A partir de los años 90 las políticas culturales
coincidieron con un mercado de ideas que comenzaba a ser dominado por la
corrección política. Apropiándose de la misma en este siglo la izquierda y
normalizándola, hoy la desafiante incorrección política y linguística domina en
algunas figuras presidenciales: allí pareciera haber terminado el rock como
movimiento contracultural.
En los años 70, en Los usos de Gramsci, Portantiero nos hablaba del contenido ético del Estado con el que la clase dirigente obtenía el consenso de los gobernados. Cuando el autor italiano se refería a la “reforma intelectual y moral” su organización debía ser el pilar de la acción política conducente a una nueva civilización. Paradójicamente hoy parecería ser alguien en las antípodas ideológicas quien busca representar una nueva moral de una sociedad hastiada de las formas de dominación vigentes y para lo que movilizó componentes culturales presentes en la vida popular. Pero ¿cómo hacerlo si se basa en aquella vieja ficción de la sociedad como un agregado racional de voluntades libres? Ya Durkheim se hacía esta pregunta para la reconstrucción de una moral cívica y la fundación de la solidaridad en tiempos de zozobra, y la respuesta estaba en la indagación de otros elementos culturales que permiten el contrato social: habría un papel importante de la dimensión ética en la integración de la sociedad.
La crisis del Estado como combinación de coerción y
consenso y articulación entre sociedad civil y política hoy se ve en aquellas
instituciones a través de las cuales se ha buscado ejercer una hegemonía
(familia, iglesia, escuelas, sindicatos, partidos, medios de comunicación)
nunca completada, entre otras cosas, por la falta de sacrificios de la clase
dirigente para que esto sea posible: no bastaba para Gramsci con una hegemonía
estético-política.
Muchos han “usado” a Gramsci de la manera más vulgar, pero pocos recuerdan que sus ideas dieron a las ciencias sociales la posibilidad de una respuesta a aquella pregunta de Durkheim. El estado de anomia en que se encuentra la Argentina se proyecta hacia toda la sociedad como fuente de desmoralización general. ¿Y qué ocurrirá si el Estado fuera, como Gramsci suponía, al menos por ahora, justamente aquella instancia que nos permitiría participar de una moral cívica elevándonos con respecto a una moral profesional o corporativa y éste fuera poco a poco destruido? A la vez, reconstruir los lazos comunitarios pareciera imposible en un mundo de creciente aislamiento, burocratización y racionalidad formal e impersonal: Max Weber había visto ese otro problema en ciernes.
Gramsci subrayaba el papel de la dimensión ética en la integración de la sociedad y suponía que el Estado educaba dirigiéndola. Pero aquí la lucha por una nueva cultura no tuvo en cuenta las densidades de largo plazo de la misma: la voluntad colectiva estatal ha entrado en tensión con la voluntad popular. No hubo reforma intelectual y moral y nunca el momento político superó al momento corporativo en la Argentina. El juicio moral apela a las capacidades de discusión, intercambio y confrontación de puntos de vista en situaciones problemáticas, y demanda una atención particular al trabajo del lenguaje, y todos vemos día a día lo que ocurre en estos dominios.
Terry Eagleton señaló la paradoja de que sea en
tiempos filisteos que la cultura pase a ocupar un lugar preponderante: hablamos
así de las diferencias pero no de las injusticias y el capitalismo, afirmaría,
resaltando asimismo que la diversidad, además de no ser siempre beneficiosa,
era compatible con la jerarquía. Señaló también que algunas diferencias merecen
ser borradas, que la exclusión no tiene nada de malo, que algunos marginales
debían seguir siéndolo a cualquier precio y que se corría el riesgo de olvidar
el dolor entre tanta hibridez y pluralidad.
El colapso de las jerarquías culturales en su mayor
parte era efecto de la forma mercancía, observaba, más que de un espíritu
democrático.
Cómplice del poder,
el vínculo de la cultura con la política se ha desgastado. No en vano se ha
intentado incorporar valores culturales de agendas globales en el
contexto de una cultura mediática en la que los gestos de subversión cultural y
política frente a lo dado se incorporan hace tiempo a la oferta de
entretenimiento. El mismo presidente ha reconocido en estos días que se
requiere un poco de show. Como veía Gramsci, las cuestiones
políticas revisten formas culturales. Seguramente
el destinatario de su legado no es el que imaginó y que haya dado como
resultado una política que expresa la cultura de masas en una forma
mediáticamente exitosa: la derecha política habla contra Gramsci pero tal vez
se haya apropiado de él.
También el
pensamiento gramsciano quizás se haya presentado en la Argentina primero como
tragedia y luego como farsa. Se hace necesaria una comprensión más compleja e
integral de la cultura que se haga cargo de las mutaciones sociales que nos
atraviesan en sus potencialidades tanto revolucionarias como enajenantes.
Nuestras culturas han sido en buena medida transformadas en mercancía, vaciadas
de su significación social, recolocadas y reconceptualizadas para responder a
necesidades económicas, culturales, políticas e ideológicas que no siempre son
las nuestras. Se ve bien con lo que ocurre con el tango. Como dijera Néstor
García Canclini, tampoco queremos verdades caseras, pero tanto en los flujos
culturales transnacionales como en ciertos políticos triunfantes en el mundo
prevalece un monolinguismo inquietante en cuanto a la omisión de la diversidad
de experiencias, rutas cognitivas y discursivas. Rendidos al mercado de la
cultura y hoy a lo política y linguísticamente incorrecto, cuando solo queda el
mero interés y éste adquiere una dimensión utópica, cuando de derecha a
izquierda no se visualizan otros sueños (sometidos muchas veces a la
irresponsabilidad de la clase política, a lo que hoy se entiende penosamente
por política, a la pobreza de la formación muchos de de sus principales actores), algunos
de esos políticos acaban siendo reyes de esos territorios y quizás los mejores
representantes de aquello en lo que nos hemos convertido, sin el viejo tango ni
aquel rock and roll.