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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

martes, 29 de diciembre de 2009

Llegada

La libertad sexual castró la libertad política en Blackhole. Lo obsceno ha sido justificado para poder permitir el racismo. Allí empezó el suplicio como una intrincada voz de vileza y disimulo. Para Fabián, aún en cámara, obtener prestigio y diferenciarse era una preocupación vital. Y a él también le llegaría su turno. Todos sus instrumentos poseían la elegancia de los insectos. José, preocupado por la llegada, también se dejaba obsesionar por el sexo. Y era extraña la ligereza con que ambos creían que todo les saldría bien.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Vivir con los otros

La sociedad es el producto de los vínculos entre las personas. Las formas de esos vínculos se construyen en las condiciones de desigualdad, diversidad y diferencia en las que están ubicados los sujetos que la habitan y desde donde ejercitan su acción social y construyen su ciudadanía. Eso que llamamos “ciudadanía” constituye en este marco un espacio de derechos, que a veces desconocemos o tememos ejercer, y diferentes responsabilidades según nuestra situación, que muchas veces evitamos o no asumimos. Pero además, lo que no siempre recordamos, supone una capacidad para transformarnos a nosotros mismos que tendemos a olvidar. De allí aquella frase que dice que “la ciudadanía empieza por casa”, se construye a partir de su ejercicio, implica un “poder hacer” en las condiciones contextuales en las que nos hayamos inmersos, en el marco de nuestras relaciones, nuestro capital social y nuestra participación en la construcción de nuestro hogar, pueblo, ciudad, país, continente: el lugar donde somos, desde nuestro propio lenguaje a nuestros ríos, desde nuestras calles a nuestra imaginación.
Por eso ese ejercicio es un ejercicio del presente pero que cuenta con una historia, que supone proyectos y acciones que pueden tomar diversas formas y que siempre incluyen valores y grados de responsabilidad, compromisos y solidaridades impostergables en pos de la sustentabilidad de nuestras vidas y nuestras sociedades.
Atentos a esto último es que no deja de ser preocupante que el cultivo del individualismo, las dificultades consiguientes para el reconocimiento del otro y la aceptación de las diferencias, los fenómenos de desintegración socioidentitaria ante la crisis de la educación, el trabajo y el viejo Estado, la crisis de los valores del humanismo en un contexto post-existencialista, la fragilidad institucional, la aceptación del enfrentamiento y la violencia como modo de resolución de conflictos y de realización identitaria, la mecanización de la existencia, una cultura paranoica y de inseguridad social, sean todas realidades que nos acosen día a día. Ante ello, es necesario crear climas de convivencia e integración, promoviendo soluciones alternativas y no violentas de conflictos, buscando el logro de la “buena vida” en comunidad.
La filosofía, naturalmente dialógica, nos recuerda que es posible confrontar posiciones y recoger “lo mejor” de cada una de ellas, disciplina siempre abierta socráticamente al encuentro y a la escucha del otro. Por ello no está de más recordar un acto político-filosófico que recrea la sociedad: el reconocimiento. A mayor reconocimiento, mayor ciudadanía y mayor convivencialidad. Los ideales sociales continuarán siendo una utopía mientras no sustituyamos la instrumentación del otro por la ciudadanía y la convivencialidad. Es necesario, para ello, trabajar en pos de una moral comunitaria centrada en el respeto mutuo y potenciar las formas de solidaridad y cooperación que hacen posible que sigamos llamándonos “ciudadanos” y una “sociedad”.
Generar espacios que ofrezcan ámbitos de reflexión sobre lo que nos une y lo que puede unirnos es comprometerse con la construcción de una cultura plural, de diálogos y consensos. Estos espacios pueden fomentar un clima de convivencia de ciudadanos y saberes que promuevan una integración social dinámica del país. Si la Argentina sigue siendo la abierta posibilidad del encuentro con un horizonte de esperanza, es bueno recordar para qué nos juntamos, para qué dialogamos.
El diálogo, el consenso, la cooperación, son herramientas vitales en la construcción de ciudadanía, para la cual es también esencial la recuperación de espacios públicos y la reflexión sobre las nuevas tecnologías. Pero debemos promover esto último a través de un pensamiento ecológico integrador de naturaleza y Estado, técnica y civilidad.
Después de años terribles en los que no se le permitió hablar, la sociedad argentina ha dejado en buena medida de escuchar. Hoy tenemos que volver a aprender a escuchar. Hegel respondió una vez a la pregunta “¿Qué es la cultura?” diciendo que es la capacidad de pensar realmente una vez los pensamientos de otro. Es decir, haciéndolo valer y, a su vez, haciéndonos valer de otra manera, al escucharlo. Se trata de aprender a escuchar y comprender. Lo que somos se construye en nuestras conversaciones acerca de nosotros mismos. Por eso el hecho de sentir, de ver, de escuchar, de compartir la experiencia tenía para Aristóteles un significado político.
Los síntomas de anomia social que pueden percibirse en Argentina reflejan esencialmente problemas de integración y cooperación social. Una sociedad fragmentada en buena medida no ha sido capaz de engendar actores sociales y políticas sustentables centradas en la noción de bienestar colectivo y ciudadano, más allá de los esfuerzos realizados en algunos casos.
Una cultura fuertemente individualista es una fuente importante de anomia: cuando lo público no es lo propio sino lo de otros, cuando la ciudadanía está maltrecha, se explican más fácilmente los numerosos juicios contra el Estado, la contaminación, la suciedad y el deterioro de los espacios públicos. Nuestra sociedad posee aún problemas serios de integración social: débiles sentimientos de pertenencia a un todo y empobrecidos lazos de solidaridad que hacen que la desconfianza hacia el otro se generalice. Esta realidad exige un trabajo de investigación, reflexión y debate considerables. No hay perspectiva de superar la debilidad del Estado sino se fomenta el surgimiento de una ciudadanía con el poder suficiente para ir en esta dirección y el convencimiento que de que sólo articulándose, esto es, generando sólidas alianzas entre diversas fuerzas sociales, es posible generar poder suficiente para vencer la anomia social.
De una cultura del simulacro y el consumo individual a una cultura ciudadana del encuentro con el otro: éste sería el camino a recorrer. El primero deja poco espacio para la transformación de lo social y desacredita utopías colectivas. Y toda interlocución, o toda reflexión con el otro, se nos presenta como un paso al abismo, una pérdida de control ante lo que se desea y se teme. Pero sin esta interlocución sólo se genera lo mismo. Sólo pensamos donde no somos.
Son muchas las prácticas y consumos culturales habituales en la vida a partir de las cuales nos vamos constituyendo como ciudadanos. Nos atraviesan múltiples discursos e incluso varios modelos de ciudadanía que podrían también dialogar entre sí. Por eso es importante generar en la escuela el espacio para estos diálogos, el ámbito para la construcción de una conciencia crítica de la propia ciudadanía y sus laberintos que además, en el caso de los adolescentes y jóvenes de hoy, requiere asimismo de un acercamiento a la comprensión de sus discursos, supone capturar los sentidos que se despliegan en sus modos singulares de relacionarse en el intento de lograr su lugar como ciudadanos.
La ciudadanía no es una abstracción sino un conjunto de prácticas sociales. Un proceso de construcción de ciudadanía implica necesariamente la revisión de estereotipos y prejuicios largamente fijados en los imaginarios sociales hegemónicos. Y sigue siendo una falacia considerar la ciudadanía política separada de la ciudadanía económica-social. Tenemos que participar en los debates de las decisiones que moldean nuestras vidas. Para ello, se hace fundamental visualizar con claridad la estrecha relación que existe entre las estrategias de integración y participación social y la extensión de la ciudadanía plena para todos los habitantes. Porque para el logro de mayores niveles de equidad se precisa la construcción de una ciudadanía con fuerte carácter inclusivo que habilite la posibilidad de compartir un espacio y un tiempo común en nuestra sociedad, participando en el mayor grado posible de la elaboración de sentido en el sistema social y formando parte de una comunidad inevitable de destinos.
Por ello queremos recordar aquí que el acontecimiento de la ciudadanía sólo es posible y viene con la apertura hacia lo otro, con la escucha del otro, y que nos debemos entonces la construcción de nuevos modelos compartidos de escucha, de apertura, de paciencia, de espera, de comprensión. La comprensión es premisa de justicia. Pero comprender no significa justificar ni aceptar lo inaceptable. Una sociedad sin ideales es la mejor garantía para el deterioro. Contra ello, para construir ciudadanía, para escuchar, comprender y no aceptar lo inaceptable, la maltrecha educación y la deteriorada política deberían seguir siendo la posibilidad de capacitarnos para la vida social y ciudadana, es decir, a vivir con los otros.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Cometa

La irrelevancia les concierne. La vida es como un cuento rebosante de palabrería y frenesí sin sentido alguno, narrado por un idiota, proclamaba el Motú, recordando alguna de sus lecturas. Y es que parecía inconcebible que una lengua espectacular de llama blanca como la leche, saliendo y poniéndose con las estrellas, noche tras noche, estuviera allí, sin ninguna razón, y que no trajera ningún presagio sobre las cuestiones humanas. Es por eso que algunos creen que el cielo lo castigó a Martín por haber creído demasiado en él. La noche auténtica habría empezado así, y el universo habría recordado que era consustancialmente hostil a la vida.

Yo soy el universo que se mueve, alardeaba Max.

Las estrellas son marcas, páginas en blanco de un libro en el espacio. Un pequeño cometa choca contra la Tierra y nuestra respuesta es la inmediata autodestrucción. Porque, en general, el cielo no cambia mucho. La noche, gran piel de un animal negro arrojada sobre el cielo, había sido amada con demasiado fervor como para ahora, encima, temerle. El problema es de los paganos, que viven en este mundo sin el consolador sentimiento de que hay en el cielo alguien que se ocupa de ellos y que, al rezar, atenderá a su bienestar privado y personal. La noche, disposición misteriosa de implacable manto, de inefable lógica, para un objetivo vano, recuerda a quienes la contemplan que todo lo que se construye es vacío, sin consistencia, al borde de lagos negros. Y Giovanni extiende ese manto, peor que nunca, cuando amanece.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Dejar

Los dos extraños buches que se hacía Martín cuando aún tenía que lavarse los dientes tenían ambos un sentido. Ahora, con los fracasos ajados, ya no lo tendrían. Todos los buches deberían tener un sentido, pero no lo tienen. Ya no quedan entre los dientes ni migas de pan ni existencia. Así irrumpió el rostro impotente que ama poner y detesta sacar. Intentando despedazar su desfallecimiento, Martín Walker deja de lavarse los dientes y celebra la levísima sonoridad de las aves que se van. Había muerto en tierra extraña y desconocida, en el ambiguo lecho de una posada, viejo y afeado, ya sabiendo que no era inteligencia todo lo que brillaba, que había trampas de corbata y barba. Por ese entonces, se asustaba de los extraños y hoy, aparentemente muerto, todavía se asusta.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Mirar

No me pregunten mi opinión. Estamos de un lado los que lo conocimos y del otro los que no lo conocieron. Igual sucedía con Macasar. Nadie que yo conozca lo vio alguna vez leyendo a Proust, aunque quienes lo conocen dicen que lo hacía. Nadie que lo llame valiente, aunque quienes lo conocen dicen que lo era. Pero, en este último caso, nadie necesitaba decirle eso a él, y el no necesitaba que se lo dijeran.

Macasar siempre llamaba y colgaba. Escuchaba y colgaba. O se quedaba ahí, esperando, y no decía nada. Como muchos, ha sentido seguramente en el subte la impresión súbita e insoportable de ser espiado por la espalda. ¡Qué angustia descubrir de pronto esa mirada, como un medio universal del que no podemos evadirnos! Pero Macasar conocía perfectamente también el lugar desde el que miraba. Y simulaba no darse cuenta, como muchos que saben que pasar por idiota a los ojos de un imbécil es un deleite de muy buen gusto. En la marca de la rodilla de su pantalón se advierte que todas las noches mira debajo de la cama para certificarse de que no haya nada ni nadie extraño. Pero en las noches de calor y pesadillas asoma por allí mismo la larga fila de enfermos que esperan el más mínimo óbolo, un tazón de arroz o una insignificante moneda, tratando de retener la atención, tendiendo manos descarnadas o mirando fijamente con una tensión ocular tan profunda como interrogante, como la mirada de un animalito perdido en el bosque. Macasar era un felino que nunca se cansaba de agazapar. Antes es, ahora era. Como Martín, no sabía rezar. Aunque era y es. Sólo quería ofrecer sus ojos caídos.