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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

domingo, 7 de enero de 1996

Los inmigrantes y la literatura argentina

Modernización

            Dificilmente sorprenda a alguien diciendo que la inmigración ha llegado de la mano de la modernización en la Argentina. Es más, que fue uno de las metas privilegiadas de el programa modernizador de la segunda mitad del siglo XIX. Pero siempre que llovió, paró, y con las primeras hueglas de comienzos del siglo veinte el entusiasmo y optimismo iniciales con respecto al papel del inmigrante fue decayendo hasta incluso llegando a ocupar la posición del indeseado, del culpable de todos los “males” que comenzaban a aquejar las tierras argentinas. Los “males” de la modernización eran convertidos en “males” de la inmigración. De allí que se creyó que mediante leyes (como la Ley de Residencia, por ejemplo) y persecuciones al “elemento foráneo” que regularan la presencia de éste en el país, los “males” desaparecerían.

            Cuando se discutió en el Congreso el proyecto de Ley de Residencia que autorizaba a expulsar del país a cualquier extranjero que se crea “compromete la seguridad nacional o causa disturbios en el orden público”, pocos congresales, entre ellos Carlos Pellegrini (hijo de inmigrantes), protestaron por las implicaciones que una medida tal tendría: desaliento a la inmigración, abandono de la tradición liberal.

            En enero de 1919, luego de que se produjera un retorno violento de la ola inmigratoria, se produce la gran huelga metalúrgica en la que casi todos sus participantes eran inmigrantes, y que culminaría con la “Semana Trágica”.

            Estas son medidas y hechos que constituyen un ejemplo de lo que se estaba produciendo en el imaginario social: el cosmopolitismo liberal comenzaba a generar un fenómeno de signo opuesto: el nacionalismo conservador. Cada vez que aparece uno, reaparece el otro. Y los nacionalistas inclusive se proponen como modelo alternativo de modernización argumentando que el criollo, el “hijo de la patria”, tiene condiciones laborales y culturales harto superiores a las del inmigrante. Y que éste último probablemente haría “retardar” las áreas rurales.

            En el cuento de Horacio Quiroga, “El hombre artificial” (1910), nos encontramos con dos inmigrantes: el ruso Donissoff, que llega a Buenos Aires en 1905, y el italiano Marco Sivel, que llega en 1904. Junto a un argentino, Ricardo Ortiz, nacido en la capital, montan un laboratorio con máquinas e instrumentos encargados a los Estados Unidos. El experimento a realizar puede leerse como la construcción de la nación. Un ruso, un italiano, un criollo, y el instrumental norteamericano. El argentino, Ortiz, es pesimista al respecto: “¡No se puede, Donissoff, es imposible!”. Y podemos decir que hay dos “criaturas”. Una es Biógeno: el hombre artificial. Y la otra es el mismo Ortiz. Los experimentadores buscan implantarle dolor a Biógeno. Es lo que éste necesita para ser humano, para ser un país: tener la experiencia, haber vivido. Para vivir se necesita haber vivido. Pero son dos los que no han vivido. Porque Ortiz no ha sufrido aún. Entonces tiene que ganar ese sufrimiento torturando. Ortiz duda y finalmente mata a Donissoff. Eso permite que Ortiz llore, que Ortiz sufra. Pero al mismo tiempo era el fin de toda ilusión utópica: “Todo estaba concluído”.

            Buenos Aires era a principios de siglo una ciudad llena de carteristas y de ladrones profesionales, personajes que pueblan la modernidad tanto como los sujetos divididos que ocupan posiciones cambiantes, que son muchas cosas al mismo tiempo, como Tartarín Moreira, el personaje de Juan Jose de Soiza Reilly en La ciudad de los locos, novela que aparece en 1914.

            Si bien a los efectos de la brevedad de este ensayo nos ocuparemos

solamente de la Argentina, este fenómeno puede hacerse extensivo a buena parte de América Latina e incluso a los Estados Unidos donde, en 1917, el Congreso promulgaba una ley -por sobre el veto presidencial- prohibiendo la admisión de los extranjeros que no pasen un test de lectoescritura: otra de las figuras privilegiadas de la modernización, junto con el problema de la mentira/verdad y las simulaciones que hacen decir a Haffner, el personaje de Roberto Arlt: “Soy un civilizado. No puedo creer en el coraje. Creo en la traición”.

            Los inmigrantes se constituirán en la fuerza motriz de la modernización: en 1928 el personal auxiliar de trenes y tranvías (transporte) era casi exclusivamente italiano o español, igualmente los enfermero/as de los hospitales y casas de primeros auxilios (salud).

Historia de una posición

            Durante el siglo XIX la inmigración italiana a Sudamérica supera a la destinada a Norteamérica. La tarea que les tocara realizar a los italianos en la Argentina durante la segunda mitad del siglo XIX es la que en los Estados Unidos tuvieron que realizar los inmigrantes que los precedieron: ingleses, escoceses, irlandeses, galeses, suecos, noruegos, daneses y alemanes. Al mismo tiempo sabemos que Italia fue el país que aportó, en cantidades incomparables con otros, mayor cantidad de inmigrantes a la Argentina. Uno de estos inmigrantes italianos es el padre de Genaro, el personaje principal de la novela En la sangre (1886), de Cambaceres. Este relato, basado en las nociones de darwinismo social prevalecientes en el fin de siglo, nos muestra al inmigrante como aquel que ocupara la posición del desecho, de lo peor de la sociedad. El inmigrante es visto aquí como el deshecho social de donde sale Genaro, hijo de inmigrantes que odia a las élites liberales y que, de acuerdo con Viñas,  reaparecerá en Mustafá y en Giacomo. Su primer desprecio es hacia la institución liberal por excelencia: ¿Para qué la escuela? La universidad aparece custodiada por un gallego ignorante y Genaro, nacido de un napolitano degradado y ruin, se enfrenta a las eternas leyes de la sangre, transmitidas de padre a hijo. Pero él “no había nacido en Calabria sino en Buenos Aires, quería ser criollo, generoso y desprendido como los otros hijos de la tierra”. E intenta encontrar un consuelo en el vituperio al criollo y al español:

“¿Quiénes habían sido su casta, sus abuelos? Gauchos brutos, baguales criados con la pata en el suelo, bastardos de india con olor a potro y de gallego con olor a mugre, aventureros, advenedizos, perdularios, sin Dios ni ley, oficio ni beneficio, de esos que mandaba la España por barcadas, que arrojaba por montones a la cloaca de sus colonias; mercachifles de sus padres...El era hijo de dos miserables gringos, pero habían sido casados sus padres, era hijo legítimo él, había sido honrada su madre, no era hijo de puta por lo menos”.  

           Y el odio y el desprecio lo llevan a endeudarse, a perder la fortuna de su mujer, hija de criollos, a quien termina amenazando con la muerte: “Te he de matar un día de estos si te descuidas”.

            En Irresponsable (1889), de Antonio Podestá, encontramos la posición inversa: aquí los inmigrantes son vistos como dadores de vida y los “malos de la película” son los criollos. El autor era el hijo profesional de un inmigrante que construyó como héroe a un judío errante de la universidad. Los inmigrantes son pintados aquí como “seres sin rumbo”, “rondando por las calles como pájaros sin nido”, “parias”, que llegan a una ciudad cosmopolita que todo lo improvisa, en donde todos hacen fortuna sin gran esfuerzo. Con la marca judaica, los inmigrantes son aquí la caravana en busca de una tierra de promisión y, también, el “hombre tirado a la orilla”.

            Entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo XX, en la prensa, en el congreso, en las obras literarias, en la calle, se discutían los cambios que la inmigración provocaba. Había plena conciencia de la importancia de las transformaciones culturales que se estaban produciendo. Para algunos, como Miguel Cané, devastadoras para el país, llegando a decir que miles de “criminales” y “locos” estaban llegando a la Argentina “destinados a llenar nuestras prisiones o a ser un lento veneno para nuestra sociedad” (Cané: 1897). De esta manera el nacionalismo, estimulado por el cosmopolitismo liberal, comenzó a reemplazar las teorías sociales y económicas de este último, aceptadas en el país desde mediados del siglo XIX. Imágenes estereotipadas de inmigrantes criminales comienzan a aparecer en muchos artículos publicados en los Archivos de Psiquiatría y Criminología, donde los sociólogos acompañaban a los escritores en la calificación vituperiosa.

            Miguel Cané fue una figura central en este proceso. Desde el Senado y en sus escritos propugnaba la prohibición de la entrada a los inmigrantes indeseables y la expulsión de los que ya se hallaban en el país. Sostenía que la preservación nacional debía estar por encima de las políticas liberales de inmigración. De allí que introdujera en el Senado el Proyecto de Ley de Expulsión de Extranjeros el 8 de junio de 1899, que en su momento chocó con la fuerte malla de una tradición de medio siglo que impidió su promulgación...por un tiempo, como ya vimos.

            Entre los sociólogos que empezaban a afirmar que los argentinos eran superiores a los inmigrantes que, incluso, en ciertas nacionalidades, heredarían tendencias fuertes al crimen, se hallaba Juan Bialet Massé, quien en su Informe sobre el estado de la clase obrera en la Argentina (1902), defendía el trabajo criollo por sobre el extranjero, llegando a esta conclusión luego de un viaje promovido por el gobierno a través de todo el país.

            Pero la posición de los inmigrantes no era sólo la del desecho y el mal. El problema era que el desecho y el mal ya comenzaban a ser la mayoría. Entonces, en la visión del nacionalismo, estamos frente a un país compuesto de males y desechos. 

            Estamos frente a un proceso irreversible, de un país lleno de inmigrantes cargados de virus en la sangre, un “cuerpo social” envenenado, enfermo, que hacía peligroso vivir en él. Había que huir al menos de las ciudades, núcleos de la modernización y la inmigración masiva: fin de la ciudad liberal.

            La posición del inmigrante se cruzará entonces con la del delincuente y con la del simulador. Hasta José Ingenieros, uno de los primeros inmigrantes triunfadores, se identificará con esos simuladores. Simuladores y delincuentes que podrían, como el chacarero de Laucha o el pulpero de Juan Moreira, no pagarle al trabajador honesto lo adeudado. En el caso de El casamiento de Laucha (1906), de Roberto Payró, el personaje central dice: “Le cobré dos jornales al chacarero (...) que me raboneó unos cuantos centavos como buen gringo...”. Aquí el inmigrante también es un paria que “andaba como bola sin manija” (en el caso del pulpero gallego que se había acriollado), o es el vivo que viene a “hacerse la América”, como el cura. Y Laucha tira todo lo ganado con el trabajo, arruina la pulpería, “pero también, ¡Qué farra! El pícaro Laucha finalmente abandona a la inmigrante que termina como enfermera en el hospital del Pago, como muchos de sus pares.

            Roberto Payró, que había defendido tanto  la inmigración, llega en 1909, en sus Crónicas, a rever esa posición, sosteniendo que como resultado de la inmigración masiva ahora “todo es anárquico, indeciso, nebuloso, inseguro”. En la revista Caras y Caretas del 12 de junio de ese mismo año, en un artículo titulado “Inmigración peligrosa”, se funde a los inmigrantes con los anarquistas, hablando de éstos como aventureros “cambiantes y sin principios”, que sólo buscan “crear problemas donde sea...”.

            En 1911 se suspende la inmigración italiana a la Argentina por un plazo de catorce meses. Y es que Italia no quería aceptar la orden argentina de inspección sanitaria a los barcos que desde allí llegaban. La generosidad argentina para con el inmigrante perdía su desinterés (si alguna vez lo tuvo). En los Estados Unidos los periodistas, intelectuales y políticos veían también a la inmigración como el origen de los problemas sociales urbanos.

            Cuando los argentinos de sangre italiana exceden en número a los italianos, Carolina mata a Laucha. La inmigrante ya es prácticamente una argentina. La sangre se ha mezclado y puede matarlo en el teatro en 1917. Y entonces el grotesco se lo devora todo con El organito (1925), combinándose con la picaresca en Armando Discépolo. Sostiene David Viñas al respecto:

“...en el grotesco-pícaro de Armando Discépolo se resumen las fisuras de la ciudad liberal, y si hasta aquí se repetía a Cambaceres, quizás a Payró o a Fray Mocho, a lo del coetáneo Arlt, con este ‘manicomio’ donde el arrinconamiento y la penumbra como totalidad predominan, la escenografía moral es lo que materializa el deterioro. Del optimismo previo a 1919 se había pasado al pesimismo cauteloso, al escepticismo; pero ahora se bordea el cinismo: al mal no se lo conjura ni se lo justifica, se lo asume y también se lo ‘interioriza’ “ (Viñas, 1973).

           Los inmigrantes como comunidades bilingues trazan fronteras y provocan un debate alrededor de las inclusiones/exclusiones en la sociedad. Y del gran optimismo de 1853  a principios de siglo se fue pasando al pesimismo y crisis de 1919 y luego de 1930. Viñas sostiene que entonces quedaban siete alternativas para el “indigno” inmigrante: inventar, robar, prostituirse (prostitutas, mantenidas, proxenetas, delatores o sirvientes), enloquecerse (“o sumergirse en toda la gama de la imbecilidad”), suicidarse, huir (“concretamente con la variante espiritual de entrar a un convento”) o desquitarse del viejo inmigrante, de los padres. Viñas olvida la variante del ejército por su antimilitarismo que no le permite ver esa alternativa, y tal vez posea una imagen “encantada”, de “almas bellas” con respecto al inmigrante. La figura del inmigrante sólo puede ser leída como figura del fracaso si se la lee con candor. Pero no hay que invertir el lugar del mal. El mal no eran los inmigrantes, pero tampoco estaba por fuera de la constitución de sus subjetividades en el proceso de modernización. Por otra parte, su caracterización de “fuertes” y “débiles” también responde al binomio propio del discurso de la modernización. Pero acuerdo con su noción de que el inmigrante que había ocupado el lugar del ideal en el Facundo (1845), la figura del “convocado” en la Constitución de 1853, el niño mimado de la generación del 80, poco a poco se convirtió en el “feo e inquietante advenedizo” de Las multitudes argentinas de José María Ramos Mejía, el “peligro embozado” de la Ley de Residencia de 1902, y el violento y excecrable anarquista de 1919. 

Figura y contrafigura

            La figura del inmigrante, aquí objeto de nuestro análisis, nos llega acompañada de una “contrafigura” que es la del criollo o “tipo nacional” que en el Viaje Maravilloso del Señor Nic-Nac (1875), de Eduardo Holmberg, se nos muestra “absorbido, devorado por el torbellino de un cosmopolitismo inexplicable” (Holmberg, cap. XXXII). La disminución del lugar de la figura de lo nacional ante el peso de la inmigración es un tópico muy frecuentado en las novelas posteriores a 1880 y constituye el marco de la conversación entre Seele y Nic-Nac en la segunda parte de esta novela. En ella los valores que engendraron durante muchos años una ciudad son sustituidos por la premura de lo inmediato.

            Quizás el personaje por excelencia que caracteriza la figura de lo nacional sea el Juan Moreira de Gutierrez; el gaucho que lleva consigo el anatema de ser el hijo del país; al que le cuesta conseguir trabajo porque en la estancia prefieren el del extranjero; que mata a un gringo, a un inmigrante, por más que no valga la pena, por más que tenga que huir del pago. El inmigrante es su primera víctima. Porque no hay pacto económico posible con su contrafigura. Este era un hombre de negocios y “uno no tiene cuero para negocio”.

            El conflicto entre criollos e inmigrantes encuentra una solución literaria en La gringa (1904), de Florencio Sanchez, en donde éste se supera mediante la fusión de las razas que se han necesitado mutuamente, como Carolina le decía a Laucha en la novela de Payró ya citada: “Lo que yo necesitaba era un ‘coven’ como usté”. En el año 1909 Ricardo Rojas publica La restauración nacionalista, título que me exime de mayores comentarios, y el 17 de noviembre de ese mismo año, en el funeral de Ramón Falcón, jefe de policía asesinado por los anarquistas, una serie de ciudadanos distinguidos habla en contra de los inmigrantes concluyendo que “el cosmopolitismo de nuestras leyes nos ha llevado al borde de la desorganización social” (La Nación, 17-11-09). Al año siguiente, Manuel Gálvez publica Don Quijano de la Pampa, donde sostiene que la inmigración destruye el carácter argentino y el patriotismo, despotricando contra la música extranjera y el tango, esa “música repugnante, híbrida, desafortunada” y “símbolo lamentable de nuestra desnacionalización”. Gálvez, Rojas y Lugones fueron algunos de los principales abanderados de la contrafigura gaucha, criolla, tradicional, contra el cosmopolitismo y la inmigración. José Ingenieros acotaba a este debate en Sociología Argentina (1913) con una ironía: los hijos de los extranjeros casi siempre se vuelven patriotas. La figura se vuelve contrafigura.

            Hasta entonces muchos argentinos ignoraban la literatura gauchesca. Y es que el gaucho era desdeñado como contrafigura de la civilización. Pero con el rebrote tradicionalista y nacionalista, los gauchos se embellecen y los gringos se afean, se vuelven grotescos por su avidez muchas veces fracasada, generando un nuevo conflicto ya mencionado en el juego figura-contrafigura: padres inmigrantes-hijos criollos.

            Resumiendo, cuando aparece la inmigración, aparecen los rebrotes

nacionalistas. Este juego está en el centro del proceso de modernización que se constituye, primero, dejando a los gauchos de lado, y luego excluyendo a los mismos inmigrantes en la recuperación (sólo simbólica) de los primeros.

            Si Martín Fierro no transige con el inmigrante, Don Segundo Sombra va a convivir mansamente con él sin preocuparle mayormente su existencia, fundiéndose finalmente en Pago Chico: nombre extranjero, actitud gaucha. Final literario feliz para una historia atravesada también por su contramito: el del fracaso inmigrante luego de la eliminación del gaucho. El mito de la fusión de razas que daría lugar a la raza exitosa del futuro había también generado su contramito: el del fracaso de ambas. Hay para todos los gustos. Escoja con libertad...(¡Si es que puede!).

Mezclas

            Hablando de fusión, digamos que las mezclas marcan el período que aquí nos ocupa: momento de experimentación en laboratorios como el de El hombre artificial; probetas que harán que se mezclen muchas cosas: la sangre en los hijos de Máxima (En la sangre), el lenguaje en el cocoliche (creando otra mitología que se realiza en la simplicidad del sainete), las naciones en el cosmopolitismo “que tan grandes proporciones va tomando entre nosotros, hasta el punto de que ya no sabemos lo que somos, si franceses o españoles, o italianos o ingleses” (Julián Martel: La Bolsa, 1890), las clases para crear lo que Ramos Mejía llamaba el “guarango” en Las multitudes argentinas (1899).

            En cuanto a la mezcla de idiomas, un artículo publicado en Caras y Caretas en 1900 titulado “Modificaciones al idioma” sostenía que la confusión de la torre de Babel no es “nada comparado con lo que está pasando en nuestro idioma”. Y de nuevo Cané en “La cuestión del idioma” (La Nación, 5-10-1900), afirmaba que ninguna gran literatura podía salir de la devastación del lenguaje.

            En La gringa los hijos de Nicola se han acriollado. Los inmigrantes ceden ante la casi fatalidad de la exogamia en tierra extraña. El final optimista  -”De allí va a salir la raza fuerte del porvenir”- humaniza a ambas partes que se comprenden en la fusión.

            En El casamiento de Laucha se habla napolitano, gauchesco, culto, la lengua de la provincia. Todas las lenguas en un relato que a su vez es mezcla derivada de dos géneros: la gauchesca y la picaresca: Laucha, sujeto de clase media criolla, pícaro tal vez posterior al gaucho, sabe leer y escribir y hace una alianza con los dos inmigrantes, Carolina y el cura. Con ambos falsifica. Quiere llegar a la capital y usa cualquier medio. Mezcla: ¿Criollo agringado? Picaresca: Cruce de lenguas, simulación, entre otras cosas. Cuando habla con el pulpero español se mezclan sus vidas, como se mezclará por esos años también la música para dar lugar al tango.

            Y entre las resistencias a estas mezclas de todo tipo, estaba la resistencia de la élite colonial a fundirse con el inmigrante “nuevo rico”. Para ello, entre otros artilugios, se restringía la entrada al Teatro Colón.  La revista Caras y Caretas también ironizaba al respecto en “Todos al Colón” (5-4-1913).

            Si la mezcla del conventillo fue la cuna del nuevo argentino como reza la obra de Discépolo, nos encontramos frente a un personaje grotesco, inarmónico, disonante, como el Haffner de Roberto Arlt que reflexionaba así sobre su situación:  “Y la gente nos cree unos monstruos o unos animales exóticos, como nos han pintado los saineteros”. Con Artl tenemos la imagen de un Buenos Aires poblado por gentes diversas, lenguas mezcladas que son en el sainete un programa caricaturesco:

                       

                        “Un patio de conventillo,

                        un italiano encargao,

                        un yoyega retobao,

                        una percanta, un vivillo,

                        dos malevos de cuchillo,

                        un chamuyo, una pasión,

                        choques, celos, discusión,

                        desafío, puñalada,

                        aspamento, disparada,

                        auxilio, cana, telón.”

                                                            (A. Vacarezza, La comparsa se despide, 1932).

Identidades dobles

            Las identidades dobles también recorren todo el período. Los inmigrantes, al ser puentes entre dos mundos, son también identidades dobles, argentinos e italianos, por ejemplo. La pasión por el enriquecimiento ligada a la posición de una doble identidad europea-americana está en la historia de nuestra literatura latinoamericana desde la conquista, con Garcilaso, hasta el inmigrante italiano que no sólo se desdobla en su nacionalidad sino aún en su profesión: el maestro de escuela lleva también las cuentas de diversas casas de negocios; el zapatero vende billetes de lotería; el tipista tiene una sastrería; el almacenero vende de todo; artes y comercios se combinan en los inmigrantes que pueden ser varias cosas al mismo tiempo, siempre confiando en esa dimensión utópica de América.

            Identidades dobles: Ingenieros reconociéndose como simulador; el personaje de la obra de Payró Marco Severy (1905), quien era criminal en Italia y hombre honesto en la Argentina (como tantos “convertidos” en la historia de los viajes de Europa a América); la novela autobiográfica Las dos patrias (1906), de Godofredo Daireaux; Tartarín Moreira, personaje mutante argentino-francés que ocupa posiciones cambiantes: construcción de la modernidad.


El deseo inmigrante

            El deseo de sobresalir ha sido el deseo inmigrante por excelencia. De nuevo podemos rastrear este deseo en las crónicas y narraciones de la Conquista hasta reencontrarlo en José Ingenieros, inmigrante exitoso que se cambia el nombre para ascender y constituye el nuevo gran argentino que todos soñaban ser. Todos quieren ser exitosos, volverse famosos o ricos, lo cual, como vimos, redundaba en la multiplicación de las identidades, incluso laborales. Cuando, al decir de la poesía de Peter Handke, desear todavía era útil.

            ¿O aún lo es?

            ¿O no se trata de utilidad?

                                                                       

                                                                        Yale, 7-1-1996.

           

           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía consultada

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 Revistas Caras y Caretas año 1900, 12-6-1909 y 5-4-1913.

miércoles, 3 de enero de 1996

Otras ruinas circulares

            Hay que escribir. Hay que comenzar a escribir. Pero...¿no es ingenua toda tentativa de comienzo? ¿No es irresponsable la ficción de una bisagra colocada ante lo que nos precede? Estamos frente a la misma pregunta de Alejo Carpentier en La consagración de la primavera: ¿Heráclito o Hegel? En tanto esa disyuntiva aún no ha sido resuelta (y tal vez nunca lo sea), el autor de estas líneas optará no por la verborragia sino por la timidez, no por la potencia de una decisión inquebrantable sino por el paso vacilante y temeroso de quien ha sido subyugado por el desasosiego de aquellas borgianas ruinas circulares. De allí que prefiera aquella tentativa de mesura de Rodríguez Fresle: “Digamos un poquito” (Rodríguez Fresle, 47).

 

Cartografía cognitiva

 

            Se nos dice siempre que la cartografía fue muy importante en el renacimiento. Pero... ¿cuándo no fue importante la cartografía? Ante la imposibilidad de la descripción acabada de lo real lo seres humanos se vieron ante la necesidad de inventar copias de lo real. Y un mapa no es mucho más que eso: una guía de aproximación a la realidad. Mapas, textos, lenguaje, no han sido más que las armas privilegiadas para construir la realidad. Juan de la Cosa, el gran cartógrafo de los reyes católicos, o Colón, hombre de mar, fueron cartógrafos que inventaron lo que Pérez de Oliva llamó las “imágenes del mundo que los marineros usan”. Porque la imposibilidad del conocimiento lo llevaba ya a asumir los mapas como construcciones imaginarias.

 

            Ante tal imposibilidad sólo nos quedaba la aventura, el arrojo de un viaje mítico que nos haga más sabios y fuertes. Pero siempre está el riesgo de la muerte. Toda autoreflexividad conlleva una figura de muerte. Todos los cronistas cuyas páginas recorrimos en el seminario están tocados por la muerte porque narran esos agujeros, las ruinas circulares.

           

            Sin embargo, o mejor, precisamente por ello, estos mapas, estos viajes, son aventuras del conocimiento. Los pasos perdidos (Carpentier, 1953) es una novela en la cual un innombrado viaja a la selva para conocerse a sí mismo, para hurgar en el origen, cual peregrino romántico de los atajos imposibles.

           

            Ya Cristóbal Colón se asumía como aquel a quien debería escucharse porque pertenece al tipo de

                       

“los que, como yo, cargan con el peso de imágenes jamás contempladas por hombres anteriores a los de su propia aventura; los que, como yo, tomaron los rumbos de lo ignoto... tienen harto que decir” (cit. en Martin, 176).

           

            El almirante quería saber la verdad. Cartógrafo, quería decirla, construirla, en esa lucha con la razón que también aquejó a Rodríguez Fresle:

                       

“y están luchando conmigo la razón y la verdad. La razón me dice que no me meta en vidas ajenas; la verdad me dice que diga la verdad. Ambas dicen muy bien, pero valga la verdad; y pues los casos pasaron en audiencias públicas y en cadalsos públicos, la misma razón me da licencia que lo diga, que peor es que lo hayan hecho ellos que lo escriba yo; y si es verdad que pintores y poetas tienen igual potestad, con ellos se han de entender los cronistas, aunque es diferente, porque aquellos pueden fingir, pero a éstos córreles obligación de decir verdad, so pena del daño de la conciencia (Fresle, 64-65).

 

            Estas aperturas al conocimiento, que partían de otras aperturas geográficas y económicas, generaron otras geografías distintas a las de Ptolomeo y Pierre d’Ailly. Nuevos rumbos eran el atrevimiento hacia otros mapas, otros conocimientos. La actividad viajera como vía cognitiva era comentada en el Viaje de Turquía de 1555 como un deseo de saber que no puede ejecutarse mejor que con la peregrinación, ya que el entendimiento se nublaría con el sedentarismo. De allí que Homero cantara a aquel que vió muchas tierras y costumbres.

 

            Todos los que como el autor anónimo del Viaje a Turquía o Pierre Belon, o Alvar Nuñez, recalan en playas desconocidas, realizan actos de revelación cuyas ambigüedades referenciales se mimetizan aproximando las hendiduras entre mapas y territorios.

 

            Todos estos caminos del cielo siempre han sido negados por las autoridades cartográficas, dándonos la impresión de la banalidad de nuestros arrojos:

 

“No puede ser -dije al Maestre Jacobo, apoyándome en la autoridad de los más grandes cartógrafos de la época, ignorantes de esa verde tierra jamás mentada por nuestros mejores naucheros” (Carpentier, El arpa y la sombra, 66-67).

 

            Estamos entonces frente al momento del quiebre, de la ruptura de algún núcleo epistemológico duro: “Todo lo aprendido a lo largo de mis viajes, toda mi Imago Mundi, todo mi Speculum Mundi, se me vienen abajo (Carpentier, 1979: 71). Y luego: “Los mapas, los textos, nada tenían ya que enseñarme” (Carpentier, 1979: 82).

           

            Había que empezar de nuevo, comenzar desde una ignorancia docta propia de antropófagos dispuestos a todo:

           

“...pensaba que si Nicolás de Cusa era poco versado en matemáticas, como afirmara el pedante de Toscanelli, era defensor, en cambio, de la docta ignorantia, que es la mía: docta ignorantia abridora de las puertas que conducen al infinito, opuesta a la lógica escolástica, de palmeta y birrete, que pone mordaza, vendas y orejeras a los arrojados, a los videntes, a los Portadores de la Idea, verdaderos cefalóforos, afanosos de violar las fronteras de lo ignoto (Carpentier, 1979: 99-100).           

           

            Los cartógrafos cognitivos pueden aspirar al título de “Ensanchador del mundo” (Carpentier, 1979: 103) cuando se atreven a jugar con las latitudes, aún soportando las injurias provenientes de los cartógrafos oficiales que los calificarán de incapaces. Y es posible que no los recuerden si no negocian con la realidad. Aquel que es “transeúnte de nebulosas, viendo cosas que no acaban de hacerse inteligibles, comparables, explicables, en lenguaje de Odisea o en lenguaje de Génesis” (Carpentier, 1979) corre el riesgo de ser vomitado por las ballenas, capitán de un ridículo buque fantasma.

           

            Navegando sin mapas, o con los mapas de un mal cosmógrafo, es como se abrieron los continentes inesperados  que Séneca anunciara en su Medea (Reyes, 9). Pero nadie nos aconsejará hacer eso. Mas bien se recomienda el silencio porque la utopía está muy desacreditada y hay que insistir en lo que ya se conoce si se pretende ser respetado, así como Colón habría debido insistir en una nueva ruta al Asia si le preocupaba la atención de la corte (Reyes, 48). Aciertos poéticos y errores científicos fueron parte esencial del descubrimiento de América (Reyes, 65), previsto como anhelo y necesidad en la historia (Reyes, 114).

            Pero, como le hace decir Abel Posse a Cabeza de Vaca: “¿Cómo explicar los contenidos de un mundo que no se comprende?”(Posse, 140). ¿Cómo explicar la fe de aquellos “locos de toda sabiduría” (Roa Bastos, 105) cuyo destino es saber y no saber, descubrir y encubrir (Roa Bastos, 185)?

 

            Quien escribe cree, con Stevenson, que viajar esperanzadamente es mejor que llegar, que las geografías son engañosas y necesarias, especialmente otras geografías inventadas a la medida de la potencia de nuestras fantasías, que Colón nos interesa porque es un ser humano que se eleva sobre su propia humanidad saciando “una sed histórica”(Fuentes, 2), que prefiere la vida errabunda al abandono de la fantasía, los viajeros a los historiadores, los lazarillos a los ciegos (Carrió, 127).

 

            Ser cartógrafo de sí mismo, piloto de sí mismo, como Colón, Cabot, Vespucci y Magallanes. De allí al desarrollo de una literatura épica -tanto por Borges añorada- no hay más que intentos como los de López de Gomara, buscando un reconocimiento geográfico (cartografía) y una comprensión (cognitiva) de los pueblos americanos (Lafaye, 669).

           

            El problema siempre son los burócratas y los oficialistas a quienes les fascina crear oficinas y departamentos para cada especificidad. Así en 1526 se creó la oficina del “cosmógrafo real y cronista de las Indias”(Lafaye, 678). Como si algún Colón o Cabeza de Vaca pudiera ser producto de tales títulos y no un racimo de incógnitas y enigmas medievales y renacentistas.

           

            Escribir, dibujar mapas, viendo y creyendo, reinventando mitos e ilusiones que cambian de lugar y forma según la fantasía de los cartógrafos, hasta cambiar el mismo mundo conocido. Como dice Bernal Díaz: ¿Qué hombres ha habido en el universo que tal atrevimiento tuviesen?

 

Artes de la desaparición

           

            Borges decía que la lectura, comparada con la escritura, era una actividad más resignada, más intelectual. Tal vez porque, como para Zamora en Reading Columbus, leer es comparable a naufragar, Guaman Poma también casi abandona la escritura, el idioma, para dedicarse a los dibujos. Juan José Saer a su vez pudo no haber escrito nada, nunca. Son todas tentaciones de desaparecer, como la de Colón al decidir exiliarse del mundo, marchar hacia la muerte. Todo distanciamiento intenta borrar lo imborrable, separarnos de lo que ya no podemos decir. Cuando todo se va, cuando los pasos se pierden, se comienza a producir un tipo de composición en abismo, aquellas ruinas circulares que hacen desaparecer al tiempo.

           

            Como el personaje de Los pasos perdidos que

                       

“remonta el Orinoco hasta sus fuentes paradisíacas, sólo para comprobar que cada año, al dividirse las aguas, el Edén desaparece y, con él, todo paso humano, toda memoria humana anterior a la catástrofe puntual. El viajero busca la Edad de Oro, primigenia, pero ésta ya rememora su propia edad de oro perdida (Fuentes, xiv-xv).

 

            El tópico de lo que se pierde, lo inexpresable, también aparece en los Naufragios de Cabeza de Vaca: “Destos nos partimos y anduvimos por tantas suertes de gentes y de tan diversas que no basta memoria a poderlas contar (Cap. XXIX). Y cuando lo que se pierde es uno mismo junto a sus naves fantasmales, no hay que olvidar que

                       

“tu y yo pertenecemos a la categoría de los Invisibles. Somos los transparentes. Y como nosotros hay muchos que, por su fama, porque se sigue hablando de ellos, no pueden perderse en el infinito de su propia transparencia alejándose de este mundo donde se les levanta estatuas y los historiadores de nuevo cuño se encarnizan en revolver los trasfondos de sus vidas privadas” (Carpentier, 1979: 200).

 

            Los invisibles recuerdan a la Medea de Séneca, identificándose con Tifis quien “tuvo la audacia de desplegar sus velas sobre el vasto mar/ dictando nuevas leyes a los vientos.../Hoy, vencidas las aguas, sometidas a la ley de todos/ el esquife más endeble puede trasponer sus horizontes/ y fueron rotos los linderos conocidos/ y las murallas de nuevas ciudades son edificadas/ sobre tierras recién descubiertas./Nada ha quedado como antes/ en un universo accesible en su totalidad”...(Carpentier, 1979: 203).

           

            Los invisibles, los que han aprendido a desaparecer, a diluirse en el aire que los envuelve y traspasa, hablan de continentes que también han desaparecido y de otros por aparecer “más allá de los horizontes marinos...(Reyes, 93). Son los muertos de Pané que vagan, que salen a pasearse por las noches y a quienes, como nos recordó Marshal Berman, todo lo que tocan se les desvanece en el aire, tocando finalmente cualquier otra cosa, quedando colgados de los árboles (Pané, Cap. XII y XIII).

 

            Los artistas de la desaparición son seres de poca realidad. Seres que se resisten a perder su sentido trágico en un mundo que cambió la tragedia por el crimen socarrón. Hemos confundido el humor, amigo entrañable de lo trágico, con la perversidad de la risotada del desprecio, propia de las máquinas de guerra.

 

Fronteras, bordes.

           

            Cruzar fronteras es muchas veces un desafío a la autoridad y a la muerte, como el viaje transecuatorial, como las escapadas frente al guardiero. Los caminantes son borradores de contornos y creadores naturales de espejismos: “En El siglo de las luces se hacen las mismas asociaciones: la novela abre con Carlos cruzando la bahía de La Habana en un bote bajo un sol quemante que vuelve borrosos los contornos de las cosas y crea espejismos de luz en la superficie del agua”(González Echevarría, 1993:313).

 

            Al disolver fronteras llegamos a otros mundos y desde ellos intentamos “reconstruir el puente hasta la otra orilla”(Martin, 201). Hombres como Colón y Cabeza de Vaca, por ejemplo, eran parte de una generación “fronteriza”, puesto que vivían en la tensión entre las viejas curiosidades y las nuevas supersticiones (o viceversa).

 

            Si nada distingue una literatura “nacional” de otra, si América es aquel único “burdel”(Lafaye,682), si para entender su pasado precisamos de una comprensión de las proyecciones del presente en ese pasado (Mignolo, 52), las formas de la comunicación y los límites culturales se ponen inevitablemente en cuestión (Balandier, 53). Balandier sitúa el antecedente más lejano de estas formas y cruces en América allá por 1524 “cuando los franciscanos comenzaron su campaña alfabetizadora y su reino milenario (Balandier, 63-64). Y allí vendrían entonces los letrados y cosmógrafos para trazar las fronteras y bordes, constante, fatalmente.

 

Trasnacionalidad

 

            El Inca Garcilaso, Borges, Carpentier, traduciéndose de un idioma a otro. Como Mastai, hombres de dos mundos. O como Colón, de muchos: “No era yo portugués, ni español, ni inglés, ni francés. Era genovés, y los genoveses somos de todas partes (Carpentier, El arpa y la sombra, 1979: 82-83). Los marineros son los que viven de día en la noche, meciéndose “como Absalón colgado por sus cabellos, entre sueño y vida sin acabar de saber donde empezaba el sueño y donde acababa la vida”, en aquellas ruinas circulares que sólo nos dejan una patria posible: “aquella que todavía no tiene nombre, que no ha sido hecha imagen por palabra alguna” (Carpentier, El arpa y la sombra, 1979:164).     Puentes entre tiempos y espacios, los hombres de todas partes y de ninguna son los cartógrafos cognitivos que dibujan la desaparición, disuelven los bordes, alientan a las arenas...

           

Estados intermedios

            El Inca encarna una dualidad histórica concreta y quiere establecer un vínculo entre ambas partes como entre el viejo y el nuevo mundo. Y así son los textos coloniales, “pejes entre dos aguas”, sin historia ni literatura en el sentido en que se suele entenderlas (Stolley, 7). “Conquistador-conquistado”, “náufrago entre dos mundos”, nadador entre dos aguas, “morirás hoy o esta noche, o mañana, como protagonista de ficciones...” (Carpentier, El arpa y la sombra, 164). Esos son los que podrían llamarse sujetos de estados intermedios: Colón, el Inca Garcilaso.

 

Desterritorialización

            En Pané vemos las tribulaciones de aquella identidad dramática de aquel que quiere conocerlo todo y los tropiezos generados por su propia desterritorialización linguística. Los exilios de la república, del significado, son parte esencial constitutiva de la literatura. Presentes ya desde el Inca escribiendo desde España sobre lo perdido en el pueblo de su madre, ya en Carpentier con los esclavos de El reino de este mundo o con el protagonista de Los pasos perdidos, latinoamericano que viven en los Estados Unidos, generando aquella “dispersión que somos y hacemos”.

 

            Las historias de Carpentier se mueven siempre en sus entramados “desde el exilio y la fragmentación hacia el regreso y la restauración...”(González Echevarría, 1993:30). Es quizás así como logra acercarse a lo que es por naturaleza elusivo, creando personajes que batallan “en contra del vacío del exilio y del desarraigo” (Martin, 45). Pero también el exilio puede tomar la forma de una oportunidad, como en Alonso Ramírez y su destierro a las islas Filipinas. Aunque tal vez la expresión por excelencia de lo imprevisto y del exilio sea la de Cabeza de Vaca y sus Naufragios. O tal vez aquel hidalgo pelirrojo que

 

“al ser condenado a destierro por delito de homicidio, había emprendido una navegación fuera de los rumbos usuales, que lo condujo a una enorme tierra a la que llamó “Tierra Verde”, por lo verdes que estaban allí los árboles” (Carpentier, El arpa y la sombra: 66).

 

            Estas otras ruinas circulares que estamos aquí analizando son también las que hacen girar a los planetas “en torno a su primitivo centro como verdaderas almas en pena” (Reyes, 120). Ruinas que quedan de un desgarramiento iniciático del cual constantemente queremos evadirnos, como destrozos de una unidad sólo concebible bajo la forma del sueño.

 

            Desterrados, desarraigados, fatalmente cosmopolitas, que “andauan como perdidos, ayrados en tierra nunca conocida, perdida gente (Guaman Poma 41), como en un mitimae llegando a caer en el acatamiento y la sumisión privilegiadas en el ideario incaico ayer y tal vez en buena parte del espíritu de las dictaduras latinoamericanas en este siglo.

 

 

Vacilación, ambiguedad, indeterminación.

           

            Los mestizos, los bastardos, aquellos de orígenes confusos como Garcilaso, han cultivado la duda y la ambigüedad como los textos de los pícaros, polisémicos, llenos de incertezas , ejemplos de literariedad del nuevo cartógrafo cognitivo y de la crisis del intento de normalización de las ciencias sociales y la literatura misma de la mano de cualquier dispositivo de poder de turno, aquel que siempre ha llevado a diversos tipos de genocidio.

           

            Pero la circularidad de estas voces, de estas reivindicadas ruinas, es figura de la indiferenciación de la literatura, de las llamadas diferencias ilusorias que son los bocadillos de los “papers” de turno, deleitados con el poder de la mentira hasta que, como decía Nietzsche, miran tanto tiempo a un abismo que luego el abismo está dentro de ellos: figuras que no pueden dar cuenta del tiempo, es decir, de lo atemporal (así como no es pensable el infierno sin un cielo), cegados por los prejuicios historicistas.

           

            Aquellos de doble origen, en cambio, acusan una ambigüedad proyectada en viajes, desarraigos, claroscuros, ironías, atrapados entre mundos, en un vaivén marcado por senderos borrosos que, al haber sido recorridos durante siglos, raramente reconocemos con facilidad. Si en las escuelas, como en aquel cuento de Borges, nos enseñaran la duda y el arte del olvido (Borges, 53), si nos dijesen que todo en la vida de Colón “es sujeto y objeto de dudas e incertidumbres”(Roa Bastos: 161), y no se creyese que lo incierto genera trabajo perdido, si nos invitaran a ver la historia como una “obnubilación en marcha” tal como la viera el recientemente fallecido Cioran (valga este recuerdo como homenaje), entonces historia y literatura, realidad y ficción, evaporarían sus fronteras, prefiriendo en última instancia “la lectura y estudio de la fábula, porque siendo ella parte de una imaginación libre y desembarazada, instruye y deleita más.” (Carrió 124).

 

            Nuestras ruinas circulares, nuestros titubeos ante los circuitos, ante la falta de comienzos o fines, son parte de una tradición en la que Eforo, historiador del siglo IV a.c. “consideraba con recelo los relatos antiguos en los que hay demasiadas precisiones” (Reyes 81) -algo que Borges retomaría-, mapas de ciudades y trayectos previamente definidos.

 

Libros de viajes

 

            Desde Herodoto, los libros de viajes han ocupado un lugar privilegiado en las letras europeas llegando hasta a influenciar el surgimiento de la novela moderna. Dichos relatos no sólo narraban lo hallado sino que también consistían en la propia vida del viajero. Todo viaje era también una búsqueda de sí. Y la preocupación más relevante de éstos, como en Proust y en la historia, era el tiempo, es decir, la literatura, es decir, la vida. Y tan sólo así podemos partir, olvidar las ruinas circulares. Sólo con la presencia  y la creencia en el tiempo son posibles las partidas, las llegadas y las escrituras. Viajar es la posiblidad de inventar el tiempo por la traslación espacial, a la vez que se detiene el otro tiempo, que se crea la ilusión de la detención del tiempo en el espacio que se deja. Cuando se viaja es por eso cuando más seguros estamos. Si el avión no se cae o el tren no descarrila, estamos a salvo de los lugares, estamos en vuelo, en un nuevo tiempo inventado contra el tiempo de la cotidianeidad, de la fija espacialidad. Por eso Colón quiere libros de viajes, esa casi infinita narrativa de viajes (ya que el viaje es casi un sinónimo de la narrativa), que nos guía en la Odisea, en la Eneida, en las Metamorfosis; toda una tradición intensificada en la edad media por las cruzadas y las peregrinaciones. Al fin y al cabo

 

“...Los libros de ciencia, cosmografía, astronomía y demás, no son acaso, todos, simples relatos de viajeros que han visto las mismas estrellas desde lugares diferentes, las mismas verdades científicas, las mismas fábulas imaginarias que son el revés de la realidad más común? (Roa Bastos: 104).

 

Las huídas, las fugas...

 

            Los viajeros de estas narrativas son los escapados, los que se resisten -vanamente, porque el archivo, como el tango, es fatal- al status de “alternativos” o “resistentes”, no se organizan en clanes, en sindicatos o en grupos de ayuda mutua, ni se lamentan a coro en un panel ni se llaman a si mismos “marginados”. Porque este viajero intenta huir del todo que busca constituirlo en el depositario de una beca para minorías y le otorgue el carnet oficial de “diferente”, tribalizándolo.

 

            Los cartógrafos que nos interesan suelen ser viajeros que se fusionan con el objeto de análisis como modo de escape, como inmersión en el tiempo de la desaparición. La naturaleza huidiza del tiempo, las fugas textuales de Sarmiento y Euclides da Cunha en el Facundo y en Os sertões con respecto a las figuras institucionalizadas del discurso científico, constituyen un intento de escapar del horror narrado, liberarse de la humanidad, de la historia, de la lengua. Tienen algo del fugitivo romántico que para acercarse a América debe primero alejarse de ella.

 

            Cabeza de Vaca huye del cautiverio, la imaginación huye del tema de toda reflexión principal. Toda prisión -que también puede tomar la forma de un barco- genera una literatura de evasión, exploración y regreso (Paz 19). Todo migrante huye de casas intolerables (Elliot 200) o de invasiones moras mediante la creación de mitos como el de las “Siete Ciudades” (Lafaye 670), que nos muestran como la mitología llega para ofrecerse cuando la ciencia flaquea, hallándose la ironía, por las dudas, atenta, al acecho.

 

            Y los que se escapan son, en realidad, alzados, “ ‘alzarse y ser rebelde Enrique, y rebeldes y alzados los indios’, que con verdad hablando, no es otra cosa que huir de sus crueles enemigos, que los matan y consumen, como huye la vaca o buey de la carnicería...”(De Las Casas 15).

 

Nomadismo/sedentarismo

           

            Los hombres que los españoles conquistaron

           

“iban de tribus nómades primitivas como los pampas a miembros de culturas altamente desarrolladas como la de los Incas en los Andes, los aztecas de México y los Mayas de América Central (Franco 1).

           

            Es decir, los había nómades y sedentarios. De allí que los sedentarios hayan creído tal vez que los hombres de la expedición de Cabeza de Vaca eran “miembros de alguna exótica tribu nómade” (Posse 144). Si bien podemos leer la pareja nómade/sedentario como dos caras de una misma vieja moneda jugando dialécticamente, a los efectos de este escrito acentuaremos, con Carrió, la figura del nómade; hablaremos, finalmente, “con los cansados, sedientos y empolvados caminantes (Carrió 99-100). Pero, como Carrió también afirma:

           

“...No porque mi principal fin se dirija a los señores caminantes, dejaré de hablar una u otra vez con los poltrones del ejercicio sedentario, y en particular con los de allende el mar...(Carrió 100).

 

La casa y la calle

 

            Exiliados de la casa de Dios podemos luego ser turistas en esa casa. Lo mismo con las nuestras, convirtiéndonos en A y B al mismo tiempo, desafiando la lógica aristotélica, viajando por nosotros mismos. Buscamos las carabelas para salir de la casa pero, al no encontrarlas, al no conseguirlas, volvemos a ellas, a las casas, con tan sólo los sueños sobre los barcos. Es esa la tentación de todo humano desde niño, “de aventurarse más allá del cercado de la casa de su infancia, aunque corra el riesgo de la catástrofe” (Posse 83). Si para volver a casa hay que primero arriesgarse a abandonarla (Paz 19), si “Neruda tenía que escribir Tentativa del Hombre Infinito, ejercicio surrealista, antes de llegar a su Residencia en la Tierra” (Paz 20), ¿cuál es esa tierra? ¿Y cuándo es tiempo de volver a ella? ¿Cuándo ya no se puede volver?:

           

“Las puertas desta cueua guardaua de noche Macócael, que después, codicioso de ver el mundo, se apartó tanto de las cueuas que, no pudiendo recogerse con tiempo, los rayos del Sol  lo tornaron en piedra” (Perez de Oliva 121).    

 

Viaje como refugio

 

            La obra escrita de Garcilaso puede leerse como si fueran viajes textuales en busca de un nexo que sirva de refugio, que conecte lo que ha sido desmembrado, el sentido, hecho de travesías a la memoria, a la experiencia, como fuentes de supervivencia, es decir, lugares de refugio, palenques de

resistencia frente al mundo que

 

“es un continuo peligro, y así dice San Pablo: ‘Peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de ciudad, peligros en el mar, peligros en la soledad y peligros en falsos hermanos.’ “ (Rodríguez Fresle 132).

 

            Eso mismo son los Infortunios que Alonso Ramírez padeció al navegar por sí sólo y sin derrota, peregrinando y hambriento, enfermo y sediento sin encontrar ayuda alguna, refugio ninguno. Y así también los indios que “se habían ido huyendo a los montes de miedo” (Bernal Díaz 79). Si sospechamos, con el Alvar Nuñez de Posse, que “pertenecemos a una especie profundamente degenerada y hasta peligrosa” (Posse 36) -en realidad sospechamos antes con Rousseau o Schopenhauer- y llega el momento en que creemos, de nuevo con el Alvar de Posse, que somos los que hemos visto demasiado (Posse 118), entonces es cuando los caciques consideran que es tiempo de hacernos huir (Posse 127), porque los “decentes y cautos, mejor que emigren” (Posse 165) ante este “nuevo orden terrible. Sin dios, ni moral. Un nuevo orden de señores asesinos” (Posse 165).

 

            Y así nace también América, de allí que como cuenta Leonard, Cervantes hallara al nuevo mundo como “refugio y cielo de todo pobre diablo de España” y como “remedio incomparable”, al punto de intentar el mismo venirse hasta aquí.

 

            Pero a la hora de pensar ejemplos del “viaje como refugio”, ninguno como el del italiano Giovanni Francesco Gemelli-Careri, que recorrió el mundo, de quien se sabe -como de los viajeros no oficiales- muy poco, y escribiera en su Giro del mondo (Venecia, 1719), relatando su experiencia cruzando el pacífico. Nuestro viajero se las había ingeniado para escapar a una persecución política embarcándose en este tour por el mundo (Leonard, “El cruce del Pacífico de Gemelli-Careri, 1697-1698” en Colonial Travelers in Latin America).

 

Figuras de tránsito

 

            Garcilaso cruzando el puente al pasado, atrapado entre dos ciudades; Carpentier con su vida ficcionalizada y plasmada en Los pasos perdidos “en el contexto de tan monumentales mitos literarios (Jasón, Ulises, Prometeo), en el medio del camino de su vida, como el peregrino de Dante” (González Echevarría, Alejo Carpentier: El peregrino en su patria, 210); Alonso Ramírez, marinero náufrago; Juan de Emberas cargado con la roca de Sísifo “en constante y circular trayecto de Europa hacia América y de vuelta a Europa (Martin 45): algunas de las figuras que dieron origen al arquetipo del navegante en los viajes a América, en naves que son la posibilidad infinita de aventuras, fortuna y conocimiento. Los Colón y los Concolorcorvo como caballeros errantes, héroes desarraigados, cartógrafos de lo extraño, desgajado, son los viajeros en búsqueda de lo permanente entre lo pasajero de sus figuras:

           

“-El insigne navegante se marchó de Génova a la edad de catorce años”- prosigue el presidente: ‘Murió, hallándose casualmente en Valladolid y sus restos fueron llevados a otra parte. Su residencia oficial, en Santo Domingo, de donde se ausentaba continuamente.  Así que ningún obispo estaría en capacidad de suministrarnos alguna información’ “ (El arpa y la sombra, 181-182).

 

“¡Cuantas veces una embarcación, abandonada a sí misma o mal gobernada -un ‘barco ebrio’- habrá cedido al mecanismo del menor esfuerzo, entregándose a la deriva! ¡Cuántas veces el extático Palinuro no habrá abandonado el timón, embobado con las alucinaciones del cielo nocturno! ¡Cuántas veces la superstición o la atracción del enigma no habrán repetido la imprudencia de Don Quijote con el barco encantado, el cual sosegadamente se deslizaba  ‘sin que se le moviese alguna inteligencia secreta, ni algún encantador escondido, sino el mismo curso del agua, blando entonces y suave’ “ (Reyes 21).

 

            Figuras de tránsito, náufragos en potencia o acto, caminantes, peregrinos que equivocaron el camino (Roa Bastos 26), caballeros andantes y navegantes locos por Erasmo (Arrom, 33, estudio preliminar a Perez de Oliva), son los que pueblan estas crónicas y relaciones marcadas por los tratados, romances y novelas de caballería, lecturas de bitácora.

 

Identidades en movimiento

           

            En las historias de los viajes al nuevo mundo el fenómeno de las conversiones identitarias es importante y recurrente, tanto como en El Quijote. De Las Casas pasando de encomendero a defensor de los indios; Cortés auto-inventándose, transformándose de hidalgo pobre en Marqués del Valle; Cabeza de Vaca convirtiendo hasta su misma piel. No son sólo conquistadores, son también la misma figura del inmigrante que se forja una identidad nueva. En el caso de los náufragos como Alvar Nuñez o en el relato de Pedro Serrano, nos enfrentamos a un viaje en el tiempo a la edad de la piedra, a una reducción del europeo invertido en un indígena.

 

            Si decir viaje es decir tiempo, no hay identidad sino en movimiento (me salió en versito). Y entonces reaparece la vieja cuestión filosófica: ¿Cómo seguir siendo el mismo si para seguir siendo el mismo necesito ser otro? ¿Cómo conocer sin cambiar? He aquí lo que González Echeverría en Myth and Archive llama la “grandeza trágica de los mutantes”, que pueden tener, como Montejo, “una perspectiva cambiante sobre su propio cambio, sobre el movimiento de su propia conciencia” (la trad. es mía).

 

            El riesgo de la despersonalización entre tantos viajes circulares, yendo de un lugar a otro, en mundos de ecos y espejos, sólo se atenúa o se invierte si lo vemos como posibilidad de recuperación de identidades alguna vez perdidas, o de potencialización de todas:

 

“Al final de su viaje, Alvar es un hombre escindido, pero conciente de ello

y en vías de recuperar su identidad europea” (Martin, 113).

           

            Después de todo, han partido de España para mezclarse y para “mezclar el mundo y dar a aquellas tierras estrañas forma de la nuestra” (Perez de Oliva 53-54).

 

Algunas portuarias

                       

“Al igual que Juan, Carpentier navega en círculos, como una especie de Sísifo marino, siempre contemplando desde la otra orilla lo que ha perdido y debe recuperar” (Martin, 45).

 

“...las temáticas recurrentes en las crónicas americanas: el viaje y los mitos que atraviesan de orilla a orilla el océano”  (Martin, 47).

           

“Sus almas se enriquecerán con el aporte de un ser transoceánico, tan digerible como cualquier otra bestia de la tierra” (Posse 127)

                       

“Formado en el duro oficio de marino, no entiende muy bien la agitación de las Cortes, la hipocresía de los cortesanos; menos aún la falsa atmósfera de foros y cenáculos científicos y literarios” (Roa Bastos 179-180).

 

 

Llegada

            Aplíquese a este “paper” la siguiente revisión:

                       

“En el texto que acababa de escribir estaban mis ambiciones, mis astucias, mis temores, mi falta de fe y mis deseos más urgentes. Fue entonces que me di cuenta cabal de que toda ficción es necesariamente una crónica, y que toda crónica es un texto imposible de leitimación y fundación” (Benítez Rojo).

           

Pero también aplíquese ésta: En el texto que acabo de escribir están mi humildad, mis torpezas, mi audacia, mi sobrada fe y mi más dilatado desasosiego. Entonces es posible que no me de cuenta de nada y que acepte, como dubitativo cartógrafo cognitivo, que no vemos que no vemos que no vemos. ¿Y quién legitima esto? Ceci n’est pas une pipe.

 

Nota: “La Señora Robada jamás acostumbra poner fe de erratas porque supone que los sabios las pueden corregir, y que los ignorantes pasan por todo.” (Carrió 121). ¿Y no es usted, obligado lector, como yo, ambas cosas?

 

 

Obras citadas

Arrom, José Juan. “La otra hazaña de Colón”. Historia y Cultura 13-14 (1981): 7 y

            ss.

Benitez Rojo, Antonio. “Las crónicas y el autor de hoy, una experiencia personal”.             Amherst College, n.d.

Bernal Díaz del Castillo. Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España.             México: Espasa Calpe, 1950.

Borges, Jorge Luis. “Utopía de un hombre que está cansado”. Obras Completas.               Buenos Aires: Emecé, 1989. pp. 52-56.

Carpentier, Alejo. El arpa y la sombra. México: Siglo XXI, 1979.

 ----------------------. “Bernal Díaz del Castillo”. n.p. n.d.: 24-25.

 ----------------------. Los pasos perdidos. Ed. R. González Echevarría. Madrid:

            Cátedra, 1985.

-----------------------. El siglo de las luces. Caracas: Bibl. Ayacucho, 1979.

Carrió de la Vandera, Alonso. Concolorcorvo. (Xerox).

Cabeza de Vaca, Alvar Nuñez. Naufragios. Ed. Trinidad Barrera. Madrid: Alianza

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