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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

martes, 11 de septiembre de 2007

Del apocalipsis al amor


    El término “apocalíptico” deriva del griego apocalypse “revelar”, y Apocalipsis es el nombre dado al último libro del Nuevo Testamento.  Tal literatura abarca escrituras proféticas o cuasi-proféticas que tienden a presentar sombrías visiones del mundo y predicciones oscuras sobre el destino de la humanidad. La literatura de sermones abunda en visiones apocalípticas. Pero es un término general usado frecuentemente con suma libertad. Nosotros no seremos menos aquí y exploraremos libremente ese término.

En ese sentido, una visión funesta o a veces “enfermiza” de la existencia, aliviada por momentos de humor sardónico (y no infrecuentemente compasivo) puede encontrarse en muchas obras de ficción. En otros casos la visión apocalíptica denota una actitud radical que niega todos los valores tradicionales y con frecuencia todo tipo de valores morales también. En el siglo XX las ideas nihilistas se extendieron y el nihilismo amenazó con convertirse en una poderosa fuerza revolucionaria, a veces con rasgos picarescos. Para decirlo llanamente: seres humanos luchando con la irracionalidad de la experiencia... y, como una salida o una entrada de o en esa situación, enamorándose.

Entraremos entonces en los desiertos del amor que es también discurso, lo imposible, lo implacable, las pasiones de las que brotan las primeras voces cuando probablemente olvidamos más de lo que conocemos, cuando queremos que el instante dure para siempre.

Nietszche reconoció ese desierto que imaginaba en nosotros, víctimas del mismo, sin poder juzgar o condenar. Pero, tal como Hannah Arendt marcara, más que ese desierto somos más bien lo que puede transformarlo y lo que permite que nos transformemos en tanto sigamos sufriéndolo: la acción y la pasión. Todo sigue siendo posible si la acción y la pasión resisten, gracias a los oasis o espejismos del arte, la filosofía, la amistad y el amor. Sin ellos, el desierto: pero vivir en él no significa reconciliarse con él. Tampoco huir de él, ya que eso es parte de lo que el desierto espera y lo que lo ensancha. Si es cierto que el mundo es siempre un desierto, también es cierto que en el mismo hay algo en lugar de nada y alguien en lugar de nadie.

Hay algo y hay alguien. Eso nos trae el milagro y el dolor, no la satisfacción. Porque si hay algo y hay alguien empiezan los problemas, las diferencias, sombras para la muerte y también reflejos de una infancia: el nacimiento del deseo. Cuando creemos que ese fantasma puede morder la realidad la ceguera amorosa nos vuelve intolerantes pero también puede fundar la vida pública y política.

Puede pero lo hace de una extraña manera, fantasma del fantasma, debido a su hoy extrema soledad y su separación del poder y sus mecanismos que no confían en él, en su animalidad, porque significa abismarse en un valor desmitificado. Pero sin él... ¿de dónde se recluta la energía de la política y del futuro?

Las catástrofes reclaman compasión, creación de sentido a partir de la nada o, mejor dicho, de un estremecimiento de desrealidad, de un canto casi pueril. Eso hace el enamorado, el encontrado, el que espera y no se exilia de su imaginario de delirante energía. Porque...¿sin esa energía qué? La entropía de quien ya no nos reconoce y, con ella, el desamparo, el deshecho, alimento del crepúsculo. Pero mientras existan esas diferencias energéticas habrá esas sombras de la muerte, las evocadas por Ulises. Y si lo que llega es la voz amada hoy fatigada, esa fatiga borgiana es el tiempo que no acaba, casi nada y todo.

El Werther de Goethe se identifica con todo enamorado perdido en ese tiempo en el que el enigma del otro se transforma en dios, el ayer desconocido vuelto hoy dios. Los que están en tinieblas pueden ser iluminados por lo oscuro: “Oscurecer esta oscuridad, he ahí la puerta de toda maravilla”, dicen los taoístas. De allí que el apocalipsis sea un deseo de amor y el amor un deseo de apocalipsis. Como sostuviera Simone Weil, belleza y realidad son idénticas, alegría y sentimiento de realidad son idénticos. O como poetizara Shakespeare, su constante reino quevediano de polvo enamorado no acaba con la muerte:

“...si eso es falso y fuera en mí probado,

ni yo he escrito jamás ni nadie ha amado.”

Puentes y precipicios se atraviesan y ladean entre la falta de esperanza y la temida esperanza. Puentes colgantes y precipicios de un apocalíptico camino de visiones y revelaciones, en una especie de clave oculta y misteriosa en varios de su trechos. ¿Pero qué tiene de sagrado el amor y de amor lo sagrado para que pasemos del uno al otro? La ira inaugural de Aquiles, inspirada por los dioses, es también pasión, como mostró Ivonne Bordelois: ciegos de ira, ciegos de amor, entusiasmados, lo enérgico, lo sagrado, lo colérico y lo erótico se anudan. Recordemos que la pasión de Jesucristo es su padecimiento. Bordelois ve aquí el  “duelo de dos raíces personales linguísticas conviviendo o disputando: el eis indoeuropeo, que revela sacralidad y sexualidad desbordante de ira y el pathos griego, que denota originalmente pasividad y sufrimiento.” Y en este duelo, ¿qué lugar queda para nuestra desprestigiada pasión de la fraternidad?

Perseveramos frente a situaciones desesperanzadoras. Tenemos esperanzas aún en el absurdo de nuestra condición porque creemos que podemos ser salvados por el cuerpo del amor. Cuando pensamos que ya el espíritu no da para más, no hablamos ni continuamos escribiendo. Pero aquellos que se revelan entusiastas (aquellos para quienes los milagros en todas sus acepciones y la revelación no han concluído o hay revelaciones aún por venir) siempre hablan o continuan la escritura porque creen en una salida. 

 Todos necesitamos escapar de lo inescapable. Eo es lo que se llama una aporía: un camino impasable, un conflicto irresoluble entre retórica y pensamiento, una manera de pensar contra uno mismo, de traicionarse uno mismo. La aporía (como el amor) también ha sido definida como el momento de lo impronunciable, lo que tenemos que forzar para encontrar la salida cuando nos encontramos atrapados.

 Entonces, ¿cómo desafiar nuestras propias imposibilidades históricas? Ese es a la vez el lugar del arte y un problema central para la filosofía política, cuando la vida se vuelve un escenario de supervivencia sobre el cual actuar aprendiendo como sobrevivir al juicio. La experiencia de la aporía es la experiencia de una pasión sin fin, una resistencia infinita de lo imborrable, de aquellas cosas atrapadas que necesitan lo imposible.

 Este artificio, esa estrategia, busca un momento de libertad de decisión obtenida de una red de hechos previos. El dilema se impone en términos del lazo entre las estrategias y el libre impulso de las acciones. Hay una relación entre las historias políticas de la verdad y la capacidad humana de construir un yo. Y la astucia les permite a ciertos personajes ir de los estados naturales de la sociedad a la política, cuando pareciera que el creyente no cree más sino que imita las creencias. ¿Pero no es creer imitar? Necesitamos artificios culturales, aún cuando sean falsos, puesto que nos ayudan a eludir el suicidio o el asesinato: necesitamos ficciones para ser, para proyectar una “salida”, para perseguir el accidente, para pensar contra nosotros mismos, para administrar el azar.

 Tenemos entonces el problema de los límites de la acción, cuando somos torturados, en mundos de apuestas. Y por lo tanto es tiempo de apostar, sabiendo que casi con certeza perderemos. Adorno mostró que se trata de una opción oscura, fracturada, fruto de lo que llamaba una vida dañada, cosechada en un momento cuando la aporía se acaba, cuando tenemos que elegir si queremos existir. Cuando el tiempo no está más detenido, cuando el instante se ha ido, es tiempo de dar un paso más allá. La voluntad es el último escalón. Exagerar, forzar una idea al punto de deformarla, acosarla, es quizás la única manera de “saltar” por fuera de la aporía, con fe, alocada y esperanzadamente.

 La fe más honda está destinada a convertirse en locura cuando los caminos que conducen al hogar trascendental se han vuelto impasables. En Occidente las conciencias crecientes han sido vistas como un peligro y una enfermedad; y los locos como bestias, niños y tontos, como soñadores y profetas atrapados por fuerzas demónicas. No hay vuelta atrás al paraíso y al tiempo perdido, un tiempo que opera en el espesor de las cosas.

 Cada locura acarrea una tragedia y una salida de lo insoportable. Y esta no es una salida desesperada: es la salida de un esperanzado espíritu en expansión interna, con la calma necesaria para sobrevivir, la calma que invierte el atraso y la espera del poder persiguiendo al accidente.

 La ley del desierto es el hogar de lo impersonal cuya narrativa debe ser negada, traicionada. Y nosotros precozmente siempre saltamos ese límite. Cada testimonio de ese salto es tan precoz y arriesgado e impredecible como el amor, entregado en “sofocados jadeos”, atravesando los límites. Quizás no hay otra salida. Como en el amor, el otro tiempo recordado, donde ocurren estallidos de descargas de energía y las entidades naturales se funden.

 El tiempo es lo opuesto del amor, el cual solo existe en un tiempo sin pasado, un único tiempo huidizo. Estrategias políticas, ars amandi (la canción de amor es un potencial acto de compromiso político). Estrategia como arte para cuestionar la “libertad” de los eventos y las condiciones inexorables de una decisión. O la pasión persiguiendo un punto de estallido o un accidente. Pensando en todo esto arribamos a la cosa imposible en sí misma que necesita una salida.

    ¿Habrá desplome cósmico o vamos hacia alguna meta inalcanzable? ¿Apocalipsis científico o progreso ad infinitum? El desastre o lo interminable, esas parecen ser las opciones elegidas. “El mundo está desencajado” , venimos repitiendo hamletianamente entre miradas ilustradas y escaladas armamentistas.

    La destrucción y el sufrimiento traerán transformación, ya suponía Zoroastro. El apocalipsis revela lo que está oculto y entonces toda amenaza de pérdida de amor es promesa de un nuevo amor y de una nueva dualidad: el amor como liberación y el amor como opresión. El primero es llevado a las márgenes de todas las tradiciones, el segundo es el amor del censor. Pero más allá de los ambiguos destinos, es importante recordar el lugar que siempre tuvo y tendrá la esperanza para cambiar el mundo, y por ello creo que tenemos una deuda con ella y, por lo tanto, con lo apocalíptico, con la visión, aunque hoy parezca insostenible política, psicológica y hasta podría decirse éticamente (aunque esto último es discutible).

    A pesar del terror (y muchas veces con él) se ha mantenido la esperanza. Una mentalidad apocalíptica es una mentalidad, paradójicamente, creadora. La escritora austríaca Ingeborg Bachmann afirmaba poco antes de su muerte:

 “No creo en el materialismo, en esta sociedad de consumo, en este capitalismo, en esta monstruosidad que      prosigue aquí...En verdad creo en algo, y lo llamo “un día que vendrá”. Y efectivamente, un día vendrá.        Bueno, probablemente no vendrá, porque siempre lo han destruido para nosotros, pues durante tantos miles              de años lo han destruido. No vendrá y, sin embargo, yo creo en él. Pues si no puedo creer en él, tampoco                 puedo seguir escribiendo.”

Apocalipsis, renovación y fin, vulgarmente catástrofe o destrucción violenta, liberadora de esperanzas de fin como de continuación y novedad.  Pero la fe en que un gran desastre predecería el comienzo de una sociedad buena justificó atroces masacres. El amor de Grace en Dogville culmina en comunidad masacrada.

El apocalipsis y la utopía han caminado un largo camino juntos. Pero ese camino parece haber llegado a su fin, en tanto la esperanza parece haberse despegado de esa imaginación. Aquella fatiga de la que hablábamos nos condujo a lo que Derrida llamara “un apocalipsis sin visión”, “un fin sin ningún fin”, sin nuevo principio. Ya no creemos que una gran guerra va a poner fin a las guerras. ¿Y dónde entonces reside la esperanza? “La esperanza, esa prostituta”, la llamaba Onetti. Pues nunca mejor puesto el nombre cuando parece haber sido vendida (o alquilada) al consumo individualista.

Ya no hay resurrección y la entropía parece ocuparse también de la evolución, otrora bolsón de resistencia al universo pero donde hoy la biodiversidad agoniza.  “El apocalipsis” dijo Anthony Giddens “se ha vuelto trivial”. Ante esta situación, se nos hace imprescindible plantearnos una nueva educación sentimental que recupere visiones de la vida buena que no desemboquen en la burla y la hilaridad.

Eppur, como decía Galileo, o sea, sin embargo, tal vez haya un nuevo discurso naciendo en un tiempo de tinieblas. Aún cuando el afecto parece perderse, hay algo que tal vez esté ocurriendo por primera vez o que podamos vivir como vez primera. Pero no lo entendemos. Porque es cuando no comprendemos que el amor puede hacerse presente. Por ejemplo, cuando la muerte nos separa, y respondemos a su opresión con el viaje al fin de la noche de Céline en el que “la guerra conduce a los ovarios”, es decir, a la niñez, a la memoria.

Hemos creado  un espacio de experimentacion en el final del siglo XX, un espacio de incertidumbre y sospecha, un espacio en el cual uno no puede saber quien se supone que sea mientras intenta superar el dolor y el sufrimiento por el que los individuos -uno mismo- atraviesan en los destinos de su tiempo. Y nos preocupamos por este sufrimiento sin la expectativa de un alivio significativo.

Una parte considerable de la llamada “gran literatura moderna” se desenvuelve en ese terreno en el que el "otro" se ha derrumbado: Dostoievsky, Lautréamont, Proust, Kafka, Céline, Borges, entre otros. Y el deseo que nos ha quedado, que hemos construído, no nos sirve: normalizado, se hunde en una banalidad que es tristeza y silencio. Y entonces el mundo de las ilusiones otorga legitimidad al odio si no lo invierte en amor. El mundo de las ilusiones, ahora muerto y sepultado, ha dado camino a nuestros sueños y delírios. Sin ilusiones, el universo de hoy se divide entre el aburrimiento o la abyección y la risa perforadora.

Pero la marca del agua que permanece en la oscuridad y el horror de la noche conradiana nos permite, sin embargo, escribirla. Hoy sin desafío revolucionario, que implicaría una creencia en una nueva moralidad, en una clase o en la carnicera humanidad , ni duda escéptica, que siempre encuentra sosiego, en última instancia, en la autosatisfacción de una instancia crítica que deja abiertas las puertas del progreso pero nunca penetra en ellas sino que es penetrado en y por ellas.

Se trata más bien una explosión de pureza, el grito de horror del sufrimiento, permaneciendo dentro del horror pero a una distancia muy leve, la cual, desde el mismo corazón de su abominación esencial, distingue e inscribe el amor sublime por un ser sufriente.

Todo odio es un amor frustrado. Para amar hay que descender al fin de la noche.  Pero la carcajada horrorosa está allí: la comedia de la abyección, del apocalipsis. La risa celiniana es una exclamación horrible y fascinada. Una risa apocalíptica y bakhtiniana.  Y así el carnaval no se queda en la posición moral de la inspiración apocalíptica; la transgrede, le echa encima sus represiones –lo más bajo, lo blasfemo.

Un descostillante apocalipsis es un apocalipsis sin dios. Un misticismo nocturno de un colapso trascendental, sin juicio, sin esperanza. Un lenguaje de la abyección del cual el escritor es tanto sujeto como víctima. Una belleza brillante y peligrosa.

Veo en el viajero al fin de la noche, al fin de todo odio, un Pantagruel del último día que no lanza más sobre los otros las bendiciones de un humanismo cuyos milagros espera, un escritor frustrado en su amor por la humanidad. Pero el escritor, el viajero, no pueden quedarse sin esperanza. Somos una máquina epistemológica que piensa con el corazón, que busca con el corazón, aunque esté preñada de historia.

Otro viajero al reino de la noche, Dante Alighieri, esperaba que el Infierno ayudase a los lectores a ver que la justicia llega a través de las virtudes del buen gobierno y el amor. Para Dante, el amor es una fuerza fundamental en el universo, necesaria para la paz, el orden y la belleza. Hay un propósito para el viaje de Dante al infierno: antes de que pueda ascender al cielo, el poeta debe primero entender las profundidades de la degradación en la cual podemos hundirnos. Por eso Beatriz quiere exponer al poeta a los horrores del infierno para que aquel se halle ansioso para volverse hacia el bien y amar, y el poeta florentino tiene la misma meta para sus lectores, creyéndolos capaces de amar divinamente.  Es a los que conocen “al señor amor” que dirige La Vita Nuova.

La imaginación poética hace resurgir e intenta reunir los fragmentos de un mundo roto. De allí la convicción de Dante de la poesía como arte que anima el mundo de los muertos: “Ma qui la morta poesia resurga” pide la Comedia. Pero si bien puede adquirirse una sabiduría en el intercambio con la muerte también puede no comprenderse lo que ha ocurrido. El amor es un poder que puede producir la devastación de la que surgió. Se ama contra la muerte. Amar significa buscar lo inalcanzable, es una fantasía, una alucinación en la que lo que amamos, sobre todo, es el amor. Pero en un universo que perdió la unidad, quien ama rara vez sabe lo que ama ni por qué ama ni lo que es amar. Especialmente si se quiere comprender ya que, siguiendo aquí las reflexiones de Fernando Pessoa (Bernardo Soares) en el Libro del Desasosiego, comprender es olvidarse de amar: “El amor es un misticismo que quiere practicarse, una imposibilidad que sólo es soñada como debiendo ser realizada”. Es, como sostiene el autor portugués en otra imagen, una madre loca arrullando a un niño muerto.

Partimos de los desiertos de Nietzsche pero podemos terminar con los desiertos de Rimbaud, desde donde el poeta se aburría y embrutecía. Ya que, como Rimbaud, somos hijos del romanticismo del que (a pesar de tantas deconstrucciones) continuamos heredando una erótica y una política: una manera de enamorarse.

El amor que eleva y hace trastabillar su barco ebrio lleva adelante una tarea eterna de Sísifo para intentar una y otra vez en cada mar, en cada costa donde sea posible dar testimonio de la inocencia, de su catástrofe, pero también de los desiertos del amor: la inocencia perdida del amor y también el mundo encantado que reinventamos cuando no queremos rendirnos tan fácilmente al orden implacable de lo dado, admitido, indisputable.

El amor viene del fuego, el origen del nuevo día.  El viaje rimbaudiano es también una experiencia de lo apocalíptico con la aventura a pesar del horror, con temblorosos botes anclados listos para partir, con el vértigo de no saber lo que se está haciendo, vértigo quimérico del renunciamiento, vértigo de una danza que es un alivio temporal de la necesidad de huir y de la alegría sagrada del ritmo.

Estos apocalipsis y amores nos ofrecen y ofrecerán pensamientos rotos, ritmos incoherentes, restos de explosiones, erupciones cutáneas, terribles tempestades alucinatorias, colapsos bretonianos del intelecto, inmoderaciones intensas, combustiones de magos desilusionados, tensiones, excesos, fracasos inundados. Pero amar tambien es una decisión frente a los desiertos del amor. Porque el amor también es discurso y el silencio un sueño del amor.  Tolstoi deseaba ese sueño, esa utopía, aún cuando tuviera que condenarla en su realización discursiva y silenciarla en su ilusión. Tolstoi condenaba la pasión como Platón la poesía. Para dignificarla. Después de todo, lo interesante en este mundo nace de la pasión. El resto es desolación.

El amor aquí entonces no es más que la vida y la muerte animadas por el corazón de Rousseau, la insensible ira de Rimbaud buscando todos los caminos, las pasiones que hacen brotar las primeras voces de su fuego de cristal. La pasión es resistencia a la ley, al veredicto: la infinita sonrisa de Afrodita haciéndonos tartamudear.  Y queremos que ese instante dure para siempre.