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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

sábado, 12 de abril de 2014

¿Un modelo escolar se demuestra caduco? ¿El fin de la escuela?




Hay algunas claves para entender lo que ocurre con la educación: el valor depreciado del esfuerzo, el arrebatado derecho a la evaluación, el sentido perdido de la labor educativa y los radicales cambios que se han producido en las formas de comunicarse, acceder a la información, aprender y socializarse. Recuperar las horas perdidas con la huelga no solucionará nada de esto. La escuela que conocimos hasta hoy está acabada, por eso no pareció importarle demasiado a nadie el paro. Y lo más grave es que “la patria pedagógica” no quiere verlo. Esta “inconsciencia feliz” tiene repercusiones en la sociedad. No hay pensamiento sin trabajo sobre uno mismo, algo que las burocracias resisten como pocos otros actores sociales.

Vivimos en una sociedad que nos transmite que el estudio, el esfuerzo y el trabajo importan poco. Los chicos lo perciben junto a un mensaje social que dice: “todo se negocia”. En este marco, casi a todo lo que se convoca a los docentes ahora es a recuperar los “días perdidos” pero nadie cuenta los días perdidos efectivamente cuando las clases tienen lugar. No es un problema de cantidad de días sino de retomar el sentido de la enseñanza. La sociedad no pareció demasiado preocupada por la ausencia de clases durante la huelga ya que en buena medida no aprecia especialmente a las personas a las que confía su educación, no cree que el conocimiento esté representado en ellas ni supone que muchas de las habilidades que se adquirirán mediante su asistencia a la escuela merezcan ser aprendidas.

Mientras las redes sociales e internet han alterado la sociedad, la enseñanza y el aprendizaje, el sistema educativo permanece casi incólume. Teóricos y activistas como Freire e Illich han reclamado y marcado la urgente necesidad de cambios estructurales en los sistemas educativos desde la década de 1970, mostrando cómo los existentes no estaban a la altura de los desafíos de un presente de ya hace más de cuarenta años.  A esos reclamos se les suman los que acompañan las tendencias tecnológicas, los impactos de la globalización, los avances en las teorías del aprendizaje y las neurociencias. Pero la gran mayoría de los que toman decisiones importantes en la patria educativa apenas conoce lo que es internet.

En países líderes en materia educativa las organizaciones burocráticas educativas clásicas están siendo reemplazadas por nuevas formas que requieren diferentes mecanismos de administración y coordinación de los existentes. Pero en nuestro establishment educativo las viejas jerarquías y centros de poder se resisten a ceder terreno.

Hace rato que las autoridades políticas se hallan extraviadas en esta materia. Celebran la expansión de un sistema centralizado y corrompido (más docentes, más escuelas, más institutos, más cursos, más capacitación, más horas de clase) que será cada vez más difícil de revertir. Hemos estado, incluso, haciendo el problema más grande, siguiendo el modelo del siglo pasado, ni respondiendo ni anticipándonos al cambio de época.

No se trata de un problema solamente tecnológico o pedagógico sino político. Los sistemas de educación pública se convirtieron simplemente en burocracias que llevan en sí mismas su propia justificación sin dar examen ni rendir cuentas a la comunidad. El desafío es enorme e incluye responder a la pregunta sobre el conocimiento y el aprendizaje necesarios y deseables para el mundo de hoy. Pero el sistema cruje con estas preguntas. Diseñado hace más de un siglo,  apenas ha cambiado y, tal vez por mímesis con el Museo de Ciencias Naturales en el caso de la provincia de Buenos Aires, su burocracia se parece cada vez más a una colección de fósiles envueltos en una politiquería de salón. No será fácil hacer esos cambios: los gobiernos han creado grupos con intereses creados en el control del mundo escolar, que se reacomodan en cada cambio de gestión y disfrutan de innumerables privilegios. Como decía Cicerón, la dirigencia “hace más daño con el ejemplo que con el pecado mismo”. Nuestros dirigentes son el Quién que hoy falta. Por eso el problema es político.

También los sindicatos son en buena medida burocracias que han colaborado fuertemente con todo esto. Nadie recordará estos años por la excelente capacitación docente, un sistema de evaluación de profesores o los incentivos a la excelencia. Los sindicatos solo discuten seriamente salarios. Y por ese motivo este año nuevamente comenzó con una huelga masiva. En la provincia de Buenos Aires la abrumadora cifra de docentes es curiosamente un problema más que una oportunidad.

La sociedad ya no confía en ellos. Vivimos en una especie de simulacro pedagógico en el que difícilmente todavía se “da clase” o “toma examen” mientas fuera de las escuelas se va creando en las redes sociales una comunidad global con nuevas formas de conocimiento y aprendizaje valoradas. En esta sociedad del aprendizaje continuo se ve que los jóvenes invierten tiempo y energía en construir relaciones alrededor de intereses compartidos y comunidades de conocimiento. Por eso buena parte de la irrelevancia o ineficacia escolar es también síntoma de una crisis mayor de las formas de educación, formación y cuidado de la modernidad que pone en jaque, entre otras cosas, la validez de la vieja escuela.

Foucault fue el primero en detectar que estábamos entrando en sociedades no disciplinarias: ya no tienen los maestros la autoridad del delantal (que tampoco ya usan). El imaginario del mercado y del consumo contribuyó a su vez a socavar diversos tipos de autoridades y el rol de la educación formal en la transmisión de un acervo cultural compartido. Ningún maestro de la vieja escuela está en las mejores condiciones para enseñar: la sociedad no le otorga ese respeto ni las instituciones lo garantizan.

Estamos en los albores de una nueva ecología del aprendizaje: dónde y cuándo se aprende, qué se necesita aprender y para qué, cómo se aprende y cómo se ayuda a aprender están cambiando. Nuevos espacios de aprendizajes no formales e informales desafían a la vieja institución escolar al punto tal de que en Europa algunos especialistas prevén el abandono o la marginalización de la educación escolar obligatoria tal como la concebimos hoy.

El enorme gasto en educación ha sido dilapidado en instituciones educativas añejas. Se hace necesario reinventar el aula porque la escuela tal como la conocimos se está acabando. Necesitamos crear espacios alternativos más eficaces para el cuidado, conocimiento, comportamiento y socialización de los alumnos.  Hay un nuevo contexto de aprendizaje y los que llevan adelante las políticas educativas tienen que pensar en lo que esta posibilidad significa, recordándoles asimismo que -como explicara un pensador que suelen citar pero rara vez seguir, Rancière-, el acto político es un hacer fuera de lugar que se realiza fuera de las instituciones, que se origina a partir de aquello que no cuenta en ellas y que está excluido de ellas. Y que no refleja un conflicto de intereses ni de interpretaciones sino que instaura otra forma de hablar, percibir y sentir.

Por eso ese acto político debe hacer de nuestras escuelas algo muy diferente de lo que fueron cien años atrás y de lo que son hoy, porque de lo contrario ellas seguirán existiendo pero serán cada vez menos significativas. Cárceles, escuelas y hospitales, como todo espacio disciplinario, son hace tiempo instituciones en crisis. Como siempre, quien ponga en duda la decrepitud de estas instituciones será el centro de muchos ataques. Pero, al menos en el caso de la escuela, a la vez todos faltan: alumnos, docentes, padres. Nadie quiere ir a la escuela. Nadie siente que se pierde nada faltando. Pareciera dar lo mismo estar que no estar.

La escuela como institución de aprendizaje convencional está acabada a menos que los que la dirigen se den cuenta de la necesidad de cambios fundacionales. Por ahora esos actores actúan como si el mundo no hubiera cambiado irrevocablemente y precisamente en lo que al aprendizaje refiere. La mayor parte de las instituciones están atrapadas en un modelo epistemológico viejo, aunque se inviertan millones.

Nadie apunta al corazón del problema, que es la institución misma. No necesitamos que los niños vayan “más” a la escuela. Hay formas de generar aprendizajes e instituciones alternativas que pueden no pasar por la educación obligatoria, pero esto cuestiona sistemas de inmensa inercia y poder.

En función de las transformaciones mencionadas, muchos países están hoy tratando de reformar seriamente su educación pública. Nosotros parecemos querer aferrarnos, como en tantas otras cosas, al pasado.

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