habla. Si en su mutación se volviera pura marioneta, ese sería el último capítulo de su historia, es decir, el primero.
Cicatrices, La ocasión y La pesquisa son las narraciones que más he disfrutado de este autor. El resto es de imprescindible lectura para quien desee conocer al que tal vez sea el gran escritor argentino de nuestros días. Las citas entrecomilladas no atribuidas en el texto pertenecen a diferentes narraciones de Saer. Como él escribiría: ¿qué más da a cuáles de ellas? En cuanto a las referencias (1), (2) y (3), son tan prescindibles como este escrito...