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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

martes, 28 de abril de 2015

Políticos románticos o clásicos


Los políticos, como el resto de los humanos, pueden ser más románticos o más clásicos. Y eso explica sus posturas, sus entusiasmos y sus preocupaciones. Los más románticos son más intuitivos y los más clásicos son más analíticos. La vieja frase “el peronismo es un sentimiento”, mucho dice al respecto de la política y la intelectualidad romántica a la que, a su vez, le gusta el lenguaje oscuro y barroco puesto que lo esencial es para ellos prácticamente inexpresable: basta con leer los escritos de “Carta Abierta”, por ejemplo. Los más clásicos, por otra parte, desconfían de sus propios sentimientos y  son partidarios de la claridad en el lenguaje puesto que creen en la transparencia de la que el romántico abjura.
A los más románticos no les importan demasiado los problemas de la enseñanza y la instrucción formal puesto que creen más en la espontaneidad y en lo que la vida misma va enseñando. Para ellos la educación puede ser, de hecho, un problema. Los clásicos creen, por el contrario, que el entrenamiento es vital. Por eso es más preocupante para un político más clásico la calidad educativa y le preocupa más que cualquiera sin formación ocupe la función pública.
El político más romántico no cree en las formas y burocracias que impiden llevar a cabo lo que realmente importa, por eso descree de las instituciones. El más clásico, por el contrario, tiene a las instituciones precisamente como aquello que puede preservarnos, no le interesan solamente los gestos y las victorias simbólicas.
El más romántico es idealista y entonces fácilmente se desilusiona y enoja cuando le hablan de un mundo que no es el de su mente y que, por tanto, muchas veces ni siquiera puede ver ya que vive en la caverna de Platón. Por su parte, el político más clásico está pensando en qué puede salir mal y, por ende los altos ideales lo ponen nervioso.

Los políticos más románticos no creen en cómo son las cosas. Su atención está puesta en cómo deberían ser acorde a lo que ellos piensan. Y les caen muy mal las ironías de un periodista como Pagni, por ejemplo, por considerarlas derrotistas. Los políticos más clásicos suponen, por el contrario, que un estado de ánimo más risueño es mejor para enfrentar la vida sin desesperación.

El más romántico se rebela ante lo ordinario y no le gusta lo realmente popular sino su idea de lo popular. Precisan, por el contrario, de héroes y mártires que son únicos. Por otra parte, o estás completamente con él o eres su total enemigo. Y si estás con él debes perdonarle todo como él todo a ti. Ni siquiera perdonarles, porque no habría fallas que perdonar ya que te parece bien todo lo que él hace. El romántico, por otra parte, no acuerda, siente la atracción de la causa perdida. Y es muy importante que piense que tiene razón, no puede permitirse pensar lo contrario. Para el político más clásico, por el contario, pocas cosas y ninguna persona es enteramente buena o mala. Cree siempre que algo puede aprenderse de ambas partes.


No hay políticos completamente clásicos ni completamente románticos, y a veces detrás de la máscara de un clásico se esconde un romántico, y viceversa. Y no es completamente bueno o malo ser más de una manera o de otra. Dicho esto, es pertinente sin embargo recordar que las actitudes románticas han sido predominantes en nuestra imaginación intelectual y, por tanto, en la política occidental desde mediados del siglo XVIII. ¿Será el tiempo en este momento de la historia para políticos más clásicos? 

lunes, 20 de abril de 2015

Una buena obra

Una buena obra nunca queda sin castigo

                                                                                                                Gore Vidal.

jueves, 16 de abril de 2015

Un precio no cuidado

Anteanoche conocí a una mujer irlandesa en un bar. Charlamos por más de una hora. La Argentina es un país maravilloso -me dijo- lástima la corrupción. Le digo de ir a cenar. Me dice -solamente entonces- que está esperando a otra persona. Esa persona finalmente llega. Ella lo invita a sentarse con nosotros y me pide que me quede. Él es un diplomático turco. Le comento las observaciones del Papa sobre el genocidio armenio. Nos dice que el genocidio es cierto, pero que el gobierno turco jamás lo reconocerá por el costo económico de las compensaciones que tendrían que hacérsele a los armenios. Yo estaba pasmado. A la irlandesa tan indignada por nuestra corrupción no se le movía un pelo. El turco me dice que había cosas más importantes en juego -si Turquía finalmente iba a ser un país occidental o si el Islam iba a prevalecer allí-, mucho más importantes que la cuestión armenia. Le digo que para los armenios seguramente eso no es más importante. Me dice que a él los armenios no le importan y, agrega, que tiene amigos armenios. Yo no salía de mi estupor y llamé al mozo para pagar la cuenta e irme. Intenté primero instruir al turco sobre el rol de las burocracias -a las que él pertenecía-, de la banalidad del mal, de la obediencia debida. Pero en un momento sentí que estaba sentado frente a un nazi. La irlandesa valoraba mi postura ética y me miraba con admiración pero decía entender al turco. Pagué la cuenta y les deseé una buena velada. El turco me agradeció que los dejara solos. Me quedé igualmente en otra zona del bar hablando con una alemana que trabaja en Bayer y que acaba de abrir un club de fans de sushi en Buenos Aires al que me invitó a pertenecer. Le dije que el sushi aquí no era bueno, que era difícil conseguir atún rojo fresco. Una hora más tarde el turco y la pelirroja irlandesa de ojos azules seguían en la misma mesa, bebiendo más íntimamente. Al salir me saludaron con una sonrisa pícara. Me fui entendiendo un poquito más como funciona el mundo, no sin dejar de insultar por las tres empanaditas de copetín que la moza colombiana me vendió como "tres empanadas pamperas" a un precio no cuidado.

Tres empanadas pamperas

Anteanoche conocí a una mujer irlandesa en un bar. Charlamos por más de una hora. La Argentina es un país maravilloso -me dijo- lástima la corrupción. Le digo de ir a cenar. Me dice -solamente entonces- que está esperando a otra persona. Esa persona finalmente llega. Ella lo invita a sentarse con nosotros y me pide que me quede. Él es un diplomático turco. Le comento las observaciones del Papa sobre el genocidio armenio. Nos dice que el genocidio es cierto, pero que el gobierno turco jamás lo reconocerá por el costo económico de las compensaciones que tendrían que hacérsele a los armenios. Yo estaba pasmado. A la irlandesa tan indignada por nuestra corrupción no se le movía un pelo. El turco me dice que había cosas más importantes en juego -si Turquía finalmente iba a ser un país occidental o si el Islam iba a prevalecer allí-, mucho más importantes que la cuestión armenia. Le digo que para los armenios seguramente eso no es más importante. Me dice que a él los armenios no le importan y, agrega, que tiene amigos armenios. Yo no salía de mi estupor y llamé al mozo para pagar la cuenta e irme. Intenté primero instruir al turco sobre el rol de las burocracias -a las que él pertenecía-, de la banalidad del mal, de la obediencia debida. Pero en un momento sentí que estaba sentado frente a un nazi. La irlandesa valoraba mi postura ética y me miraba con admiración pero decía entender al turco. Pagué la cuenta y les deseé una buena velada. El turco me agradeció que los dejara solos. Me quedé igualmente en otra zona del bar hablando con una alemana que trabaja en Bayer y que acaba de abrir un club de fans de sushi en Buenos Aires al que me invitó a pertenecer. Le dije que el sushi aquí no era bueno, que era difícil conseguir atún rojo fresco. Una hora más tarde el turco y la pelirroja irlandesa de ojos azules seguían en la misma mesa, bebiendo más íntimamente. Al salir me saludaron con una sonrisa pícara. Me fui entendiendo un poquito más como funciona el mundo, no sin dejar de insultar por las tres empanaditas de copetín que la moza colombiana me vendió como "tres empanadas pamperas" a un precio no cuidado.

miércoles, 8 de abril de 2015