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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

sábado, 16 de octubre de 2004

Ritmo musical y ritmo del pensar

La cátedra es un lugar perverso y una discordancia, de allí el rechazo que a veces genera. Pero es también una experiencia de pasión y resistencia. Una cátedra habla de lo ausente que habita una extraña región incompleta e inconsistente. Es una manera de traicionarnos, obligándonos a introducir otras identidades. Es que la cátedra añora lo que está por fuera de ella forzando al docente a socavar sus afirmaciones para permanecer fiel a su vocación. Por eso el docente tiende a irse y detestar la cátedra, el cautiverio que se presenta como pretensión de libertad de quienes confunden el pensar con una parada de malevaje. Si aprender supone leer la diferencia entre vida y lenguaje, enseñar es casi imposible sin tormentosas nubes interponiéndose en el camino. Mis cátedras, en ese sentido, pretenden ser una ansiedad de lecturas compartidas entre náufragos menos seguros, más sensibles ante lo ilegible. El conocimiento necesita tensión, ironía, apertura al lodo de la historia y la cultura. El profesor sabe que no hay descanso en esa paciente tarea donde una nota fuerte encuentra alivio en una débil y donde la intensidad musical puede inhibir el habla. Leer entonces es también poder pensar como la música nos hace y beber de los temores y temblores de las notas buscando una continuación de esas notas con las palabras. Para ello es que les pedimos bises a los músicos y ellos me piden, como profesor, que repita lo que dije. Así buscamos qué decir, qué tocar, como romper el tedio del discurso contínuo de la cátedra. La música, por su parte, amenaza con la continuidad del ritmo, de allí la importancia de una reflexión junto a ella. Pero la música es también conocimiento, una resistencia al habla, un lenguaje de lo intraducible. De allí que a veces no puedan leerse ciertos textos o tocarse ciertas partituras. El conocimiento de esas imposibilidades es el punto de partida y la oportunidad que ellos y yo tenemos en la cátedra para construir juntos canciones y saberes sobre los abismos de nuestro país.

lunes, 4 de octubre de 2004

La batalla entre el tiempo y el espacio

El devenir de la militancia política en la Argentina está marcado por una batalla entre el espacio y el tiempo, está atado al devenir de nuestra democracia, está marcado por los tiempos de la Argentina y del mundo.

Para militar hace falta una creencia: en la revolución, en la democracia, en la humanidad, en la ética, en la libertad, en la justicia, o en otras palabras de ese estilo, es decir, hace falta creer en la palabra. Más tarde la fuerza, el coraje y el emprendimiento de los militantes suelen declinar y crece el deseo de una vida fácil y tranquila.

Por eso militar es creer que el espacio puede vencer al tiempo. El símbolo máximo de esa virtual victoria del espacio sobre el tiempo es el guerrero: guerrero que se convierte en asceta, guerrero desterrado, guerrero de convento, guerrero del terror.

Cuando el valor por el que se guerrea se hace dogma o polvo, el militante se queda atrás o va más allá olvidando los derechos y aceptando la desaparición, la trepidación.

En el caso de la democracia, queda enfermo de democracia, del fuego de la democracia, de la muerte y el amor democráticos, ante la ley. Y ante eso, el arte de la supervivencia y la desesperanza como aliado alado de la muerte, que ahoga. De allí el odio a las palabras inútiles. O, entonces, las palabras del odio, evocando lo imposible frente a la técnica y la lógica democráticas. Y  la desesperanza genera una salida leve o excesiva, destructora, apasionada, fanática.

La historia nos enseña a esperar, de vez en cuando, lo inesperado. Podemos prever anomalías y sorpresas. Pero para que todos los horrores contradictorios que vivimos puedan juntarse en una sola doctrina ésta tendría que ser extrañísima y excepcional. Chesterton creía que esta doctrina era el cristianismo. ¿No la tendremos los argentinos en el peronismo? ¿Cuántas veces los antiperonistas acusaron (no sin alguna razón desde sus lugares de observación) al peronismo de ser una religión? El argentinismo es un cristianismo de inmigrantes que en este siglo conjugó políticamente el peronismo, con sus horrores, con su extrañeza, con su excepcionalidad, con su arte. No casualmente buscamos siempre la espada y la cruz. Occidente la busca. Por eso Bush no se cansa de decir que su cruzada no es contra el Islam. Porque lo es, aunque él no lo sepa o no quiera que sea así su militancia del petróleo.

El islamismo, por su parte, fue desde sus comienzos una religión de guerreros conquistadores del mundo, una orden caballeresca de cruzados disciplinados que sólo carecían del ascetismo sexual de sus contrapartes cristianas. Para Hegel el Islam había quedado atrás, en la comodidad y pereza orientales que Sarmiento ligaba a nuestra barbarie y que llega hasta la militancia en hoyos de golf que, en el mundo del militante, pueden convertirse en cavernas, de Platón a Bin Laden, lugar donde la tensión perdura. “La luz penetra en la caverna, reaccionando contra las brumas” (Juan I, 5).

Un presidente nuestro pudo haber sido un punto de encuentro entre las dos tradiciones pero el tiempo venció una vez más al espacio. El tiempo, que nos sobrevuela con sus aviones, y lo que percibimos debajo, en el espacio, son potencias esenciales. Camus decía: “El murmullo de los árabes continuaba por debajo de nosotros”. Y yo agregaría: como el ronroneo de un animal. La barbarie y la tragedia. Al-mutámid teniendo que pedir ayuda a otros bárbaros para protegerse de los bárbaros cristianos. Guerra y política. ¿Qué es la militancia política, en estas condiciones? Un pensamiento del desastre, donde el desastre es el mismo pensamiento diría Blanchot.

Y entonces, para calmar nuestro desasosiego, las religiones nos alcanzan un vaso de agua. Las de tradición semítica ven al mundo como campo de batalla entre el bien y el mal. El Islam, sabemos bien, está muy ligado históricamente al judaísmo y a la cristiandad: muchos elementos se comparten. Ese vaso de agua permite soportar el abismo de la experiencia del hombre enajenado de su animalidad que “está en el mundo como el agua dentro del agua” (Bataille), sin nunca recuperar su pertenencia a ese mundo.

La caída decae, produce cinismo, pesimismo, frivolidad, cuerpos que se consumen. Pero siempre podemos recordar la noción de la naturaleza cíclica de la historia de John Glubb, altamente influenciada por el pensamiento de Ibn Khaldun cuyas obras filosóficas tenía Saddam en su última choza y tal vez leía pensando en su lugar en la curva del ciclo del imperio o, como diría Vinicius de Moraes, de la ola. El libro de James Dale Davidson y William Rees-Mogg, The Great Reckoning, considera la posibilidad de un ciclo de siglos, señalando que cada quinientos años parece tener lugar un evento que cambia el curso de la historia: la invención de la pólvora, la caída de Roma, el nacimiento de Cristo. Y los puntos críticos de viraje estarían frecuentemente marcados por impresionantes avances en la tecnología. Hoy viviríamos en uno de esos puntos críticos terminando el ciclo iniciado con Colón. 

Sin saber todo esto, yo a los 18 años acababa de dejar la carrera de turismo para entrar en sociología pensando en cambiar la Argentina. Había ido a escuchar a un político, el primero de mi vida, a un cine de Morón. Me convenció y decidí militar en el barrio en vez de viajar. Militar era asistir a unas charlas y a los actos, cantar cantitos, ir a hacer pintadas, repartir folletos, y tratar de convencer a la gente para que se afilie al partido. Yo leía todo lo que se habia escrito sobre el partido y sobre la historia argentina. Quería discutir y, eventualmente, convencer. Ganó Alfonsín y no hice más nada, pero acompañé apoyando al gobierno hasta las felices pascuas.

Después la casa y la militancia se derrumban. Comencé a percibir esos días que ya estaba agrietada mucho antes y yo no lo había visto, cuando me contaban que algunos entre los que hacían el periódico de los estudiantes en un colegio secundario se quedaban con parte de la guita recaudada para el mismo, cuando un militante en la universidad se robaba la guita de las fotocopias del centro de estudiantes.

Yo queria estudiar y no militaba en la universidad sino en el barrio. La universidad era para mí un lugar para estudiar. La militancia estaba en el barrio, con todo tipo de personas, en la calle. Nunca creí y sigo sin creer en la militancia estudiantil, ese oxímoron de café. Hoy la universidad no es siquiera en muchos casos un lugar para estudiar, el tiempo también ha vencido al espacio allí.

Luego empecé a ver militancia rentada en la universidad. Y, como diría el Lole, vi algo que no me gustó. ¿Estaría legitimada la corrupción en las mismas voces críticas de la universidad? Milita y te llevarás guita. O en el barrio: Ven al acto y te doy de comer pasto. De ahí a las coimas en el senado hay un pasito. Pero hay sólo otro pasito a las coimas a la policía. Pensamiento coimero. No se puede sobrevivir de otra manera, dicen en el barrio.

La coima implica cierta confidencia, amistad incluso. Esto ayuda a entender el resultado de algunas elecciones y la elección de la coima misma como método. Cuando se dice “afana pero hace” eso es lo que está por detrás, como con la mafia. Afana pero me sonríe. La ley, en cambio, tiende a ser fría e impersonal.

 Mi pregunta es la siguiente: ¿Es posible una democracia cálida y amistosa sin corrupción? ¿Está en nuestra corrupción nuestra posibilidad de salvación y nuestra condena, en nuestra humanidad? ¿Hay pueblos que no tienen tan desarrollada esa posibilidad, condenados a la frialdad de sus leyes, a la predeterminación de sus actos, al miedo que les impide pensarse a sí mismos, a su éxito comercial-institucional? ¿Cuál es la dosis de miedo necesaria para no volvernos locos pero que no nos haga coimear? ¿Cuál es la dosis necesaria de ley, de libertad, de institución, de pensamiento, de justicia?

El devenir de la militancia política no es muy diferente al de la vida de los pueblos. Como dijo Kirchner, donde se toca sale pus. Hay corrupción en la calle. Hay corrupción en la universidad. Hay corrupción en los medios que denuncian la corrupción. Hay una legitimación cultural de la corrupción política, por detrás y más fuerte que la indignación, que he visto en todos lados. La política no es una esfera autónoma de lo social. Y la corrupción es la resistencia innoble de lo humano, demasiado humano, frente a la burocracia de la norma, la rigidez de una moral, la imposición de un Dios de Saddam o de Bush, la tentación del mal.

La corrupción es una forma de rebeldía, es un cagarse en todo antes de que se caguen en mí o porque ya se han cagado en mí. Es una acción desesperada, es decir, del que no puede ya esperar. Se nos ha enseñado a no esperar, a pensar que no hay tiempo cuando, en realidad, es casi lo único que hay. Nos hace falta un espíritu especial, recuperar una creencia (con el costo correspondiente en términos de la inocencia que toda creencia implica, pero eso es lo que nos vuelve precisamente “inocentes”, es decir, “no culpables”) para evitar la corrupción. Si no la recuperamos, es decir, sin saberlo pero sufriéndola, la corrupción continuará en estos niveles. Y si la recuperamos sufriremos mucho, pero el tiempo se detendrá y con él la corrupción misma (que es el tiempo). Necesitamos creer, al menos en la honestidad. Necesitamos esperar. Necesitamos utilizar lo que se nos impone (la espera) para nuestra propio anhelo. Como un jugador de tenis utilizando la fuerza del golpe de su adversario.

¿Dónde hay un militante? Hoy los veo en algunos piqueteros, en unos pocos políticos, en algunos maestros,  y en otros que gritan en la calle pidiendo la conversión. Hay uno de este último tipo todos los viernes en la esquina de mi casa. Grita desaforadamente. Y yo lo entiendo, está sacado, loco total. El riesgo es la locura. Pero la locura sin esa militancia puede llegar igual, fruto de la hipocresía a soportar, incluida la propia.

Muchos que escriben sobre la militancia hablan de los años 70. No voy a hablar de los 70, tiempos en que era un niño. Los chinos dicen que la patria es la niñez. A esa niñez, como el tiempo ya venció a ese espacio, no se regresa. Tal vez a la patria tampoco. De allí algunos nostalgiosos entre los que no me cuento. Si a algo hay que volver, es al futuro.