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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

domingo, 2 de diciembre de 2012

La primera y última receta: el "Ulises", de John Berger (mi traducción)


Abordé por primera vez el Ulises de Joyce cuando tenía catorce años. Uso la palabra abordé en vez de leí porque, como el título nos recuerda, el libro es como un océano; uno no lo lee, lo navega.
Como muchas personas cuyas infancias son solitarias, a los catorce años yo tenía una imaginación ya madura, lista para hacerse a la mar: lo que le faltaba era experiencia. Ya había leído El Retrato del Artista como Hombre Joven y su título era el título honorario que me otorgué a mí mismo en mis ensoñaciones. [1]Una especie de coartada o tarjeta de marinero para mostrar, cuando desafiado, a la gente de mediana edad, o a uno de sus representantes.
Era el invierno de 1940-1941. Joyce de hecho se estaba muriendo de una úlcera duodenal en Zúrich. Pero entonces yo no lo sabía. No pensaba en él como un mortal. Sabía cómo se veía y hasta que sufría de problemas de vista, no me lo imaginaba como un dios pero lo sentía siempre presente a través de sus palabras, sus infinitos paseos. Y por ende no propenso a morir.
El libro me lo había dado un amigo que era un subversivo maestro de escuela. Arthur Stowe era su nombre. Stowbird* yo lo llamaba. Le debo todo. Fue él quien extendió su brazo y me ofreció una mano para que pudiera salir del sótano en el que había crecido: un sótano de convenciones, tabúes, reglas, idées reçues, prohibiciones, miedos, donde nadie osaba cuestionar nada y donde todos usaban su coraje –puesto que coraje tenían– para someterse a lo que sea, sin quejarse.
Era la edición francesa en inglés publicada por Shakespeare and Company. Stowbird la había comprado en París en su último viaje antes de que la guerra estallase en 1939. Solía usar un largo impermeable y una boina negra que había adquirido en el mismo momento.
Cuando me dio el libro yo creía que era ilegal en Gran Bretaña. De hecho no era más el caso (había sido) y estaba equivocado. Sin embargo, la “ilegalidad” del libro era para mí, con catorce años, una reveladora cualidad literaria. Y en eso, quizás, no estaba equivocado. Estaba convencido de que la legalidad era una pretensión arbitraria. Necesaria para el contrato social, indispensable para la supervivencia de la sociedad, pero dándole la espalda a la mayor parte de la experiencia vivida. Sabía esto instintivamente y cuando leí el libro por primera vez llegué a apreciar con creciente entusiasmo que su supuesta ilegalidad como objeto era más que coincidente con la ilegitimidad de las vidas y almas en su épica.
Mientras leía el libro, la Batalla de Gran Bretaña estaba siendo librada en el cielo por sobre la costa sur de Inglaterra y Londres. El país esperaba la invasión. Ningún futuro era cierto. Entre mis piernas yo me estaba convirtiendo en un hombre pero era bastante posible que no viviera lo suficiente como para descubrir de qué se trataba la vida. Y por supuesto no sabía. Y por supuesto no creía en lo que se me contaba, sea en las clases de historia, en la radio o en el sótano.
Todos sus relatos eran demasiado pequeños para ser coherentes con la inmensidad de lo que yo no sabía y de lo que podría no tener nunca. No, sin embargo, el Ulises. Este libro tenía esa inmensidad. No la pretendía, estaba impregnado de ella, fluía a través de ella. Tiene sentido comparar nuevamente el libro con un océano, puesto que ¿no es el libro más líquido que jamás se haya escrito?
Ahora yo estaba por escribir. Había muchas partes, durante esta primera lectura, que yo no entendía. Sin embargo, esto sería falso. No había ninguna parte que hubiera entendido. Y no había ninguna parte sobre la que no me hiciera la misma promesa a mí mismo: la promesa de que en el fondo, bajo las palabras, debajo de las pretensiones, las alegaciones y los imperecederos juicios morales, las opiniones y lecciones y presunciones e hipocresía de la vida cotidiana, las vidas de los adultos, hombres y mujeres, estaban hechas del mismo material que este libro: entrañas con destellos de lo divino. ¡La primera y última receta!
Aun a mi joven edad me daba cuenta de la prodigiosa erudición de Joyce. El era, en un sentido, el Aprendizaje encarnado. Pero Aprendizaje sin solemnidad que arrojaba su birrete y toga para convertirse en juglar y malabarista (Mientras escribo sobre él, algo del ritmo de sus palabras todavía anima mi lapicera). Quizás aún más significativo para mí en ese entonces era la compañía que su aprendizaje me hacía: la compañía de lo que no tiene importancia, de aquellos por siempre fuera del escenario, la compañía de recaudadores de impuestos y pecadores como lo dice la Biblia, baja compañía. El Ulises está lleno del desdén de los representados hacia aquellos que dicen (falsamente) representarlos, ¡y repleto de las tiernas ironías de aquellos de quienes se dice (falsamente) que están perdidos!
Y no se detuvo allí. Este hombre que me estaba contando sobre la vida que yo podría no conocer nunca, este hombre que nunca le habló condescendientemente a nadie y que permanece para mí hasta hoy como un ejemplo del verdadero adulto, este es un ser que, porque ha aceptado la vida, tiene una relación íntima con ella. Este hombre no se detuvo allí, puesto que su inclinación por lo bajo lo llevó a mantener ese mismo tipo de rasgos en sus singulares personajes: escuchaba sus estómagos, sus dolores, sus hinchazones. Escuchó sus primeras impresiones, sus pensamientos sin censura, sus divagaciones, sus rezos sin palabras, sus insolentes gruñidos y congestionadas fantasías. Y cuanto más cuidadosamente escuchaba lo que casi nadie había escuchado antes, más rico se volvía lo que la vida ofrecía.
Un día en el otoño de 1941 mi padre, quien debe haber estado inspeccionándome ansiosamente por algún tiempo, decidió revisar los libros en el estante junto a mi cama. Habiéndolo hecho, confiscó cinco: incluyendo el Ulises. Me dijo esa misma tarde lo que había hecho ¡y agregó que los había guardado bajo llave en la caja fuerte de su oficina! Por ese entonces él estaba haciendo una tarea en tiempos de guerra para el gobierno sobre el problema de cómo aumentar la producción fabril. Yo tenía una visión de mi Ulises encerrado bajo carpetas de secretos gubernamentales, con las etiquetas de Altamente Confidencial.
Estaba tan furioso como solo un muchacho de catorce años puede estarlo. Me rehusé a comparar el dolor de mi padre –y él me lo había pedido– con el mío. Pinté un retrato de él –el cuadro más grande que he hecho hasta el día de hoy- donde lo hice verse diabólico, con los colores de Mefistófeles. No obstante, a pesar de mi furia, no pude evitar reconocer finalmente algo más: la historia de los libros confiscados y el padre con temor por el alma de su hijo, y la caja de seguridad Chubb, y los archivos del gobierno, podría haber salido directamente del confiscado libro en cuestión, y habría sido narrada con ecuanimidad y sin odio.
Hoy, cincuenta años más tarde, continúo viviendo la vida por la cual Joyce hizo tanto para prepararme, y me he convertido en un escritor. Fue él quien me mostró, antes de que yo supiera nada, que la literatura es enemiga de todas las jerarquías y que separar los hechos de la imaginación, los eventos de los sentimientos, el protagonista del narrador, es quedarse en tierra firme y nunca hacerse a la mar.
Bajo el afloramiento de la marea vio las retorcidas algas erguirse lánguidamente y mecer brazos reticentes, levantándose sus enaguas, en agua susurrante balanceando y volcando tímidas frondas de plata. Día tras día: noche tras noche: elevadas, inundadas y dejadas caer. Señor, están cansadas; y, susurrándoseles, suspiran. San Ambrosio lo escuchó, suspiro de hojas y olas, esperando, aguardando la plenitud de sus tiempos, diebus ac noctibus injurias patiens ingemiscit. Reunidas sin ningún fin; vanamente luego liberadas, desplegándose, replegándose: telar de la luna. Cansada también a la vista de amantes, una mujer desnuda brillando en sus cortejos, arrastra un surco de aguas.
*Nota del traductor: No es descartable aquí un juego de palabras del autor con to stow (estibar) y to stow away (viajar de polizón).