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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

lunes, 27 de septiembre de 2021

Los comienzos

El día en que yo nací, en el Hospital Italiano, jugaba Pelé en Buenos Aires con el Santos frente a Independiente, en Avellaneda. Mi padre, fana del rojo, tenía entrada y la terminó regalando para quedarse conmigo. Entre Pelé y yo me eligió a mí. En ese sentido no empecé mal. Pero nací con lo que se llamaba “cabeza egipcia”, como resultado de que me sacaron con forceps ya que no quería salir. En la familia de mi padre se habían casado entre primos y mi abuela paterna, muy religiosa y muy supersticiosa, apenas me vio dijo “Yo sabía que Dios nos iba a castigar”, “¡Castigo de Dios!”. Así llegué a este mundo. Mi mamá había hecho el curso de lo que se llamaba entonces "el parto sin temor", y los ejercicios para el mismo los había hecho durante meses con una gran bailarina del Teatro Colón, María Fux. Pero se ve que yo todavía no me animaba a salir a bailar en este mundo. Yo venía torcido, no había forma de hacerme entrar en el canal de parto sin forzarme con unas pinzas en la cabeza.

De bebé lloraba incansablemente y no me gustaba dormir. Para conseguirlo, a veces mi madre caminaba seis cuadras hasta la parada del colectivo 96 que luego tomaba hasta la estación de Ramos Mejía, ida y vuelta, para dormirme. Solo el viaje me acunaba con éxito. Los colectiveros, que ya la conocían, no le cobraban porque sabían que lo hacía para dormirme. Mi padre le decía a mi madre que el problema era que ella me cantaba tontas canciones de cuna. Entonces él me acunaba con tangos. Escuché los primeros tangos, de bebé, en los brazos de mi padre y en su voz.

Mi relación con los libros comenzó cuando empecé a gatear. Lo hacía indefectiblemente hacia la biblioteca de mis abuelos y los tiraba al suelo con la torpeza propia de un bebé aún sin la motricidad fina muy desarrolada. Los abría y jugueteaba con ellos. A los 4 años ya leía, me había enseñado mi bisabuela italiana con quien pasaba mucho tiempo ya que mis padres trabajaban ambos todo el día. Mi viejo comerciante, buscavidas, vendía máquinas de escribir Olivetti por entonces, y mi madre era maestra de escuela en doble turno, para juntar lo necesario para vivir decentemente y criarme. Fue a esa edad que un día mi madre tenía que ir a la peluquería y me llevó con ella. Yo hojeaba las revistas “Siete Días”, “Gente”, “TV Guía”, “Vosotras” y alguna otra que estaban en una mesita para las mujeres que esperaban su turno. Fue entonces que una mujer maestra que estaba allí se sorprendió cuando me oyó leer en voz alta mientras peinaban a mi madre: “Atahualpa Yupanqui: música folklórica”, nombre que estaba escrito en una de las revistas. “¿Pero este chico ya lee? ¡No puede ser"”, se sorprendió azorada. “Sí”, le dijo mi madre, pero ella también se sorprendió puesto que tampoco sabía que yo sabía leer tan bien cosas tan difíciles como ese nombre.

Debido a mi precocidad, mi madre consiguió que entrara a primer grado a los 5 años, siendo desde entonces un año menor que todos mis compañeros de grado en primaria y de división en secundaria. Un día fue a verme y la maestra de primero nos estaba haciendo leer. Cuando me tocó a mí yo leía: “Mmmmiiiii mmmaaaamma mme mmmimmma”. Entonces al salir del aula me preguntó: ¿Por qué lees así si vos sabés leer bien, de corrido? Le contesté: “Porque en la escuela se lee así. Todos los chicos leen así”.


Mi primaria transcurrió entre dos escuelas distintas. Si bien era un excelente alumno con las mejores notas, tenía muchos problemas con mis compañeros. Sufría lo que ahora llaman “bullying”. Entonces hice primer grado en una escuela, segundo y tercero en otra, cuatro y quinto de nuevo en la primer escuela, y sexto y séptimo grado nuevamente en la segunda escuela. 


En mi niñez tuve dos amores: Claudia, la vecinita de enfrente, y Susana, mi compañera de primaria en una de esas dos escuelas. A ninguna llegué siquiera a darle la mano. No, no es cierto. A Susana sí porque bailamos el pericón juntos en séptimo grado, a los 11 años. Pero nunca conseguí que “gustara de mí”. Ya había fracasado en el intento el año anterior (a los 10 años) cuando le declaré mi amor en uno de los hoteles del Estado de Embalse Río Tercero, donde habíamos ido con las maestras. Fue en esta escuela que gracias a mi madre también aprendí de niño a bailar muchas danzas folclóricas: el pericón, el gato, la chacarera, el cuando, el escondido...Esta escuela, una de las dos a las que asistí, era una escuela muy humilde. Toda mi educación en la Argentina, desde la primaria hasta la universidad, fue en instituciones estatales. Esta escuela era la número 101 “Expedicionarios al Desierto”, situada en Ingeniero Brian, partido de La Matanza, donde viví hasta que me fui por primera vez de la Argentina en 1990, o sea, hasta los 25 años. Mis padres eran una de las pocas familias de clase media entre una mayoría de chicos de familias de clase baja. Ellos tenían un Citroen 3CV, ya eso era una diferencia. Y por eso desde chico supe que era no tener y la importancia de compartir con el que no tiene, desde la goma, el sacapuntas o el sofisticado compás. Además de todas las actividades, ferias, peñas, que se hacían para juntar plata para poder llevar a los chicos de viaje. En séptimo grado fuimos a Villa Gesell de viaje de egresados y para muchos chicos era la primera vez que veían el mar. Mi madre, una heroína de este país, se deslomaba trabajando para la escuela, para esa y tantas otras en distintos lugares de La Matanza (Laferrere, Gonzalez Catán, Ciudad Evita). No había feriados ni nada si de la escuela se trataba. No se daba clase con el estatuto docente bajo el brazo, como ahora. Si el 9 de Julio caía domingo se iba a la escuela el domingo a hacer el acto, y se pasaban el sábado preparándolo. Mi madre vivía para la escuela. Y los vecinos la pintaban o arreglaban lo que hubiera que arreglar cuando hiciera falta. Los chicos eran muchos hijos de albañiles, plomeros, electricistas, pintores, mecánicos...Pero dejo de hablar de mi madre y de la escuela porque eso merece otro texto aparte. Hoy siente, como Bolívar, que ha arado en el mar.

En ese mismo período, entre los 6 y los 11 años, fui durante 6 años a un conservatorio musical de una tía lejana a estudiar guitarra. Me tomaba dos colectivos y me iba solito con mi guitarra hasta el conservatorio que quedaba en Villa Luro. Las dos primeras canciones que aprendí a tocar fueron dos tangos: “Adiós muchachos” y “Sus ojos se cerraron”, ideales para un niño.

Desde los 6 años que viajo solo en colectivo. Y no recuerdo ahora si fue a los 10 o a los 11 años que hice mi primer viaje solo de larga distancia, a Córdoba, en un micro que salió de la terminal de Liniers. Mis padres me pusieron en el micro en Liniers y mis abuelos me esperaron en la terminal en Córdoba (si mal no recuerdo, en Mina Clavero específicamente). Ya por entonces había desarrollado una fuerte pasión por la lectura que había comenzado con las lecturas de Patoruzú e Isidoro Cañones, que acumulaba de a docenas y luego cambiaba en lugares de canje de revistas sobre todo en Mar del Plata. Lo que más me gustaba de las vacaciones era que podía cambiar mis revistas por otras en ese local de la Avenida Luro. A la vez en esos años había empezado a leer libros de la biblioteca de mis padres, especialmemente la colección de “El tesoro de la juventud” y mis primeras novelas: “La isla del tesoro” de Stevenson y “Moby Dick” de Melville, en versión adaptada para niños. En la escuela, mientras tanto, me había entusiasmado desde los 8 y 9 años con los libros del enorme José Murillo: “Mi amigo el pespir”, “Cinco patas” y Víbora verde”. Hace unos años volví a comprármelos todos en la Feria del Libro. Pero debo confesar que a los 10 años pocos textos me habían entusiasmado tanto como una colección detectivesca para niños cuyo primer título y libro favorito mío a esa edad fue “El misterio del reloj chillón”. 

Pero esos años de escuela eran duros para mí, yo era muy tímido y reservado, prefería jugar solo y estar solo. De hecho, jugaba solo en casa a las carreras de cochecitos en los que, cual Fernando Pessoa, me multiplicaba en distintos niños imaginarios que jugaban conmigo. Me costaba la sociabilidad con los otros y, con frecuencia, terminaba mal: a las piñas. Mi primer pelea fue con otro chico del barrio con el que jugábamos a las figuritas, Claudio, el día que lo ví matando pajaritos con una hondera. No podía soportar ninguna injusticia, un gol hecho con la mano, una burla hecha a una compañera, etc. Entonces me agarraba a las trompadas y terminaba en casa vomitando bilis por los nervios que me hacía. Siempre tenían que llamar a la enfermera porque solo podían pararme esos vomitos verdes nerviosos con una doble inyección de Buscapina y Reliveran. Así pasé buena parte de mi adolescencia incluso, en lo que a vida social se refiere. Eso hizo que ya desde chico eligiera el tenis como deporte y me destacara más allí, ya que los otros tenían que estar del otro lado de la red y era yo solo o, a lo sumo, solo uno más en un dobles. Dos veces me rompieron la nariz jugando al fútbol. Y yo pensé que una vez había matado a alguien de una trompada ya que quedó desmayado en el piso y no se levantaba. 

Así sería mi vida adolescente, a la que entré junto con mi ingreso al colegio secundario, el Nacional Normal Superior Manuel Dorrego de Morón, al que accedí dando un examen de ingreso en dos días, con pruebas de matemática y de lengua. Y por mis buenas notas en el examen no solamente conseguí entrar sino que también pude elegir el turno mañana. Hasta que solo en años recientes comenzara a bailar tango, siempre fui madrugador. Me gustaba tomar mate con mi madre o mi abuela temprano al levantarme, y leerles el diario en voz alta. Como les contaba, desde bebé nunca me gustó dormir y, mucho menos, perderme buena parte del día. Y en esos años también había adquirido una hermanastra, Norma, una chica que vino corriendo a nuestra casa un domingo diciendo que su padrastro la quería violar. Y entonces se quedó con nosotros. La madre fue el lunes a la escuela como si nada hubiera pasado. Ella se quedó viviendo con nosotros durante cinco años, mi madre le hizo hacer todo el secundario, y al terminarlo se fue con su abuelo a Santiago del Estero, de donde había venido. Mi madre hacía esas cosas. Por eso también hizo poner preso a un hombre que le pegaba latigazos en la espalda a su hijo que le cuestionaba la violación a las cuatro hermanas. Ese hombre juró que mataría a mi madre cuando saliera de prisión, y mi madre con ese coraje desmedido que siempre tuvo le dijo: “Te espero”, y le recordó la dirección de nuestra casa. "Vos sabés donde vivo, así que vení a agarrarme ahí si podés". 

Mi escuela secundaria no empezó bien. Yo ya tenía 6 años de Conservatorio Musical encima y el profesor de música que me tocó era ciego, y sospechaba de que los alumnos quisieran engañarlo. En un momento me hizo pasar al frente a dar lección. Me hizo solfear y me hizo varias preguntas de teoría musical. Se las respondí todas correctamente y me dijo: “Scarfó, siéntese, tiene un 1”. Le pedí explicaciones infructuosamente, no entendía por qué. Cuando terminó la hora al salir al recreo le pedí explicaciones nuevamente en el pasillo y me dijo: “Yo le hice preguntas más avanzadas, de temas que no habíamos visto en clase, y usted las respondió correctamente. Quiere decir que le estaban soplando”. Mi madre fue al día siguiente y armó un escándalo con el rector. Aún así, el profesor no me quitó el 1. Luego me saqué 10 en la prueba y en ese bimestre me quedó 5,50 de promedio. En los otros 3 bimestres me quedó 10 de promedio, lo cual demostraba cuanto yo sabía de música pero nunca me quitó ese 1. Así empezaba el secundario, con una injusticia a manos de un ciego. No era la justicia sino la injusticia la ciega. 

Siempre tuve muy buenas notas en el secundario. Las únicas materias que me llevé a diciembre fueron Botánica en primer año (por no saber dibujar bien una zanahoria) y zoología en segundo año, con la misma profesora. Yo no quería volver a irme a diciembre con esa profesora en segundo año y estudiaba mucho. Pero sucedió lo siguiente: me hizo pasar al frente a dar lección y me dijo: “Scarfó, explíquele a la clase como diferencia usted a un sapo macho de un sapo hembra”. Yo sabía la respuesta correcta puesto que había estudiado pero quería decir una palabra que no me salía. La palabra era “corpulento”. El sapo hembra es más corpulento que el macho. Pero “corpulento” no era una palabra de la vida cotidiana, creo que era la primera vez que la pronunciaba...y no me salía exactamente la palabra....entonces comencé a hacer gestos con las manos a la altura de mi pecho, en una especie de diálogo con mímica que revelara mi deseo de decir “corpulento”. Ahora bien, resulta que la profesora tenía un busto destacadísimo (que no ocultaba), y ante las risas de mis compañeros de división pensó que yo me estaba burlando de ella como si estuviera refiriéndome a sus tetas con mi gesto. Entonces me dijo: Scarfó, siéntese, usted es un insolente, lo espero en diciembre”. Mis explicaciones fueron, nuevamente, infructuosas.

Al año siguiente, en tercero, me pasó algo increíble. Yo tenía tres pruebas al día siguiente de los eventos que paso a relatar. En un recreo, le comento a una amiga: “Viviana, estoy desesperado, mañana tengo tres pruebas y no sé nada para ninguna de ellas”. “Daniel, tranquilizate, una vez que te saques un 7 o un 8 en vez de un 9 o un 10 no te va a pasar nada” “No, es que vos no entendés, me va a ir muy mal, realmente no se nada...mañana no tiene que haber clases...qué tiene que pasar para que no haya clases mañana? ¿Quién se tiene que morir para que no haya clases? ¿El papa? Pues que se muera el papa”, dije sin pensar lo que decía y en tono de broma. Por eso mismo me olvidé inmediatamente de lo que había dicho y no estaba esperando realmente que se muera nadie. Pero a la mañana siguiente, cerca de las 6:30 mi madre me despertó diciendo que Viviana estaba en el teléfono que quería hablar conmigo. “Viviana?-le pregunté. “Qué quiere? Que raro...” Agarré el tubo y escuché una voz temblorosa y asustada que me dijo: “Daniel, no hay clases, se murió el papa”. El papa era Juan Pablo I, que hacía poco que había asumido como papa y que sorprendió a todos con su muerte, ya que no estaba ni enfermo ni internado ni nada. Nada hacía suponer, presagiar o esperar que se muriera. Incluso surgió luego la leyenda de que lo habían envenenado.

Yo, que para entonces, a los 14 años, era ateo militante y que tenía como libro de cabecera “Por qué no soy cristiano” de Bertrand Russell (lo había leído tres veces ese año), me quedé todo el día en la pieza mirando el techo de mi habitación con un gran sentimiento de culpa y algo de horror.

Por esos años estaba enamorado de una chica, María Laura, muy católica, que iba obviamente a un colegio de monjas y a quien intentaba convencer de la inexistencia de Dios y ella de convertirme al catolicismo en largas charlas en el camping del club al que iba todos los días. 

Yo jugaba al tenis en un club de barrio al que representé durante toda mi adolescencia y temprana juventud, en distintas categorías. Mis mayor nivel en ese deporte lo alcancé a los 17 años de edad, cuando estaba en el 5to año del colegio secundario. Ese año había llegado a la semifinal del campeonato interno del club, en la categoría más alta, y tenía que jugar contra Diego Martínez, a quien siempre yo le ganaba en los entrenamientos pero él siempre me ganaba en las competencias. El día anterior al partido noté que se me había brotado todo el cuerpo con unas ronchas y, sin decirle nada a mi madre, fui a ver a un médico de guardia para ver qué tenía. No quería que me dijeran que no podía jugar. El médico me dijo que tenía varicela y que no podía jugar al día siguiente. Por suerte era invierno, lo que me permitió taparme todo con polera y pantalones largos, para que mis padres no vieran lo que tenía. No dije nada y me presenté a jugar. No podía perder ese partido. Gané el primer set 6-3, pero cuando empezó el segundo set empecé a sentirme muy mal y en el segundo cambio de lado comencé a vomitar. Querían que abandonara pero yo no quería hacerlo. Jugué dos games más y volví a vomitar en el siguiente cambio de lado. Perdí ese segundo set, creo que 6-2 y gané el set final 6-4. Cuando salí me llevaron al médico: tenía 40 grados de fiebre. Entonces les conté a mis padres que casi me matan por lo que había hecho. Hasta jugué con polera para que no me vieran los granos en el cuello, y pantalones buzo largos. Por suerte era invierno. La final debía jugarse al día siguiente pero yo ya no podía hacerlo. Por suerte el contrincante (el otro singlista de los eventos que pasaré a relatar) aceptó postergarla 15 días. Pasadas esas dos semanas jugamos y él me venció 7-6 7-5. El era mejor que yo y solamente porque yo estaba en mi mejor momento le hice partido.

Ese mismo año llegamos también con el equipo del club a la final del Campeonato Interclubes. En ese entonces se jugaban 2 singles y un dobles. Yo era uno de los singlistas. Hasta llegar a la final contra Círculo Trovador, los dos singlistas estábamos invictos, no habíamos perdido ningún partido, con lo que todas nuestras victorias fueron por 3-0 y algunas por 2-1, cuando perdía el dobles. Pero teníamos que jugar la final de visitantes y contra un equipo que tenía figuras muy destacadas a nivel nacional: Pablo (el otro singlista nuestro que me venció en la final del club) tenía que jugar contra el número 2 del ranking nacional y yo contra el número 7. Nosotros éramos jugadores de barrio de un club de barrio. Eso hizo que también medio club saliera en caravana de coches para apoyarnos en este gran partido donde competíamos contra un club de Av. Libertador, en Vicente López. La Matanza contra Vicente López, al tenis. 9 coches salieron de Ramos Mejía con autoridades de la comisión directiva de tenis, familiares y amigos. 

El dobles, que era el que a veces perdía, ganó. Pablo perdió 7-6, 7-6. Yo definía. Se había hecho el partido más largo de los tres. Para sorpresa de todos, incluso mía, gané el primer set 6-2. No lo podía creer y mi contrincante, Salmi, tampoco. Yo estaba jugando muy bien y lo había sorprendido. En el segundo set llegué a estar 5-2 arriba y 40-15 con mi saque. Tenía el partido liquidado. La cancha desbordaba de gente, locales y visitantes, alrededor. En un momento siento que cuando me doy vuelta para ir a buscar las pelotitas para sacar me caen piedritas que me tiraban algunos hinchas locales de la elegante Vicente López. Sucedió dos veces seguidas. No sé si fue la presión, la indignación que sentí que me jugó en contra en vez de hacerlo a favor, o la realidad que reapareció súbitamente o qué, pero perdí ese set 7-6 y luego 6-3 el tercero. Y perdimos el campeonato. Yo no podía mirar a la cara a mis padres, a la gente del club, a nadie. Me sentía avergonzado, sentía que los había defraudado. Yo, que en ese entonces jugaba y entrenaba todos los días, de lunes a domingos, muchas horas, llegué a mi casa, colgué la raqueta y no la toqué por dos meses. Luego me dijeron que si ganaba ese partido hubiera pasado a ocupar un puesto importante en el ranking, cosa que jamás ocurriría después. En ese año había asistido por primera vez a la Feria del Libro de Buenos Aires y ya mi vida tomaría otro rumbo, aunque siguiera jugando un tiempo más, representando al club, pero ya sin entrenar demasiado y ya sabiendo con certeza que mi futuro estaba fuera de los courts. Todavía mi pieza tenía la alfombra verde (yo quería que pareciera Wimbledon) y en la pared los posters de Vilas, Bochini y Bertrand Russell y un cuadro con los dibujos de Russell, Jean Paul Sartre y Albert Einstein que me había hecho un amigo artista adolescente de regalo de cumpleaños sabiendo de mi admiración por ellos (Russell era el preferido, llegué a tener 23 libros de él, con el tiempo regalaría unos cuantos). Terminaba el colegio secundario y no sabía muy bien qué hacer. Quería estudiarlo todo y tenía que elegir solo una carrera. Nada esperaba más en la semana que el nuevo capítulo de Cosmos en la televisión, con Carl Sagan. Todo el cosmos se me abría y yo tenía que elegir solo una carrera. Qué injusticia.