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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

viernes, 3 de diciembre de 2021

Sociedad desaparecida

 "...el estímulo falta, el ejemplo desaparece, la necesidad de manifestarse con dignidad, que se siente en las ciudades, no se hace sentir allí, en el aislamiento y la soledad. Las privaciones indispensables justifican la pereza natural, y la frugalidad en los goces trae, en seguida, todas las exterioridades de la barbarie. La sociedad ha desaparecido completamente; queda sólo la familia feudal, aislada, reconcentrada; y, no habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace imposible: la municipalidad no existe, la policía no puede ejercerse y la justicia civil no tiene medios de alcanzar a los delincuentes." (Sarmiento, Facundo)

domingo, 17 de octubre de 2021

lunes, 27 de septiembre de 2021

Los comienzos

El día en que yo nací, en el Hospital Italiano, jugaba Pelé en Buenos Aires con el Santos frente a Independiente, en Avellaneda. Mi padre, fana del rojo, tenía entrada y la terminó regalando para quedarse conmigo. Entre Pelé y yo me eligió a mí. En ese sentido no empecé mal. Pero nací con lo que se llamaba “cabeza egipcia”, como resultado de que me sacaron con forceps ya que no quería salir. En la familia de mi padre se habían casado entre primos y mi abuela paterna, muy religiosa y muy supersticiosa, apenas me vio dijo “Yo sabía que Dios nos iba a castigar”, “¡Castigo de Dios!”. Así llegué a este mundo. Mi mamá había hecho el curso de lo que se llamaba entonces "el parto sin temor", y los ejercicios para el mismo los había hecho durante meses con una gran bailarina del Teatro Colón, María Fux. Pero se ve que yo todavía no me animaba a salir a bailar en este mundo. Yo venía torcido, no había forma de hacerme entrar en el canal de parto sin forzarme con unas pinzas en la cabeza.

De bebé lloraba incansablemente y no me gustaba dormir. Para conseguirlo, a veces mi madre caminaba seis cuadras hasta la parada del colectivo 96 que luego tomaba hasta la estación de Ramos Mejía, ida y vuelta, para dormirme. Solo el viaje me acunaba con éxito. Los colectiveros, que ya la conocían, no le cobraban porque sabían que lo hacía para dormirme. Mi padre le decía a mi madre que el problema era que ella me cantaba tontas canciones de cuna. Entonces él me acunaba con tangos. Escuché los primeros tangos, de bebé, en los brazos de mi padre y en su voz.

Mi relación con los libros comenzó cuando empecé a gatear. Lo hacía indefectiblemente hacia la biblioteca de mis abuelos y los tiraba al suelo con la torpeza propia de un bebé aún sin la motricidad fina muy desarrolada. Los abría y jugueteaba con ellos. A los 4 años ya leía, me había enseñado mi bisabuela italiana con quien pasaba mucho tiempo ya que mis padres trabajaban ambos todo el día. Mi viejo comerciante, buscavidas, vendía máquinas de escribir Olivetti por entonces, y mi madre era maestra de escuela en doble turno, para juntar lo necesario para vivir decentemente y criarme. Fue a esa edad que un día mi madre tenía que ir a la peluquería y me llevó con ella. Yo hojeaba las revistas “Siete Días”, “Gente”, “TV Guía”, “Vosotras” y alguna otra que estaban en una mesita para las mujeres que esperaban su turno. Fue entonces que una mujer maestra que estaba allí se sorprendió cuando me oyó leer en voz alta mientras peinaban a mi madre: “Atahualpa Yupanqui: música folklórica”, nombre que estaba escrito en una de las revistas. “¿Pero este chico ya lee? ¡No puede ser"”, se sorprendió azorada. “Sí”, le dijo mi madre, pero ella también se sorprendió puesto que tampoco sabía que yo sabía leer tan bien cosas tan difíciles como ese nombre.

Debido a mi precocidad, mi madre consiguió que entrara a primer grado a los 5 años, siendo desde entonces un año menor que todos mis compañeros de grado en primaria y de división en secundaria. Un día fue a verme y la maestra de primero nos estaba haciendo leer. Cuando me tocó a mí yo leía: “Mmmmiiiii mmmaaaamma mme mmmimmma”. Entonces al salir del aula me preguntó: ¿Por qué lees así si vos sabés leer bien, de corrido? Le contesté: “Porque en la escuela se lee así. Todos los chicos leen así”.


Mi primaria transcurrió entre dos escuelas distintas. Si bien era un excelente alumno con las mejores notas, tenía muchos problemas con mis compañeros. Sufría lo que ahora llaman “bullying”. Entonces hice primer grado en una escuela, segundo y tercero en otra, cuatro y quinto de nuevo en la primer escuela, y sexto y séptimo grado nuevamente en la segunda escuela. 


En mi niñez tuve dos amores: Claudia, la vecinita de enfrente, y Susana, mi compañera de primaria en una de esas dos escuelas. A ninguna llegué siquiera a darle la mano. No, no es cierto. A Susana sí porque bailamos el pericón juntos en séptimo grado, a los 11 años. Pero nunca conseguí que “gustara de mí”. Ya había fracasado en el intento el año anterior (a los 10 años) cuando le declaré mi amor en uno de los hoteles del Estado de Embalse Río Tercero, donde habíamos ido con las maestras. Fue en esta escuela que gracias a mi madre también aprendí de niño a bailar muchas danzas folclóricas: el pericón, el gato, la chacarera, el cuando, el escondido...Esta escuela, una de las dos a las que asistí, era una escuela muy humilde. Toda mi educación en la Argentina, desde la primaria hasta la universidad, fue en instituciones estatales. Esta escuela era la número 101 “Expedicionarios al Desierto”, situada en Ingeniero Brian, partido de La Matanza, donde viví hasta que me fui por primera vez de la Argentina en 1990, o sea, hasta los 25 años. Mis padres eran una de las pocas familias de clase media entre una mayoría de chicos de familias de clase baja. Ellos tenían un Citroen 3CV, ya eso era una diferencia. Y por eso desde chico supe que era no tener y la importancia de compartir con el que no tiene, desde la goma, el sacapuntas o el sofisticado compás. Además de todas las actividades, ferias, peñas, que se hacían para juntar plata para poder llevar a los chicos de viaje. En séptimo grado fuimos a Villa Gesell de viaje de egresados y para muchos chicos era la primera vez que veían el mar. Mi madre, una heroína de este país, se deslomaba trabajando para la escuela, para esa y tantas otras en distintos lugares de La Matanza (Laferrere, Gonzalez Catán, Ciudad Evita). No había feriados ni nada si de la escuela se trataba. No se daba clase con el estatuto docente bajo el brazo, como ahora. Si el 9 de Julio caía domingo se iba a la escuela el domingo a hacer el acto, y se pasaban el sábado preparándolo. Mi madre vivía para la escuela. Y los vecinos la pintaban o arreglaban lo que hubiera que arreglar cuando hiciera falta. Los chicos eran muchos hijos de albañiles, plomeros, electricistas, pintores, mecánicos...Pero dejo de hablar de mi madre y de la escuela porque eso merece otro texto aparte. Hoy siente, como Bolívar, que ha arado en el mar.

En ese mismo período, entre los 6 y los 11 años, fui durante 6 años a un conservatorio musical de una tía lejana a estudiar guitarra. Me tomaba dos colectivos y me iba solito con mi guitarra hasta el conservatorio que quedaba en Villa Luro. Las dos primeras canciones que aprendí a tocar fueron dos tangos: “Adiós muchachos” y “Sus ojos se cerraron”, ideales para un niño.

Desde los 6 años que viajo solo en colectivo. Y no recuerdo ahora si fue a los 10 o a los 11 años que hice mi primer viaje solo de larga distancia, a Córdoba, en un micro que salió de la terminal de Liniers. Mis padres me pusieron en el micro en Liniers y mis abuelos me esperaron en la terminal en Córdoba (si mal no recuerdo, en Mina Clavero específicamente). Ya por entonces había desarrollado una fuerte pasión por la lectura que había comenzado con las lecturas de Patoruzú e Isidoro Cañones, que acumulaba de a docenas y luego cambiaba en lugares de canje de revistas sobre todo en Mar del Plata. Lo que más me gustaba de las vacaciones era que podía cambiar mis revistas por otras en ese local de la Avenida Luro. A la vez en esos años había empezado a leer libros de la biblioteca de mis padres, especialmemente la colección de “El tesoro de la juventud” y mis primeras novelas: “La isla del tesoro” de Stevenson y “Moby Dick” de Melville, en versión adaptada para niños. En la escuela, mientras tanto, me había entusiasmado desde los 8 y 9 años con los libros del enorme José Murillo: “Mi amigo el pespir”, “Cinco patas” y Víbora verde”. Hace unos años volví a comprármelos todos en la Feria del Libro. Pero debo confesar que a los 10 años pocos textos me habían entusiasmado tanto como una colección detectivesca para niños cuyo primer título y libro favorito mío a esa edad fue “El misterio del reloj chillón”. 

Pero esos años de escuela eran duros para mí, yo era muy tímido y reservado, prefería jugar solo y estar solo. De hecho, jugaba solo en casa a las carreras de cochecitos en los que, cual Fernando Pessoa, me multiplicaba en distintos niños imaginarios que jugaban conmigo. Me costaba la sociabilidad con los otros y, con frecuencia, terminaba mal: a las piñas. Mi primer pelea fue con otro chico del barrio con el que jugábamos a las figuritas, Claudio, el día que lo ví matando pajaritos con una hondera. No podía soportar ninguna injusticia, un gol hecho con la mano, una burla hecha a una compañera, etc. Entonces me agarraba a las trompadas y terminaba en casa vomitando bilis por los nervios que me hacía. Siempre tenían que llamar a la enfermera porque solo podían pararme esos vomitos verdes nerviosos con una doble inyección de Buscapina y Reliveran. Así pasé buena parte de mi adolescencia incluso, en lo que a vida social se refiere. Eso hizo que ya desde chico eligiera el tenis como deporte y me destacara más allí, ya que los otros tenían que estar del otro lado de la red y era yo solo o, a lo sumo, solo uno más en un dobles. Dos veces me rompieron la nariz jugando al fútbol. Y yo pensé que una vez había matado a alguien de una trompada ya que quedó desmayado en el piso y no se levantaba. 

Así sería mi vida adolescente, a la que entré junto con mi ingreso al colegio secundario, el Nacional Normal Superior Manuel Dorrego de Morón, al que accedí dando un examen de ingreso en dos días, con pruebas de matemática y de lengua. Y por mis buenas notas en el examen no solamente conseguí entrar sino que también pude elegir el turno mañana. Hasta que solo en años recientes comenzara a bailar tango, siempre fui madrugador. Me gustaba tomar mate con mi madre o mi abuela temprano al levantarme, y leerles el diario en voz alta. Como les contaba, desde bebé nunca me gustó dormir y, mucho menos, perderme buena parte del día. Y en esos años también había adquirido una hermanastra, Norma, una chica que vino corriendo a nuestra casa un domingo diciendo que su padrastro la quería violar. Y entonces se quedó con nosotros. La madre fue el lunes a la escuela como si nada hubiera pasado. Ella se quedó viviendo con nosotros durante cinco años, mi madre le hizo hacer todo el secundario, y al terminarlo se fue con su abuelo a Santiago del Estero, de donde había venido. Mi madre hacía esas cosas. Por eso también hizo poner preso a un hombre que le pegaba latigazos en la espalda a su hijo que le cuestionaba la violación a las cuatro hermanas. Ese hombre juró que mataría a mi madre cuando saliera de prisión, y mi madre con ese coraje desmedido que siempre tuvo le dijo: “Te espero”, y le recordó la dirección de nuestra casa. "Vos sabés donde vivo, así que vení a agarrarme ahí si podés". 

Mi escuela secundaria no empezó bien. Yo ya tenía 6 años de Conservatorio Musical encima y el profesor de música que me tocó era ciego, y sospechaba de que los alumnos quisieran engañarlo. En un momento me hizo pasar al frente a dar lección. Me hizo solfear y me hizo varias preguntas de teoría musical. Se las respondí todas correctamente y me dijo: “Scarfó, siéntese, tiene un 1”. Le pedí explicaciones infructuosamente, no entendía por qué. Cuando terminó la hora al salir al recreo le pedí explicaciones nuevamente en el pasillo y me dijo: “Yo le hice preguntas más avanzadas, de temas que no habíamos visto en clase, y usted las respondió correctamente. Quiere decir que le estaban soplando”. Mi madre fue al día siguiente y armó un escándalo con el rector. Aún así, el profesor no me quitó el 1. Luego me saqué 10 en la prueba y en ese bimestre me quedó 5,50 de promedio. En los otros 3 bimestres me quedó 10 de promedio, lo cual demostraba cuanto yo sabía de música pero nunca me quitó ese 1. Así empezaba el secundario, con una injusticia a manos de un ciego. No era la justicia sino la injusticia la ciega. 

Siempre tuve muy buenas notas en el secundario. Las únicas materias que me llevé a diciembre fueron Botánica en primer año (por no saber dibujar bien una zanahoria) y zoología en segundo año, con la misma profesora. Yo no quería volver a irme a diciembre con esa profesora en segundo año y estudiaba mucho. Pero sucedió lo siguiente: me hizo pasar al frente a dar lección y me dijo: “Scarfó, explíquele a la clase como diferencia usted a un sapo macho de un sapo hembra”. Yo sabía la respuesta correcta puesto que había estudiado pero quería decir una palabra que no me salía. La palabra era “corpulento”. El sapo hembra es más corpulento que el macho. Pero “corpulento” no era una palabra de la vida cotidiana, creo que era la primera vez que la pronunciaba...y no me salía exactamente la palabra....entonces comencé a hacer gestos con las manos a la altura de mi pecho, en una especie de diálogo con mímica que revelara mi deseo de decir “corpulento”. Ahora bien, resulta que la profesora tenía un busto destacadísimo (que no ocultaba), y ante las risas de mis compañeros de división pensó que yo me estaba burlando de ella como si estuviera refiriéndome a sus tetas con mi gesto. Entonces me dijo: Scarfó, siéntese, usted es un insolente, lo espero en diciembre”. Mis explicaciones fueron, nuevamente, infructuosas.

Al año siguiente, en tercero, me pasó algo increíble. Yo tenía tres pruebas al día siguiente de los eventos que paso a relatar. En un recreo, le comento a una amiga: “Viviana, estoy desesperado, mañana tengo tres pruebas y no sé nada para ninguna de ellas”. “Daniel, tranquilizate, una vez que te saques un 7 o un 8 en vez de un 9 o un 10 no te va a pasar nada” “No, es que vos no entendés, me va a ir muy mal, realmente no se nada...mañana no tiene que haber clases...qué tiene que pasar para que no haya clases mañana? ¿Quién se tiene que morir para que no haya clases? ¿El papa? Pues que se muera el papa”, dije sin pensar lo que decía y en tono de broma. Por eso mismo me olvidé inmediatamente de lo que había dicho y no estaba esperando realmente que se muera nadie. Pero a la mañana siguiente, cerca de las 6:30 mi madre me despertó diciendo que Viviana estaba en el teléfono que quería hablar conmigo. “Viviana?-le pregunté. “Qué quiere? Que raro...” Agarré el tubo y escuché una voz temblorosa y asustada que me dijo: “Daniel, no hay clases, se murió el papa”. El papa era Juan Pablo I, que hacía poco que había asumido como papa y que sorprendió a todos con su muerte, ya que no estaba ni enfermo ni internado ni nada. Nada hacía suponer, presagiar o esperar que se muriera. Incluso surgió luego la leyenda de que lo habían envenenado.

Yo, que para entonces, a los 14 años, era ateo militante y que tenía como libro de cabecera “Por qué no soy cristiano” de Bertrand Russell (lo había leído tres veces ese año), me quedé todo el día en la pieza mirando el techo de mi habitación con un gran sentimiento de culpa y algo de horror.

Por esos años estaba enamorado de una chica, María Laura, muy católica, que iba obviamente a un colegio de monjas y a quien intentaba convencer de la inexistencia de Dios y ella de convertirme al catolicismo en largas charlas en el camping del club al que iba todos los días. 

Yo jugaba al tenis en un club de barrio al que representé durante toda mi adolescencia y temprana juventud, en distintas categorías. Mis mayor nivel en ese deporte lo alcancé a los 17 años de edad, cuando estaba en el 5to año del colegio secundario. Ese año había llegado a la semifinal del campeonato interno del club, en la categoría más alta, y tenía que jugar contra Diego Martínez, a quien siempre yo le ganaba en los entrenamientos pero él siempre me ganaba en las competencias. El día anterior al partido noté que se me había brotado todo el cuerpo con unas ronchas y, sin decirle nada a mi madre, fui a ver a un médico de guardia para ver qué tenía. No quería que me dijeran que no podía jugar. El médico me dijo que tenía varicela y que no podía jugar al día siguiente. Por suerte era invierno, lo que me permitió taparme todo con polera y pantalones largos, para que mis padres no vieran lo que tenía. No dije nada y me presenté a jugar. No podía perder ese partido. Gané el primer set 6-3, pero cuando empezó el segundo set empecé a sentirme muy mal y en el segundo cambio de lado comencé a vomitar. Querían que abandonara pero yo no quería hacerlo. Jugué dos games más y volví a vomitar en el siguiente cambio de lado. Perdí ese segundo set, creo que 6-2 y gané el set final 6-4. Cuando salí me llevaron al médico: tenía 40 grados de fiebre. Entonces les conté a mis padres que casi me matan por lo que había hecho. Hasta jugué con polera para que no me vieran los granos en el cuello, y pantalones buzo largos. Por suerte era invierno. La final debía jugarse al día siguiente pero yo ya no podía hacerlo. Por suerte el contrincante (el otro singlista de los eventos que pasaré a relatar) aceptó postergarla 15 días. Pasadas esas dos semanas jugamos y él me venció 7-6 7-5. El era mejor que yo y solamente porque yo estaba en mi mejor momento le hice partido.

Ese mismo año llegamos también con el equipo del club a la final del Campeonato Interclubes. En ese entonces se jugaban 2 singles y un dobles. Yo era uno de los singlistas. Hasta llegar a la final contra Círculo Trovador, los dos singlistas estábamos invictos, no habíamos perdido ningún partido, con lo que todas nuestras victorias fueron por 3-0 y algunas por 2-1, cuando perdía el dobles. Pero teníamos que jugar la final de visitantes y contra un equipo que tenía figuras muy destacadas a nivel nacional: Pablo (el otro singlista nuestro que me venció en la final del club) tenía que jugar contra el número 2 del ranking nacional y yo contra el número 7. Nosotros éramos jugadores de barrio de un club de barrio. Eso hizo que también medio club saliera en caravana de coches para apoyarnos en este gran partido donde competíamos contra un club de Av. Libertador, en Vicente López. La Matanza contra Vicente López, al tenis. 9 coches salieron de Ramos Mejía con autoridades de la comisión directiva de tenis, familiares y amigos. 

El dobles, que era el que a veces perdía, ganó. Pablo perdió 7-6, 7-6. Yo definía. Se había hecho el partido más largo de los tres. Para sorpresa de todos, incluso mía, gané el primer set 6-2. No lo podía creer y mi contrincante, Salmi, tampoco. Yo estaba jugando muy bien y lo había sorprendido. En el segundo set llegué a estar 5-2 arriba y 40-15 con mi saque. Tenía el partido liquidado. La cancha desbordaba de gente, locales y visitantes, alrededor. En un momento siento que cuando me doy vuelta para ir a buscar las pelotitas para sacar me caen piedritas que me tiraban algunos hinchas locales de la elegante Vicente López. Sucedió dos veces seguidas. No sé si fue la presión, la indignación que sentí que me jugó en contra en vez de hacerlo a favor, o la realidad que reapareció súbitamente o qué, pero perdí ese set 7-6 y luego 6-3 el tercero. Y perdimos el campeonato. Yo no podía mirar a la cara a mis padres, a la gente del club, a nadie. Me sentía avergonzado, sentía que los había defraudado. Yo, que en ese entonces jugaba y entrenaba todos los días, de lunes a domingos, muchas horas, llegué a mi casa, colgué la raqueta y no la toqué por dos meses. Luego me dijeron que si ganaba ese partido hubiera pasado a ocupar un puesto importante en el ranking, cosa que jamás ocurriría después. En ese año había asistido por primera vez a la Feria del Libro de Buenos Aires y ya mi vida tomaría otro rumbo, aunque siguiera jugando un tiempo más, representando al club, pero ya sin entrenar demasiado y ya sabiendo con certeza que mi futuro estaba fuera de los courts. Todavía mi pieza tenía la alfombra verde (yo quería que pareciera Wimbledon) y en la pared los posters de Vilas, Bochini y Bertrand Russell y un cuadro con los dibujos de Russell, Jean Paul Sartre y Albert Einstein que me había hecho un amigo artista adolescente de regalo de cumpleaños sabiendo de mi admiración por ellos (Russell era el preferido, llegué a tener 23 libros de él, con el tiempo regalaría unos cuantos). Terminaba el colegio secundario y no sabía muy bien qué hacer. Quería estudiarlo todo y tenía que elegir solo una carrera. Nada esperaba más en la semana que el nuevo capítulo de Cosmos en la televisión, con Carl Sagan. Todo el cosmos se me abría y yo tenía que elegir solo una carrera. Qué injusticia.

martes, 17 de agosto de 2021

Tengo la memoria de un cielo



Tengo la memoria de un cielo.
Tengo preguntas sin respuestas.
Sufro, pero no desespero.
Sufrir tiene sus ventajas.

Amo la belleza de ese cielo.
Su silencio corta mi respiración.
Promesa de lucidez indiferente,
en paredes poco sólidas.

Ayer tuve una luna en ese cielo,
y me equivoqué de camino.
¿A dónde fue mi padre? ¿Qué hicieron con mi madre?
Hay un amor que nos separa del mundo.

Escribo para no decir cosas.
Hablo bajo,
porque hablo contra los dioses
y no quiero que me escuchen.

Mi moderación me excede.
Frente a vidas coloridas y violentas,
me excede.

No tengo idea,
No soy un filósofo.
Ni soy fiel a saber alguno.

Sacrificado sin mística,
he degradado mi vida.
Y la de otros.

Por eso ya no me esperan,
solo una estrella oculta me espera.
Lo digo con candor.

No miento, no me rindo, no traiciono.
Pero el dolor destruye mi mundo,
y no puedo reconciliarme con él.

Ni quiero.

Elijo respirar débilmente en la tormenta.
En lo injusto e incomprensible, soplo.
Sin ideas, soplo en el soplo.

Frente a esa piedra en medio del camino, soplo.
Y me detengo, casi sonriente, a contemplar sus límites, su tensión oculta.
Su primavera infértil.
Su hipócrita paz.

Siempre guardo algo roto.
Nunca amaré menos,
nunca me consolaré,
pues es dulzura
esa sombra sin aire,
esa luz,
que no termina de perderse
en mí.

Tengo la memoria de un cielo,
e imagino sus pasos en la arena
escribiendo el sueño de la luna llena.

viernes, 13 de agosto de 2021

Un tiempo para la poesía (publicado como "El sentido poético de nuestras vidas, de cara a la pos-pandemia)



Vivimos en un mundo que hace tiempo que no tiene demasiado en claro hacia dónde va. Cansados y enjaulados, el mañana nos quema. Hoy somos, más que nunca, imaginación, deseo y memoria, y eso suena a tiempo para la poesía. La poesía es deseo de una realidad diferente y necesidad de reducir distancias, por eso puede ser vital en tiempos de pandemia. Pero la misma ha vivido una vida clandestina y disminuida en un universo cartesiano. En ella hay nostalgia de un orden espiritual en un mundo que ha perdido el sentido.

La poesía está cerca de otros intentos de transformar la humanidad y a nosotros mismos. Está en nosotros como ansia de lo que deseamos: otro cuerpo, otro ser, otra vida. Exaltar la poesía en estos días difíciles quizás sea una provocación, es entendible verlo así. Porque para muchos puede no iluminar o tener valor cuando las prioridades son otras. Pero tal vez la hora requiera de coraje poético. Si el sentido ha dejado de iluminar el mundo, damos vuelta alrededor de una ausencia y en esa rotación la poesía arroja luces que titilan.

Mientras enfrentamos, aislados, el futuro, compartimos un sentimiento de incerteza. En el exilio de todos en un presente de zoom, un futuro informe pide poesía para no rendirnos tan fácilmente frente a la noche del tiempo: una pregunta sobre el sentido, una búsqueda de belleza, incluso un acto de fe cuando sentimos la inminencia de una presencia. Y ahí la poesía puede intentar reunir lo que ha sido separado: nosotros.

Tal vez haya que formular las bases poéticas y valorativas de un nuevo mundo y ser, por primera vez en la historia, ciudadanos del mismo. Con la pandemia quizás comience la era del sentimiento planetario. Fomentar valores de significación poética en este sentido no solo no debería descartarse como enfoque de las políticas públicas sino que tal vez sea indispensable. No hay perspectiva de superar la fragilidad del planeta sino se fomenta el surgimiento de fuerzas sociopoéticas con el poder suficiente para ir en otra dirección. De una cultura del simulacro a una cultura del sentido poético, ese sería el camino a recorrer. Y en ese camino hay que volver a entrar en la historia cuando pareciera que ya no damos más, que estamos agotados, que todo fuera un paso al abismo. Una actitud más cuidadosa, con sus limitaciones y debilidades, puede ser por ello la forma que revista la responsabilidad de otra forma de estar y de ser en el mundo que nos ayude a vernos como parte de una identidad planetaria y a vislumbrar otras posibilidades.

Más allá de algunos últimos estertores, la pandemia podría estar llegando pronto a su fin y enfrentaremos el gran desafío de recomponernos. Y de hurgar nuevamente en lo que Bateson llamaba la pauta que conecta al mundo. Kant pensaba que íbamos a estar condenados a una solidaridad de destinos y la pandemia no es una pobre señal al respecto. Cosas que pueden parecernos muy malas pueden tener resultados muy buenos y quien sabe el mundo pueda llegar a ser, tal vez, después de tanto sufrimiento y de otros por venir, de a poquito, cuando nosotros ya no estemos, un dulce día, un inevitable poema compartido.



lunes, 12 de julio de 2021

El samba es más fuerte

 


¿Cómo salir de una situación insoportable? Mientras Dante en La Divina Comedia emerge con una visión de la eternidad de la selva oscura en la que se hallaba perdido, los jóvenes de Boccaccio en el Decamerón escapan de la ciudad no guiados por una ejemplaridad moral sino buscando el entretenimiento y regocijo de una aristocracia urbana. Burlándose de los ideales medievales, el Decamerón nos muestra personajes desprovistos con frecuencia de valor caballeresco, destacándose los embusteros triunfando con astucia en las situaciones descritas a diferencia de la concepción medieval donde el héroe de la historia poseía facultades como la belleza o la fuerza asociadas a la nobleza y la divinidad.

La peste se había llevado al padre, madrastra y amigos de Boccaccio, y se había vuelto obeso. Así compuso el escapista pero también terapéutico Decamerón en el que cada día el relato terminaba con una canción para bailar. Caminatas, músicas, canciones, bailes, una conversación amable, te cuidan de los malos humores que te hacen susceptible a la plaga, se supone allí. Y algunos sintieron que debían obedecer la máxima que dice: “Come, bebe y se feliz, porque mañana puedes morir”.

Mientras en la sociedad medieval el fin estaba ligado a un código moral, al cultivo del esfuerzo y la paciencia, ahora el placer y la diversión ocupaban ese lugar. La primera confiaba en el destino y la gracia divina, el renacimiento traía el engaño, es decir, el ingenio, el hombre era artífice de su destino.

Ya en el siglo XX Camus insistiría en La peste en el absurdo de nuestra condición en un mundo que no elegimos, no podemos controlar ni entender, mostrando el arbitrario sufrimiento y la inevitabilidad de la muerte. Y señalaba que una rebelión efectiva contra ese absurdo nacía de la solidaridad, no ya de “salvarse” ingeniosamente a sí mismo o de un “héroe” que salve el mundo. Con diferentes enfoques existencialistas, Sartre pondría para ello a la política por sobre la moral y Camus haría lo opuesto. En este marco, nada sería más importante que la responsabilidad, política o moral, de nuestras acciones, sin importar nuestras intenciones. Una buena voluntad ignorante puede hacer tanto daño como el mal.

Hoy podemos estar felices por haberle ganado a Brasil, aún a pesar de vivir en tiempos de coronavirus. Pero las manifestaciones masivas de esa alegría son respuestas individualistas en las que pensamos solo en nuestro propio goce personal, sin medir las consecuencias. Ese desinterés es propio de la arrogancia ignorante de quien quiere festejar, no saber. Impacientes de nuestro presente, enemigos de nuestro pasado y desprovistos de un futuro cierto, como nos retratara Camus, quizás no hemos visto morir lo suficiente. El sábado escogimos la felicidad, pero no hacía falta que contribuya escandalosamente a la desgracia de los hombres. Nos cansamos rápido de prestar atención y de pensar en los muertos. Esa fatiga, esa distracción traen más muerte. La pandemia, que hubiera debido reforzar la igualdad, hizo que aumentara el sentimiento de injusticia. Y las víctimas, hastiadas de las prisiones cotidianas, salen a festejar una anhelada victoria deportiva en tiempos en que nadie sonreía en las calles. Y no queremos ni conocer ni recordar, generando muertes al calor de un triunfo deportivo. No es la primera vez que lo hacemos flameando banderas.

No tengo gusto por el heroísmo y la santidad dantescas ni por el ingenio y las picardías renacentistas. Creo habría que haber actuado de manera tal de que muchos otros también puedan seguir festejando. Hay otra patria que no estaba en el obelisco sino en el abrazo de Messi y Neymar, en los exiliados hogareños, en los amores secretos, en el sufrimiento íntimo de los otros. Hace solo unas décadas, Vinicius recordó el momento en que componía el samba “Pra que chorar” internado en un hospital, mientras agonizaba un viejito en el cuarto de al lado. En un momento pensó que ante tal situación debía dejar de hacerlo, pero el samba -confesó- fue más fuerte que la muerte de ese viejito.


miércoles, 23 de junio de 2021

A mí se me hace cuento que se murió Horacio...

Partes del programa de la materia Pensamiento Social Latinoamericano organizada como un vagón de ferrocarril.



Portada del Programa de la misma materia organizada como un teatro de títeres


Busco una de las fotos que tengo con Horacio y no la encuentro. Sé que está por ahí porque hace poco la vi. Pero mis papeles están desordenados. Y son muchos. Es una foto que salió en Clarín en los años 80 cubriendo brevemente una manifestación que Horacio había armado en defensa de la especulación filosófica y en contra de la especulación financiera. Llovía y en la foto yo estoy cubriendo a Horacio con un paraguas mientras habla. Horacio habla. Horacio era para mí, como Macedonio para Borges, sobre todo una voz.

No tengo muchas fotos con él, solo unas pocas. No eran épocas en que nos sacáramos fotos. Pero recuerdo muchos momentos con él entre los más hermosos e intensos de mi vida. Sobre todo los vividos en los años 80 cuando lo conocí, al llegar él de su exilio en Brasil, cursando ese primer seminario sobre y con máscaras. Horacio nos convocaba a leer, enmascarados, cuentos a la gente extraviada en las plazas (recuerdo especialmente una lectura de Marcel Schwob en Plaza Once). Al terminar ese mismo seminario me preguntó si quería ser ayudante de su materia “Pensamiento Social Latinoamericano” y luego en “Teoría Estética y Teoría Política”. Eran tiempos de entusiasmos.

En esos años también organizó el maravilloso Congreso Nacional de Filosofía y Ciencias Sociales realizado en la Comuna de Puerto General San Martín, en plena primavera alfonsinista. La intervención de Horacio ese día fue una espléndida respuesta a la lectura que Oscar Terán había hecho de los años 60. Casi no hablamos de otra cosa después en ese congreso cuyas actas fueron recogidas en el libro “Los días de la Comuna. Filosofando a orillas del río”, que Horacio compiló. Luego comenzaría a editar los “Cuadernos de la Comuna”, donde publicaría yo mis primeros textos junto a los que ensayaba en “Farenheit 450”, una revista estudiantil que hacíamos junto a otros estudiantes de sociología y en donde Horacio también colaboraba. Era difícil escucharlo decir que no a a un pedido de colaboración. Horacio escribía y hablaba en todas partes. Se podía estar horas escuchándolo hablar. Muchas veces lo acompañé de una charla a otra. Era un incansable alquimista de la palabra.

Uno quería que esos días no terminaran nunca, ni las charlas en La Giralda (café en la esquina de la facultad), ni las interminables caminatas por la ciudad. La primera preocupación por su salud justamente empezó porque no hacíamos otra cosa que comer pizza después de las clases y tomar café (siempre se preocupaba por que dejemos una buena propina).

En esos años yo comenzaba a viajar a Brasil, pero además de la playa los viajes incluían la búsqueda de los libros que Horacio había publicado en la Editorial Brasiliense durante sus años en San Pablo. Así me traje de allá sus libros sobre los intelectuales, el subdesarrollo, la comuna de Paris, Evita y Albert Camus. Recuerdo que Horacio estaba un poco incómodo con esa búsqueda mía, esos libros no se conocían aún aquí ni habían sido traducidos al español. Son pequeñas joyas literarias.

Fue Horacio quien me hizo conocer Rosario, a Liliana Herrero y a Fito Páez. Recuerdo esos viajes en micro y hasta la campera negra de Fito en una silla de la casa de Liliana en Rosario, cierro los ojos y me veo tocando y cantando una versión de “Giros” en bossa nova con la letra cambiada para adaptarla a la cátedra de Horacio, con Fito riéndose, o cantando con él “Parte del Aire” al piano en el aula magna de la Facultad de Ciencias Sociales (había sido erigido ante mi propuesta en el himno de la Universidad de los Aires, experiencia vanguardista inventada por Horacio que irrumpía inesperadamente en la Universidad de Buenos Aires). En esos tiempos dábamos clases con títeres, tómbolas, cuerdas y broches, el aula se transformaba en un vagón de tren y el vagón de tren en un aula...cada nueva clase era una nueva aventura y una puesta en cuestión y transformación del mismo espacio áulico y de la “clase”. Horacio era el titular que nunca faltaba y las conversaciones áulicas se prolongaban luego en el bar. La mayor parte de los estudiantes y los docentes de la cátedra nos divertíamos y aprendíamos mientras luchábamos por la creación (nunca lograda) de una gran carrera unificada de ciencias humanas y sociales.

Fue en esos años también que me invitó a colaborar con reseñas para Babel y luego me dijo si quería reemplazarlo en el puesto de Jefe de la Sección de Actualidad de la revista, cosa que hice solo por un número ya que luego me fui a vivir a Brasil.

En esos años publica “La ética picaresca”, su tesis doctoral de la Universidad de San Pablo ahora en la Argentina en forma de libro, fundamental a mi juicio para tratar de entender a Horacio. Y poco después su libro “La realidad satírica”, crítica de Página12 en tiempos en que nadie había tenido una mirada aguda sobre el mismo y desde el llamado “campo popular”. Luego llegarían muchos libros más. Pero, como ya dije, Horacio no está tanto allí para mí como en su voz, que yo extrañaba sobremanera cuando vivía en el exterior. Recuerdo la emoción al recibir el primer mail que me mandó cuando yo estaba en USA y recién nacía el correo electrónico, invitándome a ser más astuto y tolerante con los desafíos que yo enfrentaba. Cada vez que volvía a la Argentina lo primero que hacía luego de saludar a mi familia era ir a verlo a Horacio a la Facultad, a La Giralda, al Bar Británico....no exagero si digo que también volví a la Argentina para volver a escuchar la voz de Horacio y vivir con él aventuras intelectuales y plenas de sentido que sentía me faltaban como profesor luego en Canadá. Yo colaboraba entonces con algunas publicaciones en El Ojo Mocho pero lo que más me interesaba era estar con él y escuchar cómo pensaba, aunque muchas veces pensáramos diferente. Y lo acompañaba a todos los lados que pudiera y a los muchos a los que él, generoso, me invitaba. Recuerdo cuando fui dejado fuera de una reunión a la que me invitó en la que estaban creando la Universidad de las Madres, en Congreso. El quería que estuviera pero alguien le preguntó qué hacía yo allí. Entonces, avergonzado, me pidió disculpas y me preguntó si lo podía esperar en un bar. Recuerdo también cuando lo acompañé, ante su pedido, a una reunión previa a la creación del FREPASO. Fueron muchos días y muchas noches en las que las horas no pasaban.

Horacio ya vivía en San Telmo (recuerdo también aún el departamento que alquilaba en Av. Santa Fe cuando lo conocí) junto a Liliana (en alguna mudanza Horacio perdió un libro sobre el fútbol que yo había escrito con una máquina de escribir y del que no tenía copia. Allí recuerdo que me enojé mucho, pero nunca lo supo. En algún momento hasta pensé que lo había perdido a propósito, porque no lo consideraba bueno, y hasta pensé también si no debía agradecérselo). Luego publicaría un artículo mío de ese libro en un texto sobre “Las multitudes argentinas”, pero me comentó que para publicarlo el editor pedía que junto a mi artículo se publicara otro de Juan Sasturain que compensara mi visión).Ahora los encuentros eran en el Bar Británico por las mañanas en los fines de semana. Yo viajaba desde Ramos Mejía solo para hablar con él allí mientras leíamos y comentábamos las noticias de los diarios. Horacio leía varios de ellos, sobre todo Clarín, Nación y Página12. En realidad leía todo lo que se le cruzara por su camino. Subir las escaleras de la facultad con él era detenerse a leer afiches pegados en las paredes y agacharse a recoger algunos del suelo que le pudieran parecer señales de algo que le ayudara a interpretar la realidad. Lector incansable, infatigable, de todo. De la misma manera hablaba con todas las personas, no recuerdo escrito o persona que no le haya interesado o a la que no le haya prestado atención.

Uno de esos fines de semana en que quedamos en vernos Horacio no llegaba. Entonces fui y le toqué el timbre (su casa estaba a media cuadra del bar). Me dijo que se había demorado y que después me explicaba. Cuando llegó al bar me contó lo que le había pasado: lo había llamado Néstor Kirchner y le ofrecía la dirección de la Biblioteca Nacional. Yo empezaba a desconfiar del kirchnerismo a pesar de que también había decidido volver a la Argentina en el 2003 cuando muchos se iban porque sentía que se abrían vientos de esperanza. Sin duda que lo nombraran a Horacio en tan distinguido lugar era una señal para volver a entusiasmarme. Eso no ocurrió y Horacio comenzó, como funcionario, a comprometerse inevitablemente cada vez más con un proyecto político sobre cuya materialización yo comenzaba a tener cada vez más dudas y objeciones. Luego llegó la “grieta” y cada vez empezamos a hablar menos. Pero nunca dejamos de hablar. De hecho, Horacio me convocó para que expusiera en la Biblioteca Nacional sobre Lezama Lima en un acto organizado junto a la Embajada Cubana y me preguntó si me interesaba traducir el libro de Félix Weil, “El enigma argentino”, cosa que hice para la Biblioteca Nacional. En sus últimos tiempos en la Biblioteca, al salir de la presentación de un libro sobre la apocrificidad del Plan de Operaciones de Moreno, me ofreció escribir una nota sobre Piglia pero no lo hice porque suponía que había personas que conocían la obra de Piglia mejor que yo y él, generoso, suponía que yo podía escribir algo bueno sobre Piglia. Recuerdo haberlo acompañado a tantos lugares, a tantas charlas, tantas presentaciones de libros, tantas clases. Pocos placeres había para mi mayores en la vida que escucharlo hablar. Pero la grieta ya estaba también horadándonos. Cuando el socialismo ganó la provincia de Santa Fe, Horacio escribió un artículo en “La Capital” de Rosario, al que yo contesté con otro artículo en el mismo lugar a los pocos días. Hablamos por teléfono luego del tema, Horacio se enojó mucho con esa respuesta mía, lo podía sentir en su voz, pero también me dijo: “olvidémonos de esto”. En otra ocasión nos encontramos en la Feria del Libro y se sorprendió de que yo fuera a escuchar a alguien que él mismo me había recomendado años atrás, bajo el argumento de que se trataba de una persona “golpista” e incluso me dijo que tal vez yo lo fuera sin saberlo. Claro que me dolió escuchar eso, que me parecía injusto. Era un Horacio que me costaba reconocer. Pero no había sido la única vez que me había dicho algo hiriente. Creo que yo también en algún momento le dije cosas que no debía haber dicho, que no merecía. Siempre quisimos perdonarnos, me parece. Aunque por momentos nos chuceáramos, no dejábamos de querernos.

En otro momento en su despacho de la biblioteca nacional me dijo “lo que pasa es que vos sos un liberal”. Ese Horacio, el Horacio funcionario, no era para mí el mejor Horacio, más allá de su gestión prolífica en términos de producción cultural, como tampoco lo fue nunca el que salía en televisión. La televisión y la fama empobrecieron tanto a Horacio González como a Beatriz Sarlo. Recuerdo muchas veces no reconocerlos allí en sus riquezas. También recuerdo la tristeza irónica en su rostro cuando me dijo que ahora la mayor parte de la sociedad lo conocería por el episodio vulgar con Vargas Llosa y no por todo el resto de lo que había hecho en su vida.

Un día me invitó a dar junto a él un curso sobre la generación del 37, en el Malba. Horacio no paraba de pensar en la Argentina y quería que yo pensara en la Argentina, insistía en que la Argentina no podía ser un proyecto perdido. Creo que me invitó porque quería entusiasmarme en ese sentido. Y más de una vez lo logró.

En un momento se organizó un acto de despedida en la Universidad cuando Horacio se retiraba de la docencia (si es que eso hubiera podido imaginarse) y fui convocado a hablar. Cada uno de los que iba a exponer tenía que hablar de un libro de Horacio. Cuando me llamaron ya muchos libros habían sido elegidos. Entre los que quedaban elegí el que escribió sobre Arlt. Estaba muy contento ese día, sentía que mi regreso de Canadá tenía sentido, entre otras cosas, si me permitía estar y hablar en la despedida de la docencia de Horacio que titulé, ya con nostalgia, “La añoranza de las creencias encendidas”.

Cuando estábamos distanciados en plena grieta, me enteré que estaba internado y que le habían extirpado un riñón. Decidí ir a verlo al sanatorio entonces. A ambos nos alegró vernos.

Poco antes de comenzar la pandemia nos tomamos un café en un bar de Boedo, después de mucho tiempo engrietados. Y nos prometimos vernos más seguido. Luego llegó la pandemia y hablamos hace poco por teléfono. Le pregunté si aceptaría dar eventualmente una charla para el Ministerio de Justicia por zoom, en caso yo pudiera armar un encuentro sobre justicia y sociedad o algo así. Claro que me dijo que sí. Como también me dijo que sí aquella vez que le pedí que diera una charla para el Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires. Nadie sabe como hacía Horacio con el tiempo.

Cuando hace un mes me enteré que lo habían internado por el coronavirus le dejé un mensaje en el whatsup. Pero me preocupé mucho y tuve una mala premonición. Entonces al día siguiente volví a dejarle otro mensaje diciéndole que tenía tanto que agradecerle...que no podía dejar de pensar en él y que estaba para lo que necesitara. Y también le escribí a Liliana por si él no lo veía. Nunca salió de esa internación.

Para mí se hace cuento que se murió Horacio, la Argentina es sin ninguna duda mucho más pobre y yo soy más pobre sin él. Un día antes de su fallecimiento, sin saberlo, me afeité la barba y me dejé solo el bigote a lo González, pero sin pensar en él. Al día siguiente recibí la noticia y observé mi bigote en el espejo. Creo que me lo dejaré un rato largo, como si estuviera viviendo en los años 30 o en los 70. Mientras sigo buscando aquella vieja foto de diario en la que lo protejo de la lluvia en plena calle San Martín.

viernes, 11 de junio de 2021

Salutation

O generation of the thoroughly smug

…………………and thoroughly uncomfortable,

I have seen fishermen picnicking in the sun,

I have seen them with untidy families,

I have seen their smiles full of teeth

…………………and heard ungainly laughter.

And I am happier than you are,

And they were happier than I am;

And the fish swim in the lake

…………………and do not even own clothing.

Ezra Pound

domingo, 21 de febrero de 2021

Querría vivir contigo

https://ruverses.com/marina-tsvetaeva/i-d-like-to-live-with-you/3448/?fbclid=IwAR2kfqAi-ekfSisnv2O9w6PWh9wgdFVLlNsIYoEIs6GdoyPw1IoMx8GMfFI

lunes, 11 de enero de 2021

La novena de Rilke

 

La novena elegía, Rainer Maria Rilke
 
¿Por qué, si es posible llevar el plazo de la existencia
como un laurel, [18] un poco más verde que todo
lo otro verde, con pequeñas ondulaciones en la orilla
de cada hoja (como una sonrisa del viento): por qué,
entonces, tener que ser humanos -y, evitando el
destino, anhelar destino?...
Oh, no porque haya felicidad,
esa prematura ganancia de una pérdida cercana...
No por curiosidad, ni como ejercicio del corazón,
que también pudiera estar en el laurel...
Sino porque es mucho estar aquí, y porque al parecer nos
necesita todo lo de aquí, lo fugaz, de manera extraña
nos concierne. A nosotros, los más fugaces. Todo una
vez, sólo una. Una vez y nada más. Y nosotros también
una vez. Nunca otra. Pero este
haber sido una vez, aunque sea una sola:
haber sido terrenal, no parece revocable.
Y así nos urgimos y queremos llevarlo a cabo,
queremos contenerlo en nuestras simples manos,
en nuestra mirada cada vez más colmada y en el corazón
atónito. Queremos llegar a serlo. ¿Dárselo a quién? Mejor
consérvalo todo para siempre... Ah, por el otro lado,
ay, ¿qué se lleva uno más allá? No la mirada, la aquí
lentamente aprendida, ni nada de lo que ocurrió aquí.
Ninguna cosa. Entonces, los dolores. Entonces sobre todo
la pesadumbre, entonces la larga experiencia del amor;
entonces lo puramente indecible. Pero luego, bajo
las estrellas, ¿qué ha de ser de eso? Ellas son mejores
inefables. Pues bajando por la falda de la montaña,
el caminante tampoco trae al valle un puñado de tierra,
la inefable para todos, sino una palabra ganada, pura,
la genciana [19] amarilla y azul. ¿Acaso estamos aquí
para decir: casa, puente, fuente, puerta, jarra, árbol
frutal, ventana; a lo más: columna, torre?... Sino
para decir, compréndelo, oh para decirlo así, como
íntimamente las cosas mismas nunca creyeron serlo. ¿No es
la secreta astucia de esta callada tierra, cuando
impulsa a los amantes, que en su sentimiento, todas
y cada una de las cosas se arroben?
Umbral: ¿qué es para dos
amantes, gastar su propio, viejo umbral de la puerta
un poco, también ellos, después de los muchos
que los precedieron y antes de los venideros...? Poca cosa.
Aquí está el tiempo de lo decible, aquí su patria.
Habla y confiesa. Más que nunca
van cayéndose las cosas, las que podemos vivir, pues
lo que las sustituye, desplazándolas, es un hacer sin imagen.
Actuar bajo costras, que por sí mismas revientan,
tan pronto por dentro la actividad las rebasa y se limita
de otra manera. Entre los martillos persiste
nuestro corazón, como entre los dientes
la lengua, que sin embargo
continúa alabando.
Alabe el mundo al ángel. No el mundo inefable. Ante
el ángel no puedes jactarte de tu sentir esplendoroso;
en el universo, donde él, más sensible, siente, eres
un novato. Por esto, muéstrale lo sencillo,
lo configurado de generación en generación, lo que
como cosa nuestra vive junto a la mano y en la mirada.
Dile las cosas. Se quedará más asombrado, como
lo estuviste tú junto al cordelero en Roma o al alfarero
en el Nilo. Muéstrale qué feliz puede ser una cosa, qué
libre de culpa y qué nuestra; cómo el propio dolor
que se queja se encamina, puro, hacia la forma, sirve
como una cosa, o muere en una cosa —y felizmente escapa
del violín, rumbo al otro lado. Y estas cosas, que viven
en el camino de salida, entienden que las alabas;
pasajeras, nos creen algo que salva, a nosotros, los más
pasajeros. Quieren que las transformemos por completo,
dentro del corazón invisible, ¡en —oh, infinitamente—
nosotros!, quienesquiera que finalmente seamos.
Tierra, ¿no es esto lo que quieres: invisible
resurgir en nosotros? ¿No es tu sueño
ser alguna vez invisible? ¡Tierra! ¡Invisible!
¿Cuál, si no la transformación, es tu misión urgente?
Tierra, tú, amada, yo quiero. Oh, créeme: no necesitas
más de tus primaveras para ganarme para ti, una,
ay, una sola es ya demasiado para la sangre.
Sin palabras estoy por ti decidido, desde hace mucho.
Siempre tuviste razón, y tu idea santa
es la muerte íntima.
Mira, yo vivo. ¿De dónde? Ni la infancia ni el futuro
son menos... Existencia de sobra
me mana en el corazón.