Oxen that rattle the yoke and
the chain of halt in the leafy shade,
What is that you express in
your eyes?
It seems to me more than all
the print I have read in my life
W. Whitman, Song
of Myself, lines 235-236.
Joyce’s first question when I
had read a completed episode or when he had read out a passage of an
uncompleted one was always: “How does Bloom strike you?” Technical
considerations, problems of Homeric correspondence, the chemistry of the human
body, were secondary matters.
Frank Budgen, James Joyce and the Making of Ulysses.
Lo salvaje tiene una resistencia
natural a ser incorporado al arte. En el caso particular de la literatura, esa
resistencia es clara en escritores como Flaubert o Tolstoi quienes dudaban lo
suficiente de sus artes. Sus cuerpos animales eran vividos como un obstáculo para
sus obras que sólo podían producir bajo una especie de tortura.
Los animales conocen el
mundo de una manera que los animales humanos no podemos fácilmente penetrar. En
ese sentido puede pensarse una literatura como experiencia que representa un
escape de las conceptualizaciones y la comprensión. Esta literatura respetaría
los efectos emocionales de lo literario regresando a lo que John Eccles llamara
la “mente animal”.[1]
Insistimos en creer en la
imposibilidad de una literatura animal. Pero eso podría también ser
antropocéntrico. La búsqueda de un sentido literario en los animales requiere, sin embargo, un grado de
antropomorfismo que se halla en tensión con el reconocimiento de los animales
no humanos en la cultura o con el reconocimiento de una cultura animal. Para
iniciar este camino, Margot Norris señala a Darwin como el fundador de lo que
ella llama la “tradición biocéntrica”, en la cual puede decirse que los
escritores escriben “con su animalidad hablando” (Norris 1).
El universo biocéntrico parece
ser silencioso y su ontología es inaccesible a la inscripción literaria. Pero Margot
Norris también argumenta que en la tradición biocéntrica la mimesis “es la
marca negativa, la marca de ausencia, castración y muerte, una visión que
requiere que los artistas reevalúen el estatus ontológico de sus medios como
ser negativo, como mero simulacro de vida” (5, mi traducción).
En Beasts of the Modern Imagination explora la crítica del
antropocentrismo desde los escritores “bestias”: aquellos cuyas obras
constituyen gestos animales. Este es el primer tipo de “escritura animal” que me
interesa: un grupo de escritores que han sido creadores “en tanto animales”. En
segundo lugar me interesa la utilización de los animales como narradores que
recobran su animalidad en un universo antropocéntrico. ¿Cómo hacer esto desde
una perspectiva zoocéntrica que ponga a los documentos literarios en guerra
consigo mismos, contra el arte y la representación? El arte biocéntrico es
estimulante pero no persuasivo: un arte como el del mono de Kafka en “Informe
para una academia”, desde el vientre, un arte del vientre más que un arte de la
mente.
Por una parte, los animales
son atractivos para la mente simbólica. Los escritores descubren nuestra
interacción con el mundo animal y la bestia invade sus mentes. Los animales
asumen así una función simbólica expresando urgencias escondidas de la sociedad.
Por el otro lado, hay relatos que constituyen un gesto “bestial”, ejemplos de
documentos antirepresentacionales. De un lado, los humanos integran a los
animales en sus sistemas de representaciones. Pero, por otro lado, los animales
tienen su propia historia.
Friedrich Nietzsche
consideraba su escritura como un gesto bestial. ¿Pero cómo deberíamos leer
documentos que huyen del sentido y la autoridad? Esos textos nos fuerzan a
leernos a nosotros mismos, a escuchar a nuestra propia bestia. El acto animal
es la búsqueda de un lenguaje que se fusiona con sonidos y gestos animales y
que deja a la naturaleza hablar por sí misma. Nietzsche, Heidegger y Deleuze
son en este sentido referencias filosóficas fundamentales para una teoría del
arte y la literatura animales.[2]
¿Pero por qué interesarse en
estas literaturas animales? Para testimoniar heridas olvidadas, para escribir
sobre el desastre de estar escribiendo en vez de estar, por ejemplo, bailando
una danza con los animales que hemos desterrado de nuestra humana condición y,
consecuentemente, de lo que de ellos está en juego en la literatura.
¿Cuáles son las
consecuencias de no prestar atención a esta ceguera, de no ver las literaturas
animales, de no escuchar las palabras animales que mueren a cada segundo? Se
trata de otras literaturas perdidas, esas que solo podemos ver en sus
sorpresivas apariciones en ciertos animales literarios o literaturas animales. Hay
libros y autores que han expresado en sus escrituras una cierta “animalidad” en
juego, intentando a través de ellas un acercamiento a los animales. Hay también
una literatura animal perdida, “latente”, no escrita. Esta literatura
“imposible” puede ser pensada a través de la literatura que sí existe: libros
animales y escritores que han pensado la “animalidad” en la literatura.
¿Qué significa escribir
sobre literaturas animales y sobre la misma posibilidad de hacerlo? ¿Es posible
llevar a cabo una historia intelectual de los animales? Tal vez no si estamos
en búsqueda de un concepto y un
máximo de sentido. Es realmente
posible si buscamos un pathos y una resonancia. ¿Cómo lidiar con el quidam, el otro en blanco, el que no ha
escrito nada, “no dice nada”, “no dirá” y “no ha dicho”, o con aquellos como
Sem Tob o Tolstoi usando el verso y la prosa artística para denunciar la poesía
y anunciar sus retiros?
El conocimiento es también
la producción de lo diferente, lo inexplicable, la contrateoría. Está también
basado en paradojas, cruces de caminos, quimeras, que muestran un mundo de
senderos que se bifurcan abiertos desde una discontinuidad, un hecho inusual o
cerrado como, en nuestro caso, una literatura exclusivamente humana.
Es necesario por ello evitar
lo que Edgar Morin llamó “los caminos fundamentales del pensamiento
simplificador”: idealizar (creer que
la realidad sólo puede pertenecer a las ideas); racionalizar (intentar clausurar la realidad en el orden y
coherencia de un sistema, prohibendo todo flujo fuera del sistema, justificando
la existencia del mundo con un certificado de racionalidad); normalizar (eliminar lo extraño, lo
irreductible, el misterio).
Entonces se trata de interrogar a la crítica literaria en sus fundamentos
y dirigirnos hacia aquel dominio donde la palabra está prohibida (Adorno, TE 270). ¿Pero cómo puede el animal ser
hablado? Marie-Christine Lala analiza estrategias de escrituras transgresoras
que revelan una negatividad radical en las narrativas de Bataille, dado el rol
que éste dio al otro excluído, la part
maudite.
El problema es como no
repetir el gesto de excluir el animal que constituye nuestra historia y encontrar
un lenguaje diferente de la razón, que administra y reprime lo imposible, y
diferente de la ciencia, que transforma a los animales en objetos con los
cuales ningún diálogo es posible. Nuestra ambición “imposible” sería “decir el
animal”, abrir nuestros oídos a todas esas literaturas privadas de expresión y
en cuya omisión un “canon” más profundo estaría fundado. ¿Cómo podemos
devolverles a los animales su derecho a hablar? Mientras se rechazan discursos sobre lo animal, ¿cómo “anunciamos” el
discurso de la animalidad? ¿Cómo podemos formular un lenguaje que cae antes de
alcanzar su formulación? Si la pregunta sobre literaturas animales no puede ser
hecha en el lenguaje, si no podemos leerla sino cuando ya se nos ha escapado,
no es porque la pregunta no pregunte. Pregunta en algún otro lado.
Por supuesto que
las “literaturas animales” no existen. Pero los escritores bestiales y los
libros animales son nuestros accesos a esas literaturas. La cultura no
puede descansar sobre las espaldas de los animales no humanos y, a su vez, los animales no humanos son sujetos que demandan
atención y nos llaman a atrapar el misterio que guardan en su mirada.
Estos escritores construyen
una cierta hostilidad hacia el arte y la filosofía en sus obras de manera tal
que el pensamiento pueda actuar como lo hace la vida. Introducen la animalidad
como una fuerza positiva liberada de interpretación y evaluación. Pero no se
trata solo de los escritores: la animalidad es una experiencia que todos
podemos tener, una conducta a la que podemos rendirnos, una identidad. Sin
embargo, ¿por qué los escritores se molestan en escribir una historia animal?
Oponiéndose a Descartes,
Rousseau atribuye a los humanos una cualidad esencial: la piedad. Y su pensamiento
se desenvuelve desde un principio de identificación con animales, un espacio desde
donde aprender más que algo a ser meramente estudiado o explotado.
Los animales revelan una
carencia fatal en la representación cultural humana. Como víctimas, constituyen
una amenaza situada en las mismas raíces de la civilización. La lucha entre la
cultura humana y los animales es un terreno de análisis en la ficción animal.
En Moby Dick, la larga ausencia de la ballena blanca de la narrativa
constituye una presencia que la civilización ha ocultado de la conciencia.
Después de Darwin, los animales subvierten las creencias convencionales y nos
abren las puertas a materiales culturales no reconocidos. Norris sostiene que
los animales se volvieron importantes para Kafka “porque la radicalidad de su
visión ontológica requería un sitio negativo de narración, el sitio del ser
animal” (133). Los animales existen así como una ausencia que el arte no puede
representar completamente.
Los animales victimizados en
la ficción son uno de los orígenes de la antipatía hacia la civilización. Los
seres humanos se ven depreciados cuando los autores invocan la plenitud del ser
animal. Y las víctimas animales invocan la profundidad de la desposesión en los
seres humanos.
Nos gusta ver el efecto de los animales en nuestro pensamiento en
tanto y en cuanto estos no desafíen su instrumentalidad como mediadores culturales.
Los animales representan un desafío a la -en apariencia- omnipotente cultura.
Enfrentan los artificios conceptuales que intentan subyugarlos y también
rechazan la incorporación a nuestra cultura, que se siente incómoda observando
un lenguaje animal. Y cuando el lenguaje comienza a tomar en consideración
experiencias internas animales sospechamos que sabemos más sobre nosotros
mismos que sobre los animales en sí. Esa paciente y resistente energía
inexpresada en los animales salvajes desafía la capacidad del cuentista para ir
más allá de la cultura, superándola y dejando hablar a la naturaleza. Los
animales son una arena para la batalla, un escenario para el diálogo, entre la
naturaleza y la cultura.
Flaubert podía sentir la
silenciosa realidad de los animales y luchó para encontrar palabras para
aproximarse a esa realidad. El silencio animal puede actuar como una barrera y
la mirada del animal recordarnos que somos los únicos que hablamos. Oradores
mudos, podrían hacer un poema del universo antes de volverse carne. En su
misterioso silencio escribimos sobre ellos.
El ataque al
antropocentrismo es un requisito para liberar a los animales de la explotación
estética a la que están sometidos. Liberados del servicio conceptual, las
víctimas animales podrían generar un impacto emocional. Si las víctimas
animales son solo una herramienta literaria usada para un fin cultural,
entonces el significado sólo sería humano y no animal en su origen y, por lo
tanto, una nueva imposición sobre los animales.
Como un ejemplo final,
recordemos que tanto Flaubert como Kafka consideraban que íntimamente luchamos
para ser seres humanos, mientras se veían a sí mismos como animales enajenados
o en algún tipo de extrañamiento. De esta manera, podría no haber ni excusa
para que las humanidades y las ciencias sociales evadan el desafío de nuestra
propia animalidad o para excluir la reflexión sobre lo que significa esta
animalidad en la labor literaria.
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