La literatura argentina de comienzos de siglo
Es bueno recordar que se puede injusto. Esa posibilidad se vuelve una probabilidad muy alta cuando se trata de referirse a la literatura argentina de los primeros diez años de este nuevo siglo. No he llegado a leer, obviamente, muchas de las obras publicadas en la década. Y se supone que aquí escriba sobre la misma. Pero por supuesto que no seré yo sino el tiempo, el asesino mayor según Borges, quien finalmente dará su veredicto.
La literatura argentina entró al siglo XXI de la mano del prolífico César Aira (Cumpleaños, 2000, El Mago y Varamo, 2002, El Tilo, 2003, Las Noches de Flores, 2004, Como Me Reí, 2005, La Cena, Parménides, 2006, La Vida Nueva, 2008), con la marca de su literatura, muy presente desde los noventa, y la herencia del gran escritor argentino de la era pos-borgeana: Juan José Saer ( Cuentos Completos, 2001, La Grande, 2005).
Algunos consideran a Aira autor de la década. Otros creen que representa lo caduco y se recuestan en Saer, cuya novela póstuma La Grande reconfirma el resto de su obra, superando modas, productividades y urgencias.
Ambos siguen vigentes, junto con Ricardo Piglia (El Ultimo Lector, 2005), más académico en su escritura. A este muy firme trío se suman otros que están aún consolidando su prestigio: Sergio Chejfec (Boca de Lobo, 2000, Baroni: Un Viaje, 2007, Mis Dos Mundos, 2008) y Fogwill (La Experiencia Sensible, 2001, En Otro Orden de Cosas, 2002, Cuentos Completos, 2009), fallecido este año.
De estos dos me interesa detenerme en Chejfec. Un modo de ser escritor es escribir desde fuera del país, exiliado y no pocos escritores argentinos han cultivado esa modalidad. En esta tradición se inscribe la obra de Sergio Chejfec, autor que forma parte de esa generación de escritores marcada por Saer y Piglia. Si en los comienzos su narrativa convocaba a Saer, en el cambio de siglo con sus novelas Los planetas (1999) y Boca de lobo (2000) se perciben también ecos de la narrativa de Aira. Boca de Lobo es territorio de indeterminación e incompletud: lugares levemente extrañados, calles sin dirección o destino, desintegración de lo familiar, personajes anónimos o desfigurados. Es común en sus textos toparse con un personaje vagabundo o aventurero y sujetos que marchan y pasean ajenos a la seguridad y la pertenencia, forasteros y migrantes, desterritorializados. Mis Dos Mundos (2008) es la crónica de un caminador entre la decepción y el miedo, la confusión y la incertidumbre, en la que no es difícil en estos tiempos reconocerse. En este nuevo siglo ha publicado también Baroni: Un Viaje (2007), velo de incertidumbre sobre lo verdadero y lo falso mientras admira a esa humilde y autodidacta mujer capaz de conjugar oficios y vocaciones, que busca pocas cosas y siempre relacionadas con la ejemplaridad y la didáctica.
Muchos hablan de Diana Bellesi en poesía, pero no consigo entusiasmarme con sus palabras. Lo mismo ocurre con Arturo Carrera, Irene Gruss o Joaquín Gianuzzi, cuya obra reunida inauguró la década. Se sigue leyendo a Juan Gelman, pero sus cócteles poéticos ya me resultan un tanto previsibles. Se destaca también la publicación de las poesías completas de Héctor Viel Temperley y de Alejandra Pizarnik. Pero impera a mí juicio en general en la poesía una falta de lucidez y un lenguaje que se propone como fácilmente coloquial. Salvo la bienvenida aparición de las Obras Completas (2005) de Juan L. Ortiz.
Volvamos entonces a la narrativa. El Piglia crítico, que ha trazado líneas novedosas para transitar la literatura argentina, el de El Ultimo Lector (2005), ha vuelto donde lo siento más cómodamente: el ensayo. Fogwill sigue golpeando, iluminando y entretienendo inhumanamente con su narrativa. Y ahora tenemos sus Cuentos Completos (2009).
Esta nueva década marcada por el atentado a las Torres Gemelas en Estados Unidos, la crisis del modelo neoliberal y el resurgimiento del populismo en América Latina, ha generado en un número considerable de escritores un regreso a preocupaciones sociales y políticas. En este marco, Historia del llanto de Alan Pauls narra la educación sentimental de un niño precoz cuya gran virtud es su especial sensibilidad que le permite desarrollar una notable capacidad para escuchar a los demás. Mediante la misma Pauls critica los excesos populistas de la época, añadiendo así un contexto político a sus preocupaciones anteriores.
En ese mismo marco pero con otro tipo de respuesta literaria hallamos también los aportes de Marcelo Cohen (Los Acuáticos, 2001, Donde yo no estaba, 2006), cuyos textos han sido definidos como “sociología fantástica”: su obra transcurre en lugares imaginarios que arrastran vestigios de la realidad, delineando un mundo con costumbres, sistema político, tecnología, animales, modos de evasión, poetas y música propios. La literatura, supone Cohen, es todavía un arte con mucho futuro porque intenta descifrar fenómenos para los cuales las teorías sociales todavía no tienen ideas pertinentes. Hace pasar cosas imposibles con una contundencia mayor que las artes visuales. Cómo vaya a ser nuestra vida en el futuro depende de que podamos expandir la conciencia a través de metamorfosis del lenguaje y eso le hace pensar con optimismo que todavía hay muchas cosas para hacer. Donde yo no estaba evoca los últimos años de la Argentina y, como también ocurriera con Pauls, en esta nueva novela pareciera haber una pulsión política más evidente que en sus obras previas. Pero para Cohen la novela está destinada a representar lo imposible. Sus obras se cuentan entre las más innovadoras e imaginativas de la literatura fantástica argentina actual y, especialmente en Donde yo no estaba, novela fantástica absolutamente realista, analiza desde la ciencia ficción los problemas sociopolíticos. Pero la novela es también un texto sobre la extinción y una búsqueda de índole metafísica –lo que la inserta en la tradición de Adán Buenosayres y Rayuela. Su realismo busca salir de la perspectiva de un yo individual y hacer hablar a lo que no tiene palabra. Los acuáticos es una serie de relatos que tienden a la meditación. En cada frase se confirma y desconfirma una escritura que progresa vacilando, con el ademán conversador de alguien que deseara dejar la palabra a algún otro, o dejarse ir en una palabra que sabe que va a ser interrumpida.
La miseria, el desamparo, la falta de sentido de la injusticia, el miedo ante la inminencia de la muerte, la fuerza de la generosidad y de las acciones conjuntas siguen siendo las preocupaciones de Griselda Gambaro, una de las más renombradas dramaturgas y novelistas argentinas que continúa publicando libros significativos (El mal que nos trajo, 2002, Los animales salvajes, 2006). En El mal que nos trajo lidia con la experiencia inmigrante. En Los animales salvajes se sirve del significado simbólico de las especies para reelaborar sus constantes preocupaciones vitales y estéticas: la exploración de los bordes del alma, de los límites culturales, de las prolongaciones del amor, del poder salvador de la poesía, regresando a personajes en los que la marginalidad, la pobreza, la violencia, los prejuicios y la crueldad de las condiciones en las que deben vivir son una cárcel de la que sólo pueden escapar a través de la fábula. Estos animales hablan de la soledad, de la melancolía, de la violencia, de la imperiosa necesidad de belleza.
Son también muy refrescantes para la literatura argentina las narrativas que se resisten a la sobrevaloración de la procacidad y lo sórdido propias de estos tiempos. En esa resistencia hallamos a Federico Jeanmmaire, autor de Países Bajos (2004), una historia de amor e inmigraciones que cuenta el periplo de un argentino en Holanda, donde se enamora. Pero, a merced de su amor tiene que ser cobayo para un experimento en la Facultad de Medicina. Un año antes había publicado Papá (2003), una novela autobiográfica en la que cuenta la agonía y muerte de su padre por cáncer de hígado. En el libro retrata a su padre militar, dos veces intendente de su ciudad natal durante gobiernos de facto, con el que parece reencontrarse afectivamente.
Otras de las historias de la literatura argentina de hoy están en estos bordes que se ocultan en la basura, en lo que sobra. La magnitud de la crisis desatada a partir del 2001 ingresó también en su escritura. Washington Cucurto es el escritor emblemático de esa crisis y su imagen ha quedado muy pegado a ella, más allá de sus divertidas columnas en los periódicos. La novela que a pesar de beber de la misma crisis la trasciende es Puerto Apache (2009) de Juan Martini, que comienza con la mirada del narrador sobre los cartoneros cruzando la ciudad, recogiendo basura. A través de las peripecias de sus personajes es posible internarse en la corrupción, la delincuencia y la pobreza como elementos constitutivos de un sistema en proceso de descomposición. Pero en esta novela la que cae del sistema es la clase media deteriorada, todo visto bajo la perspectiva de la mente de un “okupa”. El territorio y los okupas de Puerto apache no son ya las Villas Miserias ni los pobres que aparecían en la narrativa de de Haroldo Conti o los desamparados de Daniel Moyano, Héctor Tizón o Antonio Di Benedetto. Su crudeza remite a una corriente de la narrativa argentina que ha comenzado a dar cuenta de esa transformación social: el retrato de la ciudad neoliberal en la novela negra argentina.
Argentina es seguramente el país con mayor tradición de novela policial en toda Latinoamérica. Si bien la misma se remonta al siglo XIX, es Jorge Luis Borges quien en la década del cuarenta populariza y legitima el género (es clave su libro Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), escrito con Adolfo Bioy Casares). Pero mientras que Borges había partido del género fundamentalmente en su vertiente inglesa, desde la década del sesenta será la tradición norteamericana del policial la que tomará preponderancia y escritores como Martini escribirán novelas “negras” inmersas en la coyuntura política del país. Las políticas económicas neoliberales y sus consecuencias en Latinoamérica (incremento de la pobreza, marginalidad, corrupción y violencia) han sin duda contribuido a la presencia fuerte de este género en los últimos veinte años.
Este es el contexto en el que se publica Puerto Apache: la ciudad como espacio dominado por matones al servicio de grupos de poder, donde las líneas de demarcación entre las instituciones encargadas del orden y la criminalidad están totalmente borradas. En su reseña sobre el libro, Vicente Battista inteligentemente la relaciona y a su protagonista, el Rata, con una novela escrita más de noventa años antes: El casamiento de Laucha, de Roberto J. Payró. Ambos son también herederos de la mejor picaresca.
Por otro lado, la crisis también ha dado lugar a una serie literaria que evade la descripción de los hechos históricos concretos y trabaja sobre el universo del pasado, abordándolo indirectamente. En su veta más nostálgica, podemos encuadrar parte de la cuentística de Fabián Casas, que remite a un pasado idealizado de valores y códigos barriales y familiares que se han perdido con el paso del tiempo y se construyen alrededor de la experiencia del barrio, como espacio de resistencia a la modernización. En la escritura se percibe la añoranza de esos tiempos más felices de aventuras con la barra de amigos por las calles de Boedo. Una recopilación de sus cuentos apareció con el título de Los Lemmings y otros (2005) (mucho del material que incluye el libro circuló con anterioridad por la web o en ediciones artesanales), retrato de la educación sentimental de los últimos treinta años en la Argentina. Casas logra darle a sus relatos tanta nostalgia, humor y encanto como para hacerlos atractivos, vívidos e interesantes, evitando dos grandes tentaciones problemáticas de la literatura argentina contemporánea: la grandilocuencia y la aridez. Estas historias, con la anécdota como disparadora potencial, son los artífices de una memoria colectiva que busca subsanar el mal que la filosofía le diagnosticó al siglo XX: la pérdida de la experiencia. El Buda de Boedo entonces busca el despertar revelador en la vuelta necesaria al barrio de la infancia, indeleble marca de pertenencia en toda historia personal.
La literatura de Casas ocurre entonces como reacción a un desencanto, una actitud desacralizadora de todo, una trivialización de la mirada y el pensamiento, una desdramatización cínica, una estética de la insensibilidad y/o una ética de la indiferencia que fueron rasgos predominantes en la escritura de algunos escritores fuertes “de los noventa”, encabezados por César Aira y seguidos por Rodrigo Fresán y Daniel Guebel. Como vemos, parte de la literatura de los últimos años se ubica en las antípodas de estas estéticas. Al rescatar discursos, valores e ideas del pasado y al focalizar en lo nacional y popular Fabián Casas y Juan Martini, entre otros, han logrado devolver a la literatura una sensibilidad y un cariz humano que parecía haber perdido. No olvidemos tampoco que las irónicas osadías de César Aira abrieron caminos y cruces muy interesantes. Los mundos absurdos de Samanta Schweblin, por ejemplo, son irónicos pero en ellos laten la opresión y la violencia, que llega a connotaciones inquietantes. En El núcleo del disturbio (2001), la escritora reúne doce cuentos construidos entre lo fantástico y lo real. En el primero, un hombre queda atrapado en una estación de tren de un pequeño pueblo porque no tiene cambio para comprar su boleto. En otro, una persona debe superar una prueba para entrar a una organización criminal. El rito de iniciación es matar a palazos a un perro en una plaza de Buenos Aires. El título del libro no refiere a un cuento homónimo sino a una red de disturbios y conflictos que atraviesan cada uno de los textos, logrando así un núcleo argumentativo común: en cada relato, los protagonistas intentan una salida.
Junto con estas tendencias que examinamos acá y permiten agrupar ciertas series, hay otras muy diferentes, puesto que la producción narrativa actual es sumamente heterogénea. Otros libros no necesariamente entran en estas series y se hacen cargo de otras realidades. Flores de un Solo Día (2002) de Ana Kazumi Stahl, cuya vida misma se presenta bajo el signo de la pluralidad cultural, se nutre de los discursos y materiales de la diversidad: una infancia en Nueva Orleáns, una madre japonesa en Estados Unidos, un traslado más o menos abrupto a Buenos Aires. Todo eso se potencia con los enigmas de un viaje inexplicado, mezclado con el dramatismo de una historia de la Segunda Guerra Mundial. La diversidad cultural no se ofrece aquí a la ciencia antropológica, a las convenciones de la tolerancia o al discurso políticamente correcto: supone un cambio de vida, los desafíos de la integración, el sentimiento de estar perdido en el mundo; supone olvidar una lengua y adquirir otra, el rompecabezas con diversas versiones de la propia historia hasta llegar a sentirla como si fuera la historia de otro. Nada de todo esto podría transcurrir con levedad o ligereza.
Como caso extraño dentro de una literatura en donde los casos extraños no escasean, quisiera mencionar aquí a Luis Chitarroni y su Peripecias del no (2007). Subtitulado Diario de una novela inconclusa, la gentileza y la ironía se concentran en este libro hasta dar como resultado una ficción hecha con los vestigios de su propio sueño imposible: anotaciones, correcciones, versiones y perversiones, relatos contados a medias que se interrumpen para dar espacio a nuevos relatos, una narración que se sabotea a sí misma macedonianamente en cada párrafo pero que a la vez sabe rescatar medievalísticamente joyas literarias de sus vestigios, en una tensión entre un estilo erudito muy definido –poblado de alusiones y fraseos–, y una estética del fragmento y de la discontinuidad. Los restos del jardín en ruinas de la literatura llevan a las "peripecias del no", resistencia última de un escritor a la desaparición de lo que considera literatura, sin desesperación pero con elegante melancolía.
Hay un autor que no quisiera dejar de mencionar en este recuento de la literatura argentina contemporánea, puesto que normalmente es excluído de las listas canonizadoras de nuestra literatura. Se trata de Enrique Medina, quien desde Las Tumbas (1972), su primera novela, se perfiló como un escritor de lenguaje descarnado que retrató la marginalidad de una ciudad que lo devora todo. Ya en este nuevo siglo, en La espera infinita (2001) es nuevamente la urbe porteña el escenario de las andazas del protagonista, el Tipo, un hombre perseguido por sus obsesiones, recuerdos y frustraciones, porque la vida lo acorrala. Su forma de narrar, corrosiva y directa, sigue teniendo actualidad.
Entre las escritoras más jóvenes, Lucía Puenzo publicó un libro profundo, actual, ágil, que luego sería llevado a la pantalla. Se llama “El niño pez” (2004). Es su primer novela, de narración perruna. Un perro con quien todo se experimenta (recordaba mientras leía la novela a J. M. Coetzee y a Peter Singer) en una novela con llantos para dormirse y el agua (“Lucía Puenzo y Lucrecia Martel, las dos cineastas, las dos con el agua”, pensé y pensé en L. F. Céline), el lago, la pecera, el caldo. Luego la novela nos presenta las corridas escaleras arriba y abajo de Serafín que acaba hablando como el mono de Kafka en "Informe para una academia". Además el texto no excluye una reflexión sobre el tiempo y los lugares que nos tocan y a los que pertenecemos, y las posibilidades de salir de esos lugares cuando lo que prima es la desubicación en este mundo, la extranjeridad, el azar, la actuación, lo que se pierde, lo que no se sabe, y la sensación de que hay algo que no se entiende, que no puede comprenderse, que no se encaja. En esta novela se mezclan el guaraní y los dialectos de los dobermans, la lucidez rabiosa y la angustia, el miedo como paralizante y como arma, lo posible y lo imposible, la libertad, los mundos inventados, los protagonismos, las voces, lo humorístico y lo terrible. Las reflexiones sobre lo familiar, lo extraño, el amor y el aire cargado de inconscientes son algunas de las tantas presencias de este libro tan complejo como llevadero, tan real como soñado.
Entre la nueva ficción argentina escrita por nuevos escritores, Glaxo (2009) de Hernán Ronsino se ubica de modo deliberado en diálogo con Juan José Saer y Haroldo Conti, escritores de quienes, como insinuábamos, una parte no menor de la “literatura actual” permanece alejada, como si fueran un continente ya explorado y todas las riquezas futuras de la literatura argentina estuvieran en los dominios trazados Manuel Puig o en aquellos cuyo último mapa trazó César Aira. Si hay algo que caracteriza al afortunadamente más variado mundo de la “literatura actual” es su exploración de representaciones sociales bizarras, glamorosas o marginales, muy presentes en los productos de la industria cultural. Saliendo de allí Ronsino, desafiante en su variación escribe sobre otra cosa, sobre lo que no se usa; lejos de la moda, no es paródico ni intercala discursos tomados de libros o de la web, salvo una cita de Operación Masacre con la que se abre el texto que puede leerse como comienzo de la decadencia de muchos pueblos. De extraño título, Glaxo es una fábrica que, como los trenes, los cines, los pueblos vecinos y el campo que los rodea, dan un anclaje espacial a un relato en el que se mata a alguien para inculpar a otro y lo que los personajes saben sobre el crimen nunca es completo para cada uno de ellos. En una trama de víctimas y victimarios desplazados, muchas cosas no se explican y hay un mundo que se deshace.
No quisiera dejar de mencionar a Patricia Suárez en Puerto Rico, ya que oportunamente obtuvo el Segundo Premio Emilio Díaz Valcárcel en la I Bienal Internacional de Literatura organizada por la Universidad de Puerto Rico y la Fundación Luis Palés Matos por su libro El abedul y otros cuentos. De ella rescatamos en esta década Album de Polaroids (2008), si bien en Argentina se haría conocida a partir de su obtención del Premio Clarín con Perdida en el momento (2003)
Un pez llamado Yorick y una gatita llamada Montaigne nos introducen a nuestra última autora en esta selección: Pola Oloixarac, cuyo mundo se presenta como una enmarañada madeja de teorías imposibles, iluminadas e inaprensibles: Las teorías salvajes (2008) es, entre otras cosas, una comedia negra y un tratado de guerra sobre la seducción en la era de los blogs, una novela ácida, divertida y oscura que acaba convirtiéndose en su propio monstruo filosófico y salvaje, sátira de la oficialidad académica, política y cultural. Las teorías salvajes es un desmadrado y delirante tratado de las perversiones urbanas, desde el porno underground a los vídeojuegos, de las pastillas de colores a la comida basura o la atracción por la fealdad, lo abyecto y monstruoso.
Como puede verse, abunda en estos primeros diez años de literatura argentina una variedad y la diversidad de autores. Tal vez pueda afirmarse una tendencia a una vuelta fervorosa al realismo, pero en todas sus variantes que no excluyen las fantásticas. Si algo tal vez esté caduco es el aparato sindical-académico de la literatura experimental y el neofolclorismo de la épica del lumpen. Pero, como decía al comienzo, es imposible conocer a todos los autores, leer todos los libros. Siempre son más los libros que no se leen y esta no es una observacion menor. Este texto tiene en ese sentido una gran deuda con Matilde Sánchez, ya que no he leído sus textos de esta primera década del nuevo milenio a pesar de que La canción de las ciudades (1999) fuera para mí uno de los mejores textos de la década anterior. Por otra parte, hay quienes creen que lo más importante en estos primeros años de la literatura argentina lo aportaron los poetas. Yo creo lo opuesto. Es en la narrativa que seguimos destacándonos. Estos escritores están proporcionándonos un conjunto de narraciones capaces de describir el horizonte simbólico del futuro argentino. Quizá apenas insinúan una nueva línea narrativa, no lo sabemos. O quizá naufraguen. Un friso de posibilidades enriquece en los últimos años al campo novelístico nacional. Y es esta riqueza la que permite un campo de tensiones donde las antiguas hegemonías se disuelven y donde los antiguos referentes (Piglia, Saer, Aira) están siendo reubicados. Hoy la literatura argentina es plural y abarcativa como tal vez nunca antes. Tres últimas referencias quisiera dar, de una gran diversidad, que continúan ilustrando lo antedicho: Eduardo Sacheri se ha vuelto famoso en estos días por La pregunta de sus ojos (2005) texto que diera origen al guión de la película El secreto de sus ojos (2009) que acaba de ganar el Oscar a la mejor película en idioma extranjero en E.E.U.U; en estos años murió el ilustre Roberto Fontanarrosa, no sin antes publicar sus desopilantes Te digo más (2001), Ud. no me lo va a creer (2003) y El rey de la milonga (2005); Jorge Luis Borges se hubiera alegrado al leer al lógico-matemático Guillermo Martínez, quien publicó el impecable thriller “Crímenes Imperceptibles (2003), tal vez la novela más prolija de esta década.
Daniel Scarfo
Buenos Aires, marzo de 2010