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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

domingo, 7 de enero de 1996

Los inmigrantes y la literatura argentina

Modernización

            Dificilmente sorprenda a alguien diciendo que la inmigración ha llegado de la mano de la modernización en la Argentina. Es más, que fue uno de las metas privilegiadas de el programa modernizador de la segunda mitad del siglo XIX. Pero siempre que llovió, paró, y con las primeras hueglas de comienzos del siglo veinte el entusiasmo y optimismo iniciales con respecto al papel del inmigrante fue decayendo hasta incluso llegando a ocupar la posición del indeseado, del culpable de todos los “males” que comenzaban a aquejar las tierras argentinas. Los “males” de la modernización eran convertidos en “males” de la inmigración. De allí que se creyó que mediante leyes (como la Ley de Residencia, por ejemplo) y persecuciones al “elemento foráneo” que regularan la presencia de éste en el país, los “males” desaparecerían.

            Cuando se discutió en el Congreso el proyecto de Ley de Residencia que autorizaba a expulsar del país a cualquier extranjero que se crea “compromete la seguridad nacional o causa disturbios en el orden público”, pocos congresales, entre ellos Carlos Pellegrini (hijo de inmigrantes), protestaron por las implicaciones que una medida tal tendría: desaliento a la inmigración, abandono de la tradición liberal.

            En enero de 1919, luego de que se produjera un retorno violento de la ola inmigratoria, se produce la gran huelga metalúrgica en la que casi todos sus participantes eran inmigrantes, y que culminaría con la “Semana Trágica”.

            Estas son medidas y hechos que constituyen un ejemplo de lo que se estaba produciendo en el imaginario social: el cosmopolitismo liberal comenzaba a generar un fenómeno de signo opuesto: el nacionalismo conservador. Cada vez que aparece uno, reaparece el otro. Y los nacionalistas inclusive se proponen como modelo alternativo de modernización argumentando que el criollo, el “hijo de la patria”, tiene condiciones laborales y culturales harto superiores a las del inmigrante. Y que éste último probablemente haría “retardar” las áreas rurales.

            En el cuento de Horacio Quiroga, “El hombre artificial” (1910), nos encontramos con dos inmigrantes: el ruso Donissoff, que llega a Buenos Aires en 1905, y el italiano Marco Sivel, que llega en 1904. Junto a un argentino, Ricardo Ortiz, nacido en la capital, montan un laboratorio con máquinas e instrumentos encargados a los Estados Unidos. El experimento a realizar puede leerse como la construcción de la nación. Un ruso, un italiano, un criollo, y el instrumental norteamericano. El argentino, Ortiz, es pesimista al respecto: “¡No se puede, Donissoff, es imposible!”. Y podemos decir que hay dos “criaturas”. Una es Biógeno: el hombre artificial. Y la otra es el mismo Ortiz. Los experimentadores buscan implantarle dolor a Biógeno. Es lo que éste necesita para ser humano, para ser un país: tener la experiencia, haber vivido. Para vivir se necesita haber vivido. Pero son dos los que no han vivido. Porque Ortiz no ha sufrido aún. Entonces tiene que ganar ese sufrimiento torturando. Ortiz duda y finalmente mata a Donissoff. Eso permite que Ortiz llore, que Ortiz sufra. Pero al mismo tiempo era el fin de toda ilusión utópica: “Todo estaba concluído”.

            Buenos Aires era a principios de siglo una ciudad llena de carteristas y de ladrones profesionales, personajes que pueblan la modernidad tanto como los sujetos divididos que ocupan posiciones cambiantes, que son muchas cosas al mismo tiempo, como Tartarín Moreira, el personaje de Juan Jose de Soiza Reilly en La ciudad de los locos, novela que aparece en 1914.

            Si bien a los efectos de la brevedad de este ensayo nos ocuparemos

solamente de la Argentina, este fenómeno puede hacerse extensivo a buena parte de América Latina e incluso a los Estados Unidos donde, en 1917, el Congreso promulgaba una ley -por sobre el veto presidencial- prohibiendo la admisión de los extranjeros que no pasen un test de lectoescritura: otra de las figuras privilegiadas de la modernización, junto con el problema de la mentira/verdad y las simulaciones que hacen decir a Haffner, el personaje de Roberto Arlt: “Soy un civilizado. No puedo creer en el coraje. Creo en la traición”.

            Los inmigrantes se constituirán en la fuerza motriz de la modernización: en 1928 el personal auxiliar de trenes y tranvías (transporte) era casi exclusivamente italiano o español, igualmente los enfermero/as de los hospitales y casas de primeros auxilios (salud).

Historia de una posición

            Durante el siglo XIX la inmigración italiana a Sudamérica supera a la destinada a Norteamérica. La tarea que les tocara realizar a los italianos en la Argentina durante la segunda mitad del siglo XIX es la que en los Estados Unidos tuvieron que realizar los inmigrantes que los precedieron: ingleses, escoceses, irlandeses, galeses, suecos, noruegos, daneses y alemanes. Al mismo tiempo sabemos que Italia fue el país que aportó, en cantidades incomparables con otros, mayor cantidad de inmigrantes a la Argentina. Uno de estos inmigrantes italianos es el padre de Genaro, el personaje principal de la novela En la sangre (1886), de Cambaceres. Este relato, basado en las nociones de darwinismo social prevalecientes en el fin de siglo, nos muestra al inmigrante como aquel que ocupara la posición del desecho, de lo peor de la sociedad. El inmigrante es visto aquí como el deshecho social de donde sale Genaro, hijo de inmigrantes que odia a las élites liberales y que, de acuerdo con Viñas,  reaparecerá en Mustafá y en Giacomo. Su primer desprecio es hacia la institución liberal por excelencia: ¿Para qué la escuela? La universidad aparece custodiada por un gallego ignorante y Genaro, nacido de un napolitano degradado y ruin, se enfrenta a las eternas leyes de la sangre, transmitidas de padre a hijo. Pero él “no había nacido en Calabria sino en Buenos Aires, quería ser criollo, generoso y desprendido como los otros hijos de la tierra”. E intenta encontrar un consuelo en el vituperio al criollo y al español:

“¿Quiénes habían sido su casta, sus abuelos? Gauchos brutos, baguales criados con la pata en el suelo, bastardos de india con olor a potro y de gallego con olor a mugre, aventureros, advenedizos, perdularios, sin Dios ni ley, oficio ni beneficio, de esos que mandaba la España por barcadas, que arrojaba por montones a la cloaca de sus colonias; mercachifles de sus padres...El era hijo de dos miserables gringos, pero habían sido casados sus padres, era hijo legítimo él, había sido honrada su madre, no era hijo de puta por lo menos”.  

           Y el odio y el desprecio lo llevan a endeudarse, a perder la fortuna de su mujer, hija de criollos, a quien termina amenazando con la muerte: “Te he de matar un día de estos si te descuidas”.

            En Irresponsable (1889), de Antonio Podestá, encontramos la posición inversa: aquí los inmigrantes son vistos como dadores de vida y los “malos de la película” son los criollos. El autor era el hijo profesional de un inmigrante que construyó como héroe a un judío errante de la universidad. Los inmigrantes son pintados aquí como “seres sin rumbo”, “rondando por las calles como pájaros sin nido”, “parias”, que llegan a una ciudad cosmopolita que todo lo improvisa, en donde todos hacen fortuna sin gran esfuerzo. Con la marca judaica, los inmigrantes son aquí la caravana en busca de una tierra de promisión y, también, el “hombre tirado a la orilla”.

            Entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo XX, en la prensa, en el congreso, en las obras literarias, en la calle, se discutían los cambios que la inmigración provocaba. Había plena conciencia de la importancia de las transformaciones culturales que se estaban produciendo. Para algunos, como Miguel Cané, devastadoras para el país, llegando a decir que miles de “criminales” y “locos” estaban llegando a la Argentina “destinados a llenar nuestras prisiones o a ser un lento veneno para nuestra sociedad” (Cané: 1897). De esta manera el nacionalismo, estimulado por el cosmopolitismo liberal, comenzó a reemplazar las teorías sociales y económicas de este último, aceptadas en el país desde mediados del siglo XIX. Imágenes estereotipadas de inmigrantes criminales comienzan a aparecer en muchos artículos publicados en los Archivos de Psiquiatría y Criminología, donde los sociólogos acompañaban a los escritores en la calificación vituperiosa.

            Miguel Cané fue una figura central en este proceso. Desde el Senado y en sus escritos propugnaba la prohibición de la entrada a los inmigrantes indeseables y la expulsión de los que ya se hallaban en el país. Sostenía que la preservación nacional debía estar por encima de las políticas liberales de inmigración. De allí que introdujera en el Senado el Proyecto de Ley de Expulsión de Extranjeros el 8 de junio de 1899, que en su momento chocó con la fuerte malla de una tradición de medio siglo que impidió su promulgación...por un tiempo, como ya vimos.

            Entre los sociólogos que empezaban a afirmar que los argentinos eran superiores a los inmigrantes que, incluso, en ciertas nacionalidades, heredarían tendencias fuertes al crimen, se hallaba Juan Bialet Massé, quien en su Informe sobre el estado de la clase obrera en la Argentina (1902), defendía el trabajo criollo por sobre el extranjero, llegando a esta conclusión luego de un viaje promovido por el gobierno a través de todo el país.

            Pero la posición de los inmigrantes no era sólo la del desecho y el mal. El problema era que el desecho y el mal ya comenzaban a ser la mayoría. Entonces, en la visión del nacionalismo, estamos frente a un país compuesto de males y desechos. 

            Estamos frente a un proceso irreversible, de un país lleno de inmigrantes cargados de virus en la sangre, un “cuerpo social” envenenado, enfermo, que hacía peligroso vivir en él. Había que huir al menos de las ciudades, núcleos de la modernización y la inmigración masiva: fin de la ciudad liberal.

            La posición del inmigrante se cruzará entonces con la del delincuente y con la del simulador. Hasta José Ingenieros, uno de los primeros inmigrantes triunfadores, se identificará con esos simuladores. Simuladores y delincuentes que podrían, como el chacarero de Laucha o el pulpero de Juan Moreira, no pagarle al trabajador honesto lo adeudado. En el caso de El casamiento de Laucha (1906), de Roberto Payró, el personaje central dice: “Le cobré dos jornales al chacarero (...) que me raboneó unos cuantos centavos como buen gringo...”. Aquí el inmigrante también es un paria que “andaba como bola sin manija” (en el caso del pulpero gallego que se había acriollado), o es el vivo que viene a “hacerse la América”, como el cura. Y Laucha tira todo lo ganado con el trabajo, arruina la pulpería, “pero también, ¡Qué farra! El pícaro Laucha finalmente abandona a la inmigrante que termina como enfermera en el hospital del Pago, como muchos de sus pares.

            Roberto Payró, que había defendido tanto  la inmigración, llega en 1909, en sus Crónicas, a rever esa posición, sosteniendo que como resultado de la inmigración masiva ahora “todo es anárquico, indeciso, nebuloso, inseguro”. En la revista Caras y Caretas del 12 de junio de ese mismo año, en un artículo titulado “Inmigración peligrosa”, se funde a los inmigrantes con los anarquistas, hablando de éstos como aventureros “cambiantes y sin principios”, que sólo buscan “crear problemas donde sea...”.

            En 1911 se suspende la inmigración italiana a la Argentina por un plazo de catorce meses. Y es que Italia no quería aceptar la orden argentina de inspección sanitaria a los barcos que desde allí llegaban. La generosidad argentina para con el inmigrante perdía su desinterés (si alguna vez lo tuvo). En los Estados Unidos los periodistas, intelectuales y políticos veían también a la inmigración como el origen de los problemas sociales urbanos.

            Cuando los argentinos de sangre italiana exceden en número a los italianos, Carolina mata a Laucha. La inmigrante ya es prácticamente una argentina. La sangre se ha mezclado y puede matarlo en el teatro en 1917. Y entonces el grotesco se lo devora todo con El organito (1925), combinándose con la picaresca en Armando Discépolo. Sostiene David Viñas al respecto:

“...en el grotesco-pícaro de Armando Discépolo se resumen las fisuras de la ciudad liberal, y si hasta aquí se repetía a Cambaceres, quizás a Payró o a Fray Mocho, a lo del coetáneo Arlt, con este ‘manicomio’ donde el arrinconamiento y la penumbra como totalidad predominan, la escenografía moral es lo que materializa el deterioro. Del optimismo previo a 1919 se había pasado al pesimismo cauteloso, al escepticismo; pero ahora se bordea el cinismo: al mal no se lo conjura ni se lo justifica, se lo asume y también se lo ‘interioriza’ “ (Viñas, 1973).

           Los inmigrantes como comunidades bilingues trazan fronteras y provocan un debate alrededor de las inclusiones/exclusiones en la sociedad. Y del gran optimismo de 1853  a principios de siglo se fue pasando al pesimismo y crisis de 1919 y luego de 1930. Viñas sostiene que entonces quedaban siete alternativas para el “indigno” inmigrante: inventar, robar, prostituirse (prostitutas, mantenidas, proxenetas, delatores o sirvientes), enloquecerse (“o sumergirse en toda la gama de la imbecilidad”), suicidarse, huir (“concretamente con la variante espiritual de entrar a un convento”) o desquitarse del viejo inmigrante, de los padres. Viñas olvida la variante del ejército por su antimilitarismo que no le permite ver esa alternativa, y tal vez posea una imagen “encantada”, de “almas bellas” con respecto al inmigrante. La figura del inmigrante sólo puede ser leída como figura del fracaso si se la lee con candor. Pero no hay que invertir el lugar del mal. El mal no eran los inmigrantes, pero tampoco estaba por fuera de la constitución de sus subjetividades en el proceso de modernización. Por otra parte, su caracterización de “fuertes” y “débiles” también responde al binomio propio del discurso de la modernización. Pero acuerdo con su noción de que el inmigrante que había ocupado el lugar del ideal en el Facundo (1845), la figura del “convocado” en la Constitución de 1853, el niño mimado de la generación del 80, poco a poco se convirtió en el “feo e inquietante advenedizo” de Las multitudes argentinas de José María Ramos Mejía, el “peligro embozado” de la Ley de Residencia de 1902, y el violento y excecrable anarquista de 1919. 

Figura y contrafigura

            La figura del inmigrante, aquí objeto de nuestro análisis, nos llega acompañada de una “contrafigura” que es la del criollo o “tipo nacional” que en el Viaje Maravilloso del Señor Nic-Nac (1875), de Eduardo Holmberg, se nos muestra “absorbido, devorado por el torbellino de un cosmopolitismo inexplicable” (Holmberg, cap. XXXII). La disminución del lugar de la figura de lo nacional ante el peso de la inmigración es un tópico muy frecuentado en las novelas posteriores a 1880 y constituye el marco de la conversación entre Seele y Nic-Nac en la segunda parte de esta novela. En ella los valores que engendraron durante muchos años una ciudad son sustituidos por la premura de lo inmediato.

            Quizás el personaje por excelencia que caracteriza la figura de lo nacional sea el Juan Moreira de Gutierrez; el gaucho que lleva consigo el anatema de ser el hijo del país; al que le cuesta conseguir trabajo porque en la estancia prefieren el del extranjero; que mata a un gringo, a un inmigrante, por más que no valga la pena, por más que tenga que huir del pago. El inmigrante es su primera víctima. Porque no hay pacto económico posible con su contrafigura. Este era un hombre de negocios y “uno no tiene cuero para negocio”.

            El conflicto entre criollos e inmigrantes encuentra una solución literaria en La gringa (1904), de Florencio Sanchez, en donde éste se supera mediante la fusión de las razas que se han necesitado mutuamente, como Carolina le decía a Laucha en la novela de Payró ya citada: “Lo que yo necesitaba era un ‘coven’ como usté”. En el año 1909 Ricardo Rojas publica La restauración nacionalista, título que me exime de mayores comentarios, y el 17 de noviembre de ese mismo año, en el funeral de Ramón Falcón, jefe de policía asesinado por los anarquistas, una serie de ciudadanos distinguidos habla en contra de los inmigrantes concluyendo que “el cosmopolitismo de nuestras leyes nos ha llevado al borde de la desorganización social” (La Nación, 17-11-09). Al año siguiente, Manuel Gálvez publica Don Quijano de la Pampa, donde sostiene que la inmigración destruye el carácter argentino y el patriotismo, despotricando contra la música extranjera y el tango, esa “música repugnante, híbrida, desafortunada” y “símbolo lamentable de nuestra desnacionalización”. Gálvez, Rojas y Lugones fueron algunos de los principales abanderados de la contrafigura gaucha, criolla, tradicional, contra el cosmopolitismo y la inmigración. José Ingenieros acotaba a este debate en Sociología Argentina (1913) con una ironía: los hijos de los extranjeros casi siempre se vuelven patriotas. La figura se vuelve contrafigura.

            Hasta entonces muchos argentinos ignoraban la literatura gauchesca. Y es que el gaucho era desdeñado como contrafigura de la civilización. Pero con el rebrote tradicionalista y nacionalista, los gauchos se embellecen y los gringos se afean, se vuelven grotescos por su avidez muchas veces fracasada, generando un nuevo conflicto ya mencionado en el juego figura-contrafigura: padres inmigrantes-hijos criollos.

            Resumiendo, cuando aparece la inmigración, aparecen los rebrotes

nacionalistas. Este juego está en el centro del proceso de modernización que se constituye, primero, dejando a los gauchos de lado, y luego excluyendo a los mismos inmigrantes en la recuperación (sólo simbólica) de los primeros.

            Si Martín Fierro no transige con el inmigrante, Don Segundo Sombra va a convivir mansamente con él sin preocuparle mayormente su existencia, fundiéndose finalmente en Pago Chico: nombre extranjero, actitud gaucha. Final literario feliz para una historia atravesada también por su contramito: el del fracaso inmigrante luego de la eliminación del gaucho. El mito de la fusión de razas que daría lugar a la raza exitosa del futuro había también generado su contramito: el del fracaso de ambas. Hay para todos los gustos. Escoja con libertad...(¡Si es que puede!).

Mezclas

            Hablando de fusión, digamos que las mezclas marcan el período que aquí nos ocupa: momento de experimentación en laboratorios como el de El hombre artificial; probetas que harán que se mezclen muchas cosas: la sangre en los hijos de Máxima (En la sangre), el lenguaje en el cocoliche (creando otra mitología que se realiza en la simplicidad del sainete), las naciones en el cosmopolitismo “que tan grandes proporciones va tomando entre nosotros, hasta el punto de que ya no sabemos lo que somos, si franceses o españoles, o italianos o ingleses” (Julián Martel: La Bolsa, 1890), las clases para crear lo que Ramos Mejía llamaba el “guarango” en Las multitudes argentinas (1899).

            En cuanto a la mezcla de idiomas, un artículo publicado en Caras y Caretas en 1900 titulado “Modificaciones al idioma” sostenía que la confusión de la torre de Babel no es “nada comparado con lo que está pasando en nuestro idioma”. Y de nuevo Cané en “La cuestión del idioma” (La Nación, 5-10-1900), afirmaba que ninguna gran literatura podía salir de la devastación del lenguaje.

            En La gringa los hijos de Nicola se han acriollado. Los inmigrantes ceden ante la casi fatalidad de la exogamia en tierra extraña. El final optimista  -”De allí va a salir la raza fuerte del porvenir”- humaniza a ambas partes que se comprenden en la fusión.

            En El casamiento de Laucha se habla napolitano, gauchesco, culto, la lengua de la provincia. Todas las lenguas en un relato que a su vez es mezcla derivada de dos géneros: la gauchesca y la picaresca: Laucha, sujeto de clase media criolla, pícaro tal vez posterior al gaucho, sabe leer y escribir y hace una alianza con los dos inmigrantes, Carolina y el cura. Con ambos falsifica. Quiere llegar a la capital y usa cualquier medio. Mezcla: ¿Criollo agringado? Picaresca: Cruce de lenguas, simulación, entre otras cosas. Cuando habla con el pulpero español se mezclan sus vidas, como se mezclará por esos años también la música para dar lugar al tango.

            Y entre las resistencias a estas mezclas de todo tipo, estaba la resistencia de la élite colonial a fundirse con el inmigrante “nuevo rico”. Para ello, entre otros artilugios, se restringía la entrada al Teatro Colón.  La revista Caras y Caretas también ironizaba al respecto en “Todos al Colón” (5-4-1913).

            Si la mezcla del conventillo fue la cuna del nuevo argentino como reza la obra de Discépolo, nos encontramos frente a un personaje grotesco, inarmónico, disonante, como el Haffner de Roberto Arlt que reflexionaba así sobre su situación:  “Y la gente nos cree unos monstruos o unos animales exóticos, como nos han pintado los saineteros”. Con Artl tenemos la imagen de un Buenos Aires poblado por gentes diversas, lenguas mezcladas que son en el sainete un programa caricaturesco:

                       

                        “Un patio de conventillo,

                        un italiano encargao,

                        un yoyega retobao,

                        una percanta, un vivillo,

                        dos malevos de cuchillo,

                        un chamuyo, una pasión,

                        choques, celos, discusión,

                        desafío, puñalada,

                        aspamento, disparada,

                        auxilio, cana, telón.”

                                                            (A. Vacarezza, La comparsa se despide, 1932).

Identidades dobles

            Las identidades dobles también recorren todo el período. Los inmigrantes, al ser puentes entre dos mundos, son también identidades dobles, argentinos e italianos, por ejemplo. La pasión por el enriquecimiento ligada a la posición de una doble identidad europea-americana está en la historia de nuestra literatura latinoamericana desde la conquista, con Garcilaso, hasta el inmigrante italiano que no sólo se desdobla en su nacionalidad sino aún en su profesión: el maestro de escuela lleva también las cuentas de diversas casas de negocios; el zapatero vende billetes de lotería; el tipista tiene una sastrería; el almacenero vende de todo; artes y comercios se combinan en los inmigrantes que pueden ser varias cosas al mismo tiempo, siempre confiando en esa dimensión utópica de América.

            Identidades dobles: Ingenieros reconociéndose como simulador; el personaje de la obra de Payró Marco Severy (1905), quien era criminal en Italia y hombre honesto en la Argentina (como tantos “convertidos” en la historia de los viajes de Europa a América); la novela autobiográfica Las dos patrias (1906), de Godofredo Daireaux; Tartarín Moreira, personaje mutante argentino-francés que ocupa posiciones cambiantes: construcción de la modernidad.


El deseo inmigrante

            El deseo de sobresalir ha sido el deseo inmigrante por excelencia. De nuevo podemos rastrear este deseo en las crónicas y narraciones de la Conquista hasta reencontrarlo en José Ingenieros, inmigrante exitoso que se cambia el nombre para ascender y constituye el nuevo gran argentino que todos soñaban ser. Todos quieren ser exitosos, volverse famosos o ricos, lo cual, como vimos, redundaba en la multiplicación de las identidades, incluso laborales. Cuando, al decir de la poesía de Peter Handke, desear todavía era útil.

            ¿O aún lo es?

            ¿O no se trata de utilidad?

                                                                       

                                                                        Yale, 7-1-1996.

           

           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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