Hoy se me ocurre que podría haber estudiado química. Porque le interesaban las transformaciones, las metamorfosis. Como virginiano, siempre me dijeron que los de ese signo eran precisos, minuciosos, metódicos. Pero sus manos no reflejaban justamente esas cualidades. Metódico, tal vez sí. Preciso, muy lejos de eso. Minucioso, pues no tanto... se cansaba rápidamente. Si bien su padre de niño le regaló un reloj para armar, y a pesar de que siempre le gustaron los cu-cús y no cesó en su admiración por Suiza, nunca se sintió cómodo con las marcas del tiempo y menos aún por ende pudiera haber sido relojero, aquel que desarma los intrincados engranajes de ese aparatito medidor y luego los ensambla con justeza absoluta.
El caso del químico es parecido pero distinto. Es mucho más fácil lidiar con átomos invisibles que con agujas y segunderos. Es más fácil lidiar con lo invisible que con el tiempo. Y a Nicolás siempre le había fascinado la naturaleza y, por tanto, las fuerzas que se desatan dentro de ella. Pero no lo persuadían los fundamentos de la termodinámica... ¿cómo es que siempre se conserva la misma cantidad de materia? ¿Y por qué ésta se degrada? Nunca le parecieron convincentes esas leyes...
Descartadas así finalmente tanto la química cuanto la relojería, fue pintor y luego embalsamador. Después de todo tuvo igualmente que lidiar con el calor, el frío, la sequedad, la humedad. Una vez contraído matrimonio, Nicolás Valencia comenzó también a cultivar hongos y a militar en el Partido Radical.
Lector apasionado de Ibn Chaldun, su salud endeble también sufrió del paludismo que combatía quizás anacrónicamente con la ipecacuana. Le ofrecieron otras recetas pero no creía en brujerías. Reservado, su tendencia general era el secreto, el silencio, negarlo todo. Sus comunicaciones eran lentísimas y azarosas.
Se casó con Federica Slegné sin entender muy bien lo que hacía. Federica no escatimaba en pomadas, jabones y perfumes. Tenía bajo llave el armario del baño donde guardaba estos enseres y poseía duplicados de las mismas. A diferencia de lo que sucedía con Nicolás, ni una mota de polvo, ni un rastro de mancha podían encontrarse en ninguna de sus prendas.
El 31 de diciembre de 1918 celebraron la reforma. Y comenzaron esa noche a soñar el uno con el otro, entrelazándose sus sueños como serpientes amigas. Despertaron al mismo tiempo aún de madrugada, sobresaltados pero contentos. Sintiéndose a punto de desentrañar un misterio escondido en el sueño, decidieron volver a dormirse para ver si conseguían develarlo.
La segunda vez Nicolás despertó sonriente, como habiendo descubierto algo. Pero Federica no. Federica no despertó una segunda vez en el nuevo año. Nicolás intentó reanimarla en vano. El calor en el ambiente era, minuto tras minuto, cada vez más insoportable. Parecía como si hubiera una chimenea encendida en el cuarto. Por un momento pensó que si no la atendían a tiempo, moriría. Tal vez le haya bajado la presión, supuso brevemente, más optimista. Ese optimismo fue fugaz, probablemente herencia de la noche anterior. Extraños y salvajes sonidos provenientes de la calle no le ayudaban a evaluar claramente la situación y la volvían aún más sofocante. Lo mejor que podía hacer era tranquilizarse, pensó. Se recostó en la cama, junto a ella y, mientras buscaba una salida, casi sin darse cuenta, volvió a dormirse. Después de todo era feriado.