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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

martes, 27 de septiembre de 2011

Premiar la estupidez

"No se puede premiar sistemáticamente la estupidez y esperar que esto no traiga consecuencias sociales y culturales". 

Carlos Granés

viernes, 16 de septiembre de 2011

Hudson

"Amó los pájaros, los lugares verdes, el viento en los matorrales y percibió el resplandor de la aureola divina" 

Epitafio en la tumba de Guillermo Enrique Hudson, en el cementerio de Worthing.

martes, 6 de septiembre de 2011

La literatura, el mar, el río

Tigris, Eufrates y Nilo, ríos a veces llamados mares por los profetas, son las primeras aguas en las que situamos nuestra historia. Pero les tocará a las aguas del Mediterráneo erigirse en las primeras en las que se cocinará el alma de la literatura tal como la concebimos hoy. En Sidón comenzaron los relatos orales de las navegaciones fenicias que se sumaron a los que los micénicos habían acuñado anteriormente en similares aventuras. Y con los griegos nacerá la voz de la literatura.

El primer mito que recordamos es el de Jasón y los Argonautas, cuya épica navegante cantarían siglos después Apolonio de Rodas y mucho más cerca de nosotros Robert Graves. Pero Jasón regresa a Tessalia y será el turno de la aventura marina de Ulises (Odiseo), quien se pierde en el mar (desde entonces símbolo de lo no domesticado) y en su poética nave le resulta una Odisea regresar a Ítaca. En ella el río Aqueronte (del dolor, en griego) daba paso al infierno pero mientras tanto en otro río Siddharta Gautama encontrará la liberación, la amistad y el conocimiento, momentos antes de estar a punto de ahogarse en él.

Tanto en Occidente como en Oriente, desde Heráclito y Lao Tsé, el fluir del agua ha ofrecido consuelo y aprendizaje en humildad. Y si, como vimos, las metáforas náuticas pertenecen originalmente a la poesía, ya Cicerón adoptará en Roma esas expresiones en prosa.

En dichas tierras Virgilio había cantado

las terribles armas de Marte y el varón que, huyendo de las riberas de Troya por el rigor de los hados, pisó el primero la Italia y las costas lavinias. Largo tiempo anduvo errante por tierra y por mar, arrastrado a impulso de los dioses, por el furor dela rencorosa Juno.

Los dioses se mudaban del Egeo al Tirreno y el poeta compara la composición literaria a la navegación: “vela dare”, dirá Virgilio en las Geórgicas. El poeta épico viaja por mar en un gran barco, el poeta lírico por río en un pequeño bote. El poeta se confunde con el marinero y su obra con el bote (el bote será el poeta luego en Neruda). Y navegar es peligroso, sobre todo para aquellos sin experiencia o que se embarcan “en un bote que pierde”. Horacio, a punto de arrojarse al Tíber, lo llama padre y dios, pidiendo que cuide bien de su vida y fortunas.
Metáforas de naufragios y derroteros navegantes fructificarán en la edad media. Llegados nuevamente al Aqueronte, lo atraviesan ahora Virgilio y Dante en la barca de Caronte. Virgilio explica el tránsito de las almas desde entonces ligado en la literatura al cruce de los ríos. Francesca se presentará así en la Comedia:

La tierra en que nací está situada en la ribera donde el Po desciende con sus afluentes para acabar en paz.

El segundo libro del Convivio y el Paradiso también comienzan con metáforas náuticas, y leemos en las primeras palabras del Purgatorio:

Para surcar mejores aguas, la navecilla de mi ingenio despliega ahora sus velas, dejando tras de sí un mar tan cruel; y cantaré aquel segundo reino donde el espíritu humano se purifica y se hace digno de subir al cielo.

La “nave de la mente” ya había sido un lugar común en la antigüedad tardía que se preservó en la edad media.

En la lengua castellana, mar y ríos nacen entrelazados en un destino fatal:

Nuestras vidas son los ríos, que van a dar en la mar, que es el morir,

escribirá Jorge Manrique en sus coplas. Mar y barcos son desde entonces imágenes de un dolor inevitable ya que, herencia romana, navegar es necesario, vivir no es necesario (lo que luego retomarán Camoes y Pessoa).

La primera narrativa marítima en nuestra lengua la hallamos en los Diarios de Viaje y Crónicas de Indias, de los que particular provecho sacará luego Alejo Carpentier. Los textos coloniales, “pejes entre dos aguas”, “náufragos entre dos mundos” son testimonio de seres prisioneros de sus barcos. Todos buscamos carabelas para salir de nuestras casas pero, cuando no las encontramos, volvemos a ellas, con tan solo los sueños sobre los barcos. Hay cronistas, poetas, novelistas y cuentistas del mar americano que retomarán más tarde las líneas abiertas por los Naufragios de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, tal vez la primera expresión por excelencia de lo imprevisto y del exilio en América.

Más al sur, con el descubrimiento del río de la Plata por Solís, comenzaron las primeras fundaciones a lo largo del Paraná, que provocaron la huida hacia el interior de los pueblos indígenas que abandonaban sus riberas y ríos. Ulrico Schmidl, un soldado de Pedro de Mendoza, relata estos movimientos constituyéndose en el primer cronista del Río de la Plata. Ruy Díaz de Guzmán será el primero entre los nacidos en el Río de la Plata, a cuyas observaciones se sumarán las que realizara sobre el Paraná y el Iguazú.

Mientras tanto en España el Tajo (que será el Tejo de Pessoa) inspiraba a dos de los grandes autores de la literatura española: Garcilaso y Cervantes.

Para el primero, el Tajo representa todo lo que la naturaleza puede darle al hombre, supone que es gracias a ese río que una ciudad como la suya pudo crearse. El río habría hecho posible a Ur y a Toledo. En cuanto al segundo, cuando éste publica El Quijote y llama a uno de sus amigos para que le explique cómo redactar bien el prólogo, éste le responde:

Para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo con que en vuestra historia se nombre al río Tajo.

El río, símbolo entonces también de erudición, unifica la diversidad de un territorio siendo a la vez un corte en un lugar, como el Támesis que cruzaba a remo Shakespeare para ir al Teatro del Globo.

Ya entrado el siglo XVII el eterno rival dramático de Cervantes, Lope de Vega, poetizará en La Dorotea la pena de los barcos:

¡Pobre barquilla mía, entre peñascos rota, sin velas desvelada y entre las olas sola! ¿A dónde vas perdida, adónde, di, te engolfas, que no hay deseos cuerdos con esperanzas locas?
En otra latitud y otra lengua de unas islas europeas, Jonathan Swift usaba los viajes por mar para crear el ambiente de sus críticas sociales y Daniel Defoe consagraba una epopeya del hombre frente al mar por todos conocida: Robinson Crusoe.

Mientras tanto en el continente el Danubio ocuparía un lugar privilegiado para Heine (como hoy para Claudio Magris), pero quizás sea el Sena el río emblema de la literatura europea y es difícil para mí verlo sin recordar la visión del mismo de Rastignac al final de Papa Goriot.

Los ríos y mares que miramos, como los tigres de Borges, están contaminados por todo lo que se ha escrito sobre ellos. El primer poeta argentino que dejará su marca sobre el Paraná será Manuel de Lavardén. En La Cautiva de Echeverría hay solamente un riacho. Igualmente ocurre con los charcos de El Matadero. En 1858 aparecerá El Tempe Argentino, de Marcos Sastre, en romántica referencia al Tempe de las Geórgicas de Virgilio, comparando asimismo nuestro Delta con el del Nilo. Pero antes y después está Sarmiento y sus sueños de navegabilidad de los ríos argentinos. El río permite el escape (en la Amalia de Mármol es camino a Montevideo) y es potencia de futuro que espera inundar el desierto. Pero no se hace costumbre en nuestras tierras, preñadas de un pasado español carente a los ojos de Sarmiento del espíritu y la tecnología anglosajonas. Esta reflexión la retomará Saer en El río sin orillas, suponiendo que el aborigen se "resigna a sobrevivir a costillas de la amistad del primer mundo con el agua", que el infierno latinoamericano está franqueado por las aguas que hay que vencer para llegar al paraíso americano (pensemos en los cubanos balseros), que los ríos (Amazonas, Paraná, Coatzacoalcos, Magdalena) son refugios de narcotraficantes y pirañas antes que vías de comunicación. Saer encuentra pocos rastros de los grandes ríos (Paraná, Uruguay, Río de la Plata) en el imaginario popular, a pesar de que los mismos durante varios siglos

fueron la única parte habitada, vía de comunicación, lugar de recreo, de comercio y también de paisaje, fuente de litigio y campo de batalla.

El río sin orillas que se funde con el mar podrían hacer de Buenos Aires una “señora de la navegación”, según Sarmiento, quien nos confiesa:

¡Los ríos argentinos! Ellos han sido mi sueño dorado, la alucinación de mis cavilaciones, la utopía de mis sistemas políticos, la panacea de nuestros males, el tema de mis lucubraciones, y si hubiera sabido medir versos, el asunto de un poema eterno. En el Rin, en el Mississipi, en el Sena o en el San Lorenzo, yo no vi, yo no buscaba sino la imagen, los rivales del Uruguay y del Paraná. Tres veces he descrito en mis diversas publicaciones el Entre Ríos que bañan, y una de ellas en Alemania sin estímulo ni previsión política. El Entre Ríos era la isla de Calipso, adonde mi espíritu volaba de todas partes en busca de una patria definitiva para acabar mis oscuros días. Y bien, ni los ríos ni el país que casi circundaban me eran conocidos. Nacido a la falda de los Andes, todos los acontecimientos notables de mi vida han principiado por pasarlos y repasarlos de uno a otro lado.

La Armada y los Talleres de Marina fueron obra suya. Su compromiso con el Delta fue político, periodístico y existencial, educativo pero también literario. Pensaba en hacer del mismo una Venecia gigantesca y establecer toda la emigración en el archipiélago del Plata y el Paraná. Pero "el caballo y las estancias detestan el dinamismo del agua", afirmaba.

Mientras tanto España parecía haber perdido en sus letras el mar antes que en las batallas. Nada va quedando cuando José de Espronceda escribe su Canción del Pirata, ignorando ya las condiciones reales de vida de los hombres de mar.

Promesa y escenario privilegiado de aventuras comenzaban a ser los Estados Unidos donde “la parte acuática del mundo”, como se lee al principio de Moby Dick, estuvo siempre tras las palabras de Melville. Su mar y su ballena son como la pampa de Sarmiento, desmesurados, pesadillescos. Y la caza del gigante blanco es a la vez el ideal y la lucha contra la fuerza del mal, la barbarie sarmientina. El cetáceo neoyorkino también será escenario de la infancia de Whitman, quien nace en una isla y en “Canto de América” recuerda su amor por el mar y los barcos, su amistad con marinos y pilotos que le permiten navegar y entender lo que une al mar con las muchedumbres:

Qué corrientes oceánicas, qué reflujos por debajo, Y también las grandes mareas de humanidad con sus siempre cambiantes movimientos.
Muchedumbres son las que leerán las 20.000 leguas de viaje submarino y las que atravesara Baudelaire con sus “flores del Mal”:

Hombre libre, por siempre has de querer al mar.
Es tu espejo, contemplas a tu espíritu mismo
en su ola que se desenrolla sin cesar
y tu alma no es menos amarga que su abismo…
Ambos sois tenebrosos y a la vez discretos

Pero esos mares pueden hiptnotizar fácilmente a un adolescente, mejor volvamos al río:

Cuando encuentro un personaje bien dibujado en ficción o biografía generalmente me genera un cálido interés personal, por la razón de que lo he conocido antes –en el río,
escribió Mark Twain. Ese río era el Mississipi. Bien valía la pena leer sobre el río más largo y torcido del mundo, nos dice en su evocativa Vida en el Mississippi (1883). Allí encontraría a algunos de sus personajes principales que alimentarán el mito del río en Las Aventuras de Tom Sawyer y Las Aventuras de Huckleberry Finn. Había sido la experiencia principal de su niñez, hasta llegar a ser piloto. Lo celebraba y a aquellos que trabajaban en él, pero éste también acogía bandidos, asesinos y comerciantes de esclavos. Ir río arriba hoy en inglés también significa llevarte a prisión (porque Sing Sing está río arriba sobre el Hudson) y ser enviado río abajo es hacerlo como esclavo a las plantaciones.

Mentras tanto, decíamos, la literatura española iba perdiendo el mar, ya era de otros. Pérez Galdós escribe Trafalgar sesenta años después de la derrota señalando definitivamente el fin de las ambiciones marítimas españolas. El imperio español ya se había perdido en el mar, no sino después de dejar su lengua en América.

Llegaban otros tiempos, los tiempos de Conrad y Stevenson. Conrad escribiendo a bordo en la lengua del nuevo imperio que era, también, la lengua de las tripulaciones, “porque de ser marino hay que ser inglés”, y remontábamos con él el río Congo hacia el corazón de las tinieblas, fascinados por el abismo y atentos al cargamento que se nos había confiado. Y Stevenson llevándonos hacia el exilio en los mares del sur, las islas con promesas de tesoros escondidos, pero también conduciéndonos a los menos conocidos ríos y arroyos de su Escocia natal, que creía casi sagrados.

Más popular que esos ríos será en Norteamérica la relación de Jack London con el Yukón, un escritor que negociaba canales de navegación y pirateaba en los criaderos de ostras de la Bahía de San Francisco, cazaba focas en la costa del Japón y navegaba su propio bote, el Snark, a través del pacífico con su mujer. Educándose a sí mismo, vio la tradición marítima como un escenario para su aventura literaria. Melville le había influído, sin dudas. Su relato “El Lobo Marino” es considerado uno de los mejores cuentos de mar que se hallan escrito.

Quien nos permite hacer el puente entre el Norteamérica y España es ahora Hemingway, que también tenía su vejez junto a su mar. En la España de esos años será Pío Baroja quien escriba una serie de novelas el mar con una visión del rol de los vascos en el tráfico de ébano, transportando esclavos en sus buques.

En Argentina llegará entonces el momento de Horacio Quiroga para hacernos leer el río, tanto en el Delta del Tigre como en la selva misionera. Recuerda Martínez Estrada:

Evité tenazmente, hasta que tuve que ceder, acompañar a Quiroga en sus acrobacias náuticas. Invitaba con voz que podía signficar- “¿Qué le parece si nos estrelláramos esta tarde? ¿No le resultaría magnífico que nos ahogáramos en el Tigre? Ni él ni yo sabíamos nadar, ineptitud a la que no daba ninguna importancia. Pero había siempre una romántica persuasión en su “Invitation au Voyage”. Como un jugador se entrega al azar con los ojos cerrados, se abandonaba él al albur de la tragedia. Quiroga navegaba en el Tigre como Jack London en los archipiélagos del Pacífico. No podía esperarse otro gozo que el de la emoción violenta, el peligro como fin y finalidad de la excursión. Quiroga empuñaba el timón, con toda la arrogancia de un almirante holandés, acurrucado en la popa. Era un jinete y no un piloto, que alardeaba de no tener idea de lo que estaba haciendo. (El hermano Quiroga)
La libre navegación de los ríos por la que Sarmiento abogaba es tema de los cuentos de Quiroga como se ha visto en “La guerra de los yacarés”, “El paso del Yabebirí” y sobre todo en “El regreso de Anaconda”. En el río se enfrentan animales y hombres, selva y ciudad, naturaleza y progreso, mientras cruza su prosa la pregunta: ¿de quién y para qué son las tierras, los ríos y los caminos? ¿Y cómo se zanja esa cuestión? En “El regreso de Anaconda”, la discusión por el libre paso del río se entrelaza con la idea de la reconquista del mismo por parte de los animales que sufren el avance de la civilización.

Los cuentos de Quiroga dejan bañadas de sangre sus orillas. Sabemos del fin trágico de Quiroga como el de Lugones, cuya muerte también quedó vinculada al Delta. Arturo Capdevila le dedicará un poema titulado “En la muerte de Leopoldo Lugones”, donde evoca los paseos en las islas. ¿Por qué las habría elegido Lugones para suicidarse? Así reflexionó Borges al respecto:

Ninguna otra ciudad linda con un secreto archipiélago de verdes islas que se alejan y pierden en las dudosas aguas de un río tan lento que la literatura ha podido llamarlo inmóvil. En una de ellas, que no he visto, se mató Leopoldo Lugones, que habrá sentido, acaso por primera vez en su vida, que estaba libre, al fin, del misterioso deber de buscar metáforas, adjetivos y verbos para todas las cosas del mundo.
Lugones se descerrajó un tiro. Otros se arrojan al río. Pero si Pascal definió a los ríos como “caminos que se mueven”, a dónde esperan ir quienes como el inspector Javert de “Los miserables” se suicidan en sus aguas? ¿Y quienes se entregan al mar, como Alfonsina? ¿O quienes como Aschenbach encuentran la muerte en Venecia de un ataque al corazón en la playa, observando la belleza alejarse iluminada por el sol? ¿Qué es lo que sucede en puentes como el que Ivo Andric situó sobre el Drina, frontera natural entre Bosnia y Serbia, desde donde se arroja al río a la bella desposada contra su voluntad? ¿Cómo se conjugan en Camus el mar y el desierto, y la caída en el río de La chute? Las aguas también cobijaron la angustia insoportable de Paul Celan, el poeta rumano, que se arrojó del puente Mirabeau antes inmortalizado por la poesía romántica francesa.

Ahogada en un hábil juego de palabras resulta asimismo la mujer del narrador del cuento “El río” de Julio Cortázar:

Y sí, parece que es así, que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca pastosa… [… y el final] miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos.

La reflexión sobre la muerte es una reflexión sobre el tiempo. Y si bien en poesía el río fue pintado como nadie en Argentina por Juan L. Ortiz, fue a Borges a quien el río de Heráclito, pero sobre todo el Ganges, le ayudó a estetizar esa reflexión sobre el tiempo.

A Roberto Arlt, en cambio, le preocuparon otras cosas del río: la vida en el Delta (sus cenizas fueron arrojadas allí a su pedido), por lo que escribió una serie de artículos que reflejaban los problemas de sus habitantes, recopilados entre sus Aguafuertes porteñas. Una novela representativa de la zona es La ribera, de Enrique Wernicke, quien viviera en el Delta ambientando allí algunos relatos y otra novela, breve, El agua. Haroldo Conti noveló también sobre su vida en él: decía que “un hombre sin barco no está completo”. Maestro de escuela primaria y navegante, Sudeste fue su primera novela con el paisaje casi como un personaje, especie de dios que rige los destinos de los que habitan sus orillas, gente solitaria, taciturna, que vive de la pesca y de la recolección del junco y come galleta con mate o algún barroso pescado. Entre ellos está el Boga, río arriba en su pequeño bote, cada día más ensimismado y desprendido de lo que lo rodea.

No lejos de esa estética pero con el mar hallamos al peruano Julio Ramón Ribeyro en su cuento “Mar afuera”:

Desde que zarpara la barca, Janampa había pronunciado sólo dos o tres palabras, siempre oscuras, cargadas de reserva.

Es un sanador ejercicio escuchar estos estos barcos que navegan en los mares mientras soñamos con la Universidad de “Los Jacarandás”, relato de este mismo autor, cuyo rector había sido previamente capitán de un barco mercante. Después de todo, Lima “aparece en su origen como la tienda de un capitán venido de lejanas tierras”. Si seguimos en el Perú, en “La casa verde”de Vargas Llosa el personaje Fushía es el movimiento mismo del río . La lancha “cabecea sobre las aguas turbias” en el comienzo de la novela:

Y al anochecer ella escapó como él le dijo, bajó el barranco y Fushía por qué te demoraste tanto, rápido, a la lanchita. Se alejaron de Uchamala con el motor apagado, casi a oscuras, y él todo el tiempo ¿no te habrán visto, Lalita?, pobre de ti si te vieron, me estoy jugando el pescuezo, no sé por qué lo hago y ella, que iba de puntero, cuidado, un remolino y a la izquierda rocas. Por fin se refugiaron en una playa, escondieron la lancha, se tumbaron en la arena. Y él estoy celoso, Lalita, no me cuentes del perro de Reátegui, pero necesitaba una lancha y comida, nos esperan días amargos pero ya verás, saldré adelante y ella saldrás, yo te ayudaré, Fushía.

El río y el mar nos permiten recorrer la literatura argentina y latinoamericana, puesto que el agua insiste “en mirar y que la miraran” (Felisberto Hernández, “La casa inundada”).

Decíamos antes que Alejo Carpentier sacará particular provecho de los Diarios de Viaje y Crónicas de Indias. En el mar del “El arpa y la sombra” aquel que es “transeúnte de nebulosas, viendo cosas que no acaban de hacerse inteligibles, comparables, explicables, en lenguaje de Odisea o en lenguaje de Génesis” corre el riesgo de ser vomitado por las ballenas. Los marineros son los que viven de día en la noche, puentes entre tiempos y espacios, hombres de todas partes y ninguna, cartógrafos cognitivos que dibujan la desaparición. Como aquel pelirrojo hidalgo que
al ser condenado a destierro por delito de homicidio, había emprendido una navegación fuera de los rumbos usuales, que lo condujo a una enorme tierra a la que llamó “Tierra Verde”, por lo verdes que estaban allí los árboles (El arpa y la sombra).

El siglo de las luces abre asimismo con Carlos cruzando la bahía de La Habana en un bote bajo un sol quemante que crea espejismos de luz en la superficie del agua. Carpentier navega en círculos, siempre contemplando desde la otra orilla lo que ha perdido y debe recuperar. Para ello también ficcionalizó su propia existencia en el Orinoco, remontándolo en Los Pasos Perdidos en el medio del camino de su vida, como Dante.

Alonso Ramírez, marinero náufrago; Juan de Emberas, cargado con la roca de Sísifo “en constante y circular trayecto de Europa hacia América y de vuelta a Europa” como en los viajes transatlánticos de Henry James, son algunas de las figuras que dieron origen al arquetipo del navegante en los viajes a América, en naves que han sido la posibilidad de aventuras, fortuna y conocimiento.

Pero cómo hablar del mar en la literatura latinoamericana y no mencionar a Neruda y sus " Odas elementales " y " Navegaciones y regresos ". Desde Isla Negra y a lo largo de la costa de Chile junto a sus piedras, en su “barcarola” o en su canto a los ríos de Alemania:

Sobre las viejas venas azules de la tierra,
Para que así se lave junto al agua sangrienta
El corazón del hombre cuando nazca de nuevo.


Para nacer de nuevo Guimaraes Rosa buscaba en Brasil esa cosa móvil imposible, perturbante, rebelde a cualquier lógica, que es también el río. El cuento “La tercera margen del río” es la historia de un padre de familia del sertón que manda a construir una canoa para un día internarse en el río para siempre. Rema contra la corriente y se mantiene con vida de esta manera, es decir, no se lo lleva el mar. El hombre está destinado a esa canoa y la canoa a ese río. Como Noé con su arca, el padre es profeta de un apocalipsis en el río San Francisco, río que Guimaraes amaba y que ha sido llamado “de la integración nacional”. Alguna vez dijo que le habría gustado ser como un cocodrilo viviendo en el San Francisco, porque el cocodrilo es como un maestro de la metafísica. Muchas veces dijo que amaba los grandes ríos del Brasil porque representaban la eternidad, que la misma palabra “rio” era una palabra mágica para conjugar la eternidad. El padre del cuento parece ser aquí alguien que busca la sabiduría, a quien le ha llegado o quien pretende conservarla. El río es su casa porque allí “o silencio mora”. Caetano veloso se inspiraría en este cuento para cantarle a las “márgenes de la palabra”, palabra hecha de agua callada, purificadora como la del Ganges, iluminadora “entre as escuras duas”.

Volviendo al Perú, con Arguedas atravesamos ríos profundos cuando pinta el desmembramiento de las comunidades indígenas a medida en que migran de la sierra a la costa, cruzándose él a sí mismo andando, junto a su padre, “por donde nadie más que el agua camina”. Y sugiere que tal vez habría que ser

como ese río imperturbable y cristalino, como sus aguas vencedoras. ¡Como tú, río Pachachaca! ¡Hermoso caballo de crin brillante, indetenible y permanente, que marcha por el más profundo camino terrestre” (Los ríos profundos).

Y se encuentra refugio y descanso en el río:

A veces, podía llegar al río, tras varias horas de andar. Llegaba a él cuando más abrumado y doliente me sentía. Lo contemplaba, de pie sobre el releje del gran puente, apoyándome en una de las cruces de piedra que hay clavadas en lo alto de la columna central (…) Yo no sabía si amaba más al puente o al río. Pero ambos despejaban mi alma, la inundaban de fortaleza y de heroicos sueños.
O vigilias, como la del almirante de Roa Bastos que

formado en el duro oficio de marino, no entiende muy bien la agitación de las Cortes, la hipocresía de los cortesanos: menos aún la falsa atmósfera de foros y cenáculos científicos y literarios.
O la del almirante de Alvaro Mutis, quien remonta la corriente de un río y recuenta una existencia de destino truncado mientras de la conversación y la memoria surgen episodos de navegaciones por mares lejanos.

En la literatura argentina de las últimas décadas es Juan José Saer quien inquietó mi presente con imágenes del río. Pero para relatos de viajeros por ríos y mares, nadie como Paul Theroux: The kingdom by the sea, Down the Yangtze, The Happy Isles of Oceania, Riding the Iron Rooster, The Great Railway Bazaar, The Pillars of Hercules.

Tuve además la suerte de conocer a Milton Hatoum, que lleva consigo el Amazonas. Ayer me hice amigo por Facebook de Leopoldo Brizuela, nacido en Tolosa y criado entre los relatos de los compañeros de su padre, un trabajador del mar.

Salgari, Lord Byron y sus piratas y corsarios, el mar dulce de Payró, la navidad en el Hudson de García Lorca, el mar de Vinicius, el río Masacre del dominicano Prestol Castillo, la saga de Eric el Rojo, la balada del viejo marinero de Coleridge, el viaje de Bouganville, los acuáticos de Marcelo Cohen, el naufragio de La invención de Morel…la lista es infinita.

Pero siempre el río lleva todo lo heterogéneo hacia el mar. Si la vida es un río, todavía puedo soñar con mi bote, como en mi niñez. Y ya lo tengo visto. Para navegar por “los ríos de babilonia”, frase que alude a aquellos en luto por los muertos o por la destrucción de algo apasionadamente valorado y dejar de estar “all at sea” (se dice en inglés de quien está confundido o no sabe como manejar una situación).

Cervantes herido por la flota turca, Shakespeare asomado al mediterráneo, Homero y sus epopeyas marinas, hablan de un vínculo conflictivo de la literatura con el mar. Pero mucho más desconfiada es aún esta relación en América: de él vinieron la esclavitud, la conquista, la extinción. Hubo un tiempo, sin embargo, en que el mar era emblema del enigma. Un espejo del cielo. Los dioses y los seres mitológicos se abatían como olas sobre los hombres para recordarles la débil trama que los unía la vida. La gente que anda embarcada por ello desde siempre ha tendo el alma errante e inestable. Y así leemos en la Oda Marítima de Alvaro de Campos:

Oh fugas contnuas, idas, ebriedad de lo Diverso!
Alma eterna de los navegadores y las navegaciones
Ir, ir, ir
Fenicios, cartagineses, portugueses
Para la aventura indefinida, para el mar absoluto, para realizar lo imposible.
Finalmente, en mi última lectura, John Berger me ha regalado la comparación del Ulises con un océano, preguntándose si no era el libro más líquido que jamás se haya escrito:

Hoy, cincuenta años más tarde, continúo viviendo la vida por la cual Joyce hizo tanto para prepararme, y me he convertido en un escritor. Fue él quien me mostró, antes de que yo supiera nada, que la literatura es enemiga de todas las jerarquías y que separar los hechos de la imaginación, los eventos de los sentimientos, el protagonista del narrador, es quedarse en tierra firme y nunca hacerse a la mar (La primera y última receta: el Ulises).