Frente a las limitaciones que observa, sin embargo, González reclama una nueva civilización de gestos. Pero una nación no se construye sólo con gestos, aún siendo necesarios, y no precisa menos de los privilegios dados por el socialismo en Rosario a la dimensión institucional, algo que puede incluso considerarse en las antípodas de la efectividad y la cultura del gesto. Pero no se trata de oponerlos: el socialismo en Rosario ha mostrado que se puede ser institucional, gestual y efectivo.
Claro que se trata de una esperanza "progresista" y de la tradición civilizatoria. Y, lamentablemente o no, estas esperanzas y tradiciones son pobres en intensidades tales como las que acarrea la tradición peronista: Juan B. Justo y Binner son médicos y no militares. Carecen de gestualidades épicas.
La pregunta a la que me lleva Horacio es por el contenido de la palabra "socialista". Su significado, para quien escribe, sigue siendo estar del lado de los oprimidos, hacerse cargo de la vasta cantidad de sufrimiento existente, hacer algo para reducirlo. El corazón del socialismo continúa siendo un conjunto de valores que van más allá de un partido. Y, es honesto recordarlo, su sueño de la perfectibilidad del hombre también llevó en el siglo XX a horrorosas pesadillas.
Para intentar evitarlas, aquellos que buscan reformar la sociedad deben entender las tendencias inherentes a los seres humanos, como la necesidad de sentirse querido, o útil, o de pertenecer a una comunidad, todas cosas que el peronismo en su momento supo entender muy bien. Pero quien lo ha entendido en estos años ha sido el socialismo en Rosario, que parece saber que debe construir una sociedad más cooperativa, también siendo sin embargo consciente de que toda sociedad humana mostrará también algunas tendencias competitivas. En años aciagos el socialismo rosarino parece haber sabido que una sociedad primeramente motivada por un deseo de sobrepasar al vecino no iba a ser una sociedad en la que la mayor parte de los ciudadanos encontraran satisfacción, que no se podía vivir una vida buena convirtiendo nuestra casa en un campo armado. En ese marco, los rosarinos han mostrado capacidad para poder ver los beneficios de la cooperación en las circunstancias menos prometedoras. Y el socialismo en esta ciudad ha sido particularmente bueno reconociendo contratos y acuerdos sociales y sectoriales sin resignarse a consentir para ello el robo y la corrupción.
Porque existe otra tradición de culpar por esto último a la pervivencia de formas reaccionarias aunque comprensibles de pensamiento político. En esa tradición algunos no se han sentido lo suficientemente incómodos otorgando un potencial transformador al resentimiento. Y es que si bien la falta de educación, la pobreza o una cultura del resentimiento pueden aumentar o disminuir el nivel de corrupción, la única solución sigue siendo el verdadero fin de la impunidad, palabra que no parece ser utilizada para referirse a los delitos económicos y financieros. Tal vez sea, como dijera Borges en un clarificador ensayo, nuestro pobre individualismo. Pues contra este pobre individualismo argentino es que ese socialismo "de escuadra y tiralíneas" parece haberse enfrentado en Rosario, mientras otras prácticas políticas dejaban a tantos fuera del sistema social, alienándolos de las instituciones sociales en una manera que casi aseguraba que se vuelvan adversarios que las pongan en peligro. Es cierto que es una tradición incluso reivindicada en la Argentina, dada la historia de nuestras instituciones.
El desafío está también pero no solamente en manos de algún gesto presidencial, porque no se reconstruirá la Argentina solamente en base a gestos populistas. Un socialista debería decir que las grandes disparidades de poder o riqueza borran los incentivos para la cooperación mutua y por eso es necesario que el gobierno nacional haga algo más para revertir las tendencias económicas que han incrementado la desigualdad.
Históricamente el socialismo ha recordado que el altruismo existe y que necesitamos entenderlo mejor. Pero un socialismo atento a una de sus mejores tradiciones —la formación, el estudio— no debería creer hoy que la naturaleza humana es inherentemente buena o infinitamente maleable, ni esperar acabar con todo conflicto mediante una revolución o solamente con una mejor educación, ni asumir que todas las desigualdades se deben a discriminación, prejuicios, opresión o condicionamiento social.
El socialismo debería intentar saber más sobre cómo somos, como humanos y como argentinos en nuestro caso, para que las políticas puedan estar basadas en la mejor evidencia disponible sobre nosotros mismos, sin dejar de actuar acorde a sus valores. Ser socialista, entonces, seguiría siendo estar del lado de los pobres, los débiles y los oprimidos, pero pensando muy cuidadosamente qué cambios económicos y sociales realmente funcionarán en su beneficio y no nos llevarán a nuevas pesadillas autoritarias. Ser socialista sería una sensible aventura del conocimiento.
El socialismo debe ser entonces una reflexiva respuesta a sus propias pesadillas y a cada nueva pesadilla de la historia, siendo como es parte de la gran tradición de aquellos que han respondido a la enorme cantidad de dolor y sufrimiento en el mundo. Y al tratarse de esa tradición no es raro que sean médicos, de Juan B. Justo a Binner, algunos de los que han sido seducidos por su discurso. Y que, por otro lado, volteretas de la historia, el mismo Perón haya sido profesor de higiene, algo que aprendí leyendo un libro de Horacio.