Partes del programa de la materia Pensamiento Social Latinoamericano organizada como un vagón de ferrocarril.
Portada del Programa de la misma materia organizada como un teatro de títeres
Busco una de las fotos que tengo con Horacio y no la encuentro. Sé que está por ahí porque hace poco la vi. Pero mis papeles están desordenados. Y son muchos. Es una foto que salió en Clarín en los años 80 cubriendo brevemente una manifestación que Horacio había armado en defensa de la especulación filosófica y en contra de la especulación financiera. Llovía y en la foto yo estoy cubriendo a Horacio con un paraguas mientras habla. Horacio habla. Horacio era para mí, como Macedonio para Borges, sobre todo una voz.
No tengo muchas fotos con él, solo unas pocas. No eran épocas en que nos sacáramos fotos. Pero recuerdo muchos momentos con él entre los más hermosos e intensos de mi vida. Sobre todo los vividos en los años 80 cuando lo conocí, al llegar él de su exilio en Brasil, cursando ese primer seminario sobre y con máscaras. Horacio nos convocaba a leer, enmascarados, cuentos a la gente extraviada en las plazas (recuerdo especialmente una lectura de Marcel Schwob en Plaza Once). Al terminar ese mismo seminario me preguntó si quería ser ayudante de su materia “Pensamiento Social Latinoamericano” y luego en “Teoría Estética y Teoría Política”. Eran tiempos de entusiasmos.
En esos años también organizó el maravilloso Congreso Nacional de Filosofía y Ciencias Sociales realizado en la Comuna de Puerto General San Martín, en plena primavera alfonsinista. La intervención de Horacio ese día fue una espléndida respuesta a la lectura que Oscar Terán había hecho de los años 60. Casi no hablamos de otra cosa después en ese congreso cuyas actas fueron recogidas en el libro “Los días de la Comuna. Filosofando a orillas del río”, que Horacio compiló. Luego comenzaría a editar los “Cuadernos de la Comuna”, donde publicaría yo mis primeros textos junto a los que ensayaba en “Farenheit 450”, una revista estudiantil que hacíamos junto a otros estudiantes de sociología y en donde Horacio también colaboraba. Era difícil escucharlo decir que no a a un pedido de colaboración. Horacio escribía y hablaba en todas partes. Se podía estar horas escuchándolo hablar. Muchas veces lo acompañé de una charla a otra. Era un incansable alquimista de la palabra.
Uno quería que esos días no terminaran nunca, ni las charlas en La Giralda (café en la esquina de la facultad), ni las interminables caminatas por la ciudad. La primera preocupación por su salud justamente empezó porque no hacíamos otra cosa que comer pizza después de las clases y tomar café (siempre se preocupaba por que dejemos una buena propina).
En esos años yo comenzaba a viajar a Brasil, pero además de la playa los viajes incluían la búsqueda de los libros que Horacio había publicado en la Editorial Brasiliense durante sus años en San Pablo. Así me traje de allá sus libros sobre los intelectuales, el subdesarrollo, la comuna de Paris, Evita y Albert Camus. Recuerdo que Horacio estaba un poco incómodo con esa búsqueda mía, esos libros no se conocían aún aquí ni habían sido traducidos al español. Son pequeñas joyas literarias.
Fue Horacio quien me hizo conocer Rosario, a Liliana Herrero y a Fito Páez. Recuerdo esos viajes en micro y hasta la campera negra de Fito en una silla de la casa de Liliana en Rosario, cierro los ojos y me veo tocando y cantando una versión de “Giros” en bossa nova con la letra cambiada para adaptarla a la cátedra de Horacio, con Fito riéndose, o cantando con él “Parte del Aire” al piano en el aula magna de la Facultad de Ciencias Sociales (había sido erigido ante mi propuesta en el himno de la Universidad de los Aires, experiencia vanguardista inventada por Horacio que irrumpía inesperadamente en la Universidad de Buenos Aires). En esos tiempos dábamos clases con títeres, tómbolas, cuerdas y broches, el aula se transformaba en un vagón de tren y el vagón de tren en un aula...cada nueva clase era una nueva aventura y una puesta en cuestión y transformación del mismo espacio áulico y de la “clase”. Horacio era el titular que nunca faltaba y las conversaciones áulicas se prolongaban luego en el bar. La mayor parte de los estudiantes y los docentes de la cátedra nos divertíamos y aprendíamos mientras luchábamos por la creación (nunca lograda) de una gran carrera unificada de ciencias humanas y sociales.
Fue en esos años también que me invitó a colaborar con reseñas para Babel, donde colaboraba todos los meses, y luego me dijo si quería reemplazarlo en el puesto de Jefe de la Sección de Actualidad de la revista, cosa esta última que hice solo por un número ya que luego me fui a vivir a Brasil.
En esos años publica “La ética picaresca”, su tesis doctoral de la Universidad de San Pablo ahora en la Argentina en forma de libro, fundamental a mi juicio para tratar de entender a Horacio. Y poco después su libro “La realidad satírica”, crítica de Página12 en tiempos en que nadie había tenido una mirada aguda sobre el mismo y desde el llamado “campo popular”. Luego llegarían muchos libros más. Pero, como ya dije, Horacio no está tanto allí para mí como en su voz, que yo extrañaba sobremanera cuando vivía en el exterior. Recuerdo la emoción al recibir el primer mail que me mandó cuando yo estaba en USA y recién nacía el correo electrónico, invitándome a ser más astuto y tolerante con los desafíos que yo enfrentaba. Cada vez que volvía a la Argentina lo primero que hacía luego de saludar a mi familia era ir a verlo a Horacio a la Facultad, a La Giralda, al Bar Británico....no exagero si digo que también volví a la Argentina para volver a escuchar la voz de Horacio y vivir con él aventuras intelectuales y plenas de sentido que sentía me faltaban como profesor luego en Canadá. Yo colaboraba entonces con algunas publicaciones en El Ojo Mocho pero lo que más me interesaba era estar con él y escuchar cómo pensaba, aunque muchas veces pensáramos diferente. Y lo acompañaba a todos los lados que pudiera y a los muchos a los que él, generoso, me invitaba. Recuerdo cuando fui dejado fuera de una reunión a la que me invitó en la que estaban creando la Universidad de las Madres, en Congreso. El quería que estuviera pero alguien le preguntó qué hacía yo allí. Entonces, avergonzado, me pidió disculpas y me preguntó si lo podía esperar en un bar. Recuerdo también cuando lo acompañé, ante su pedido, a una reunión previa a la creación del FREPASO. Fueron muchos días y muchas noches en las que las horas no pasaban.
Horacio ya vivía en San Telmo (recuerdo también aún el departamento que alquilaba en Av. Santa Fe cuando lo conocí) junto a Liliana (en alguna mudanza Horacio perdió un libro sobre el fútbol que yo había escrito con una máquina de escribir y del que no tenía copia. Allí recuerdo que me enojé mucho, pero nunca lo supo. En algún momento hasta pensé que lo había perdido a propósito, porque no lo consideraba bueno, y hasta pensé también si no debía agradecérselo). Luego publicaría un artículo mío de ese libro en un texto sobre “Las multitudes argentinas”, pero me comentó que para publicarlo el editor pedía que junto a mi artículo se publicara otro de Juan Sasturain que compensara mi visión).Ahora los encuentros eran en el Bar Británico por las mañanas en los fines de semana. Yo viajaba desde Ramos Mejía solo para hablar con él allí mientras leíamos y comentábamos las noticias de los diarios. Horacio leía varios de ellos, sobre todo Clarín, Nación y Página12. En realidad leía todo lo que se le cruzara por su camino. Subir las escaleras de la facultad con él era detenerse a leer afiches pegados en las paredes y agacharse a recoger algunos del suelo que le pudieran parecer señales de algo que le ayudara a interpretar la realidad. Lector incansable, infatigable, de todo. De la misma manera hablaba con todas las personas, no recuerdo escrito o persona que no le haya interesado o a la que no le haya prestado atención.
Uno de esos fines de semana en que quedamos en vernos Horacio no llegaba. Entonces fui y le toqué el timbre (su casa estaba a media cuadra del bar). Me dijo que se había demorado y que después me explicaba. Cuando llegó al bar me contó lo que le había pasado: lo había llamado Néstor Kirchner y le ofrecía la dirección de la Biblioteca Nacional. Yo empezaba a desconfiar del kirchnerismo a pesar de que también había decidido volver a la Argentina en el 2003 cuando muchos se iban porque sentía que se abrían vientos de esperanza. Sin duda que lo nombraran a Horacio en tan distinguido lugar era una señal para volver a entusiasmarme. Eso no ocurrió y Horacio comenzó, como funcionario, a comprometerse inevitablemente cada vez más con un proyecto político sobre cuya materialización yo comenzaba a tener cada vez más dudas y objeciones. Luego llegó la “grieta” y cada vez empezamos a hablar menos. Pero nunca dejamos de hablar. De hecho, Horacio me convocó para que expusiera en la Biblioteca Nacional sobre Lezama Lima en un acto organizado junto a la Embajada Cubana y me preguntó si me interesaba traducir el libro de Félix Weil, “El enigma argentino”, cosa que hice para la Biblioteca Nacional. En sus últimos tiempos en la Biblioteca, al salir de la presentación de un libro sobre la apocrificidad del Plan de Operaciones de Moreno, me ofreció escribir una nota sobre Piglia pero no lo hice porque suponía que había personas que conocían la obra de Piglia mejor que yo y él, generoso, suponía que yo podía escribir algo bueno sobre Piglia. Recuerdo haberlo acompañado a tantos lugares, a tantas charlas, tantas presentaciones de libros, tantas clases. Pocos placeres había para mi mayores en la vida que escucharlo hablar. Pero la grieta ya estaba también horadándonos. Cuando el socialismo ganó la provincia de Santa Fe, Horacio escribió un artículo en “La Capital” de Rosario, al que yo contesté con otro artículo en el mismo lugar a los pocos días. Hablamos por teléfono luego del tema, Horacio se enojó mucho con esa respuesta mía, lo podía sentir en su voz, pero también me dijo: “olvidémonos de esto”. En otra ocasión nos encontramos en la Feria del Libro y se sorprendió de que yo fuera a escuchar a alguien que él mismo me había recomendado años atrás, bajo el argumento de que se trataba de una persona “golpista” e incluso me dijo que tal vez yo lo fuera sin saberlo. Claro que me dolió escuchar eso, que me parecía injusto. Era un Horacio que me costaba reconocer. Pero no había sido la única vez que me había dicho algo hiriente. Creo que yo también en algún momento le dije cosas que no debía haber dicho, que no merecía. Siempre quisimos perdonarnos, me parece. Aunque por momentos nos chuceáramos, no dejábamos de querernos.
En otro momento en su despacho de la biblioteca nacional me dijo “lo que pasa es que vos sos un liberal”. Ese Horacio, el Horacio funcionario, no era para mí el mejor Horacio, más allá de su gestión prolífica en términos de producción cultural, como tampoco lo fue nunca el que salía en televisión. La televisión y la fama empobrecieron tanto a Horacio González como a Beatriz Sarlo. Recuerdo muchas veces no reconocerlos allí en sus riquezas. También recuerdo la tristeza irónica en su rostro cuando me dijo que ahora la mayor parte de la sociedad lo conocería por el episodio vulgar con Vargas Llosa y no por todo el resto de lo que había hecho en su vida.
Un día me invitó a dar junto a él un curso sobre la generación del 37, en el Malba. Horacio no paraba de pensar en la Argentina y quería que yo pensara en la Argentina, insistía en que la Argentina no podía ser un proyecto perdido. Creo que me invitó porque quería entusiasmarme en ese sentido. Y más de una vez lo logró.
En un momento se organizó un acto de despedida en la Universidad cuando Horacio se retiraba de la docencia (si es que eso hubiera podido imaginarse) y fui convocado a hablar. Cada uno de los que iba a exponer tenía que hablar de un libro de Horacio. Cuando me llamaron ya muchos libros habían sido elegidos. Entre los que quedaban elegí el que escribió sobre Arlt. Estaba muy contento ese día, sentía que mi regreso de Canadá tenía sentido, entre otras cosas, si me permitía estar y hablar en la despedida de la docencia de Horacio que titulé, ya con nostalgia, “La añoranza de las creencias encendidas”.
Cuando estábamos distanciados en plena grieta, me enteré que estaba internado y que le habían extirpado un riñón. Decidí ir a verlo al sanatorio entonces. A ambos nos alegró vernos.
Poco antes de comenzar la pandemia nos tomamos un café en un bar de Boedo, después de mucho tiempo engrietados. Y nos prometimos vernos más seguido. Luego llegó la pandemia y hablamos hace poco por teléfono. Le pregunté si aceptaría dar eventualmente una charla para el Ministerio de Justicia por zoom, en caso yo pudiera armar un encuentro sobre justicia y sociedad o algo así. Claro que me dijo que sí. Como también me dijo que sí aquella vez que le pedí que diera una charla para el Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires. Nadie sabe como hacía Horacio con el tiempo.
Cuando hace un mes me enteré que lo habían internado por el coronavirus le dejé un mensaje en el whatsapp. Pero me preocupé mucho y tuve una mala premonición. Entonces al día siguiente volví a dejarle otro mensaje diciéndole que tenía tanto que agradecerle...que no podía dejar de pensar en él y que estaba para lo que necesitara. Y también le escribí a Liliana por si él no lo veía. Nunca salió de esa internación.
Para mí se hace cuento que se murió Horacio, la Argentina es sin ninguna duda mucho más pobre y yo soy más pobre sin él. Un día antes de su fallecimiento, sin saberlo, me afeité la barba y me dejé solo el bigote a lo González, pero sin pensar en él. Al día siguiente recibí la noticia y observé mi bigote en el espejo. Creo que me lo dejaré un rato largo, como si estuviera viviendo en los años 30 o en los 70. Mientras sigo buscando aquella vieja foto de diario en la que lo protejo de la lluvia en plena calle San Martín.