En estos
días los argentinos hemos vivido horas de tensión en relación al debate sobre
la ley de interrupción voluntaria del embarazo. Independientemente del
resultado de la votación en el Senado, una vez más el desarrollo y las formas
del debate nos recordaron cuánto necesitamos en la Argentina una formación que
apunte a la adquisición de una nueva cultura cívica que se ejerza sobre los
saberes, los valores y las prácticas, y que trabaje al menos con cuatro
dimensiones de la cultura estrechamente articuladas entre sí: una dimensión
sensible, una dimensión normativa, una dimensión cognitiva y una dimensión
práctica. Esto es: una cultura que no sea indiferente, una cultura de apego a
las reglas, una cultura que sea capaz de saber de lo que está hablando, y una
cultura comprometida con la acción sobre aquellas cosas a la que es sensible,
que conoce, y dentro de un marco de acuerdos que respeta.
La
sensibilidad es un componente esencial de la vida moral y cívica: no hay
conciencia moral que no se emocione, no se entusiasme o no se indigne. Lo vimos
claramente con el proyecto de ley en cuestión. Pero esta sensibilidad debe
educarse y apelar a la reflexión sobre esas emociones y sentimientos, la
elucidación de sus motivos o móviles, su identificación, su puesta en palabras
y su discusión. La cultura normativa apunta a hacer adquirir el sentido de las
reglas y comprender cómo, en una sociedad democrática, los valores comunes
encuentran fuerza de aplicación en las reglas que los mismos ciudadanos pueden
cambiar. La formación del juicio moral
debe permitir comprender y discutir las elecciones morales que cada uno
encuentra en su vida. Es el resultado de una enseñanza en las diferentes formas
de razonamiento moral, de ser puestos en situación de argumentar y deliberar
sobre la complejidad de esos problemas y de justificar nuestras elecciones
morales, como ocurriera con el debate en estos días. Pero el desarrollo del
juicio moral apela de manera privilegiada a las capacidades de análisis, de
discusión, de intercambio, de confrontación de puntos de vista en situaciones
problemáticas. Y demanda una atención particular al trabajo del lenguaje en
todas las expresiones escritas u orales. No obstante, poco de todo esto –y lo
vimos una vez más estos días- estamos llevando adelante en nuestra educación y
en nuestra vida cultural y política en la que no son excepción los que no saben
siquiera expresarse apropiadamente de manera oral o escrita. Nos debemos
entonces todavía la construcción de nuevos modelos compartidos de escucha, de
apertura, de paciencia, de espera, de comprensión, de expresión. Una sociedad que
ni siquiera puede expresarse adecuadamente y que mutila su lenguaje, una
cultura de desapego a las reglas y que no sabe de lo que está hablando, es garantía
de deterioro. Si no desarrollamos con urgencia, aún con las consabidas
dificultades y costos políticos, una política de educación y cultura acorde al
país que deseamos tener, seguiremos teniendo el país que no deseamos tener. Es
simple y trágico a la vez. En esa difícil encrucijada estamos.