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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

domingo, 15 de febrero de 2015

Noche de Silencio

Las palabras pueden convertirse en ruido. Y es terrible cuando eso sucede y sentimos que no nos queda nada para decir, desasosegados, sin palabras. Cuando la voz nos cede el silencio de alguna manera expresa su deseo para con nosotros. A la voz no le gusta el silencio, su rival y, a la vez, su lugar de origen.

Los textos sapienciales traducidos al español en el siglo XIII -como el Sendebar o Libro de los engaños, el Calila y Dimna, la Disciplina Clericalis, los Proverbios Morales o El Conde Lucanor entre otros, poblados de relatos didácticos provenientes del Oriente, no pocos de la misma Persia- contienen un conjunto de normas de conducta útiles e imprescindibles para los gobernantes. En ellos el aprendizaje de las artes del silencio constituye un elemento fundamental. La relación entre el oportuno silencio y la conjura del peligro es afín a los textos orientales. Proliferan en esas literaturas los proverbios a favor del silencio acompañados por otros que en ocasiones destacan la utilidad de las palabras oportunas. Pero, en general, en ellos el silencio suele ser señal de sabiduría y la locuacidad de estulticia.

¿Cómo lidiar con aquel que no ha de decir? A él se refiere Quevedo justamente en su “Sueño de la muerte”, cuyo narrador dice ser el autor de los idiotas y texto de los ignorantes. Hay un dominio que le está vedado a la palabra puesto que es memoria de las huellas y de la sensibilidad, no de las palabras o de la voluntad, distinción que Nietzsche marcara en su Genealogía de la Moral. Y si de amor hablamos, nada más lejos de las palabras. Si no se puede esperar nada de las palabras hay que hablar, con Dante, sin ellas para que “la morta poesía resurga”.

La palabra tiene límites. Hay momentos en que nos gustaría hablar pero el sufrimiento es mayor o, como en Garcilaso, la imaginación se halla superada en sus posibilidades: “Ha venido en mí a ser lo que siento de tal arte, que ya en mi fantasía no cabe; y así, quedo sufriendo aquello que decir no puedo”.

Asimismo la mística lucho contra la impotencia expresiva ante lo inefable: el silencio de Santa Teresa no encontrando qué decir ni cómo conversar. O el silencio como decisión ante el crimen ejemplar del artista que ha ido “demasiado lejos”.

El estallido de violencia es el estallido de un fracaso. El cuerpo yaciente del fiscal es un cuerpo caído desde un oscuro desastre. No tenemos lenguaje detrás de esa puerta y, por otra parte, no podemos hablar realmente cuando ya hemos sido juzgados. Y si no podemos ser escuchados, ¿para qué hablar? Solo nos queda encontrar el idioma de la noche incierta y hablar a través de las voces de otros que nos acusan, con palabras que por demasiado libres se hallan atrapadas.

Decir aquello que no puede ser dicho, lo que no se puede llamar por su nombre: esos son los desiertos del amor cuando el amor no pasa a ser simplemente un discurso. El silencio es un sueño del amor cuando la realidad se ve lastimada por las ficciones del lenguaje.

El discurso del poder siempre está hecho de cegueras. Y en este caso pueden haberse hundido en el vértigo de una lectura, en el abismo de la ilegibilidad. Vértigo: el estado de una persona que no sabe más dónde está. El vértigo anticipa una caída, revela un horror. Y el intento por fijar ese vértigo solo acelera la caída.

El poder no responde nuestras preguntas pero nos ayuda a realizarlas. Su no reconocido silencio -porque no puede realmente dejarnos el silencio si quiere seguir siendo poder- expresa una disconformidad, la vivencia de una situación incómoda. De allí el riesgo del tedio de las conversaciones del discurso continuo, la circular perpetua del ficcional Gaspar Rodríguez de Francia en Yo, el supremo, la fantástica novela de Roa Bastos. El conocimiento no puede hoy dejar de producirse sino a través del cadáver silencioso del fiscal. Aquel que fuera dejado en silencio y en el silencio. Mientras tanto, es nuestra tarea encontrar un lenguaje nuevo para traducir el lenguaje de la violencia. Porque sino estaremos condenados a vivir en una niebla perpetua.

Nuestras voces silenciadas hoy implican la desaparición de la autoridad de la voz en beneficio de una voluntad mayor. Cuando no sabemos cómo hemos de expresarnos, cuando nuestra capacidad de representar es muy débil y vacilamos, cuando oímos lo inaudito, debemos habitar el silencio.

El terror de lo irrepresentable puede precipitar una locura. Y la gravitación de una presencia corrobora lo secundario de las desoladas palabras y su ruido. Hoy es momento de escuchar y oír en primer lugar los sonidos de un discurso informulado aún pero presente en la memoria, y contemplar ese tejido de signos no alfabéticos que forman un texto imaginario. No aceptemos, como le sucede a aquel personaje de Daniel Moyano en El Vuelo del Tigre, que nos torturen obligándonos a conjugar verbos que no conocemos y nos condenen a la posibilidad miserable de las palabras de la que hablaba Bataille. Hoy es tiempo del soberano silencio que interrumpe el lenguaje articulado.

Kafka sugirió que el silencio de las sirenas era un arma mucho más letal que su canto. Mucho más cuando ya no nos situamos confiados en el lenguaje. Hay que reponerle el silencio a las palabras. En su obsesión por los medios, nuestra presidenta pudo haberse mimetizado con su lado más flaco: “cuando uno mira mucho tiempo a un abismo, luego éste mira dentro de tí”, sentenció Nietzsche en uno de sus aforismos.

Joyce ya había hecho un tema central del problema de que aquellos que saben como sentir frecuentemente no pueden expresarse a sí mismos y de que, para cuando hayan adquirido tal capacidad, habrían olvidado como sentir. Por eso la voz de quienes fueran sus herederos literarios, en primer lugar la del innombrable beckettiano, se ha dirigido al silencio. Y allí cuando la palabra no habla, habla aún. Cuando cesa, persevera.

Nos han exasperado, nos han hastiado con su relato continuo. Y esa fatiga nos ha llevado a amar el silencio puesto que las palabras han sido convertidas en sonoridades vacías, los conceptos diluidos, desintegrados, esterilizados. La voz del poder no es ya más que un murmullo monótono y lejano, incapaz de despertar interés. Ese ruido al que hemos renunciado se suma al dolor de la reaparición de la muerte en la política. Y entonces pareciera ser el silencio la única respuesta. Sin dudas que no nos quedamos con la alegría. No podemos estar alegres si nos han dejado sin palabras. Pero nuestro silencio es testimonio de conocimiento.

De lo que no se puede hablar, mejor es callarse. Wittgenstein creía que todo aquello que realmente importa en la vida humana es precisamente aquello sobre lo que debemos guardar silencio. Y más aún hoy cuando estamos frente a una especie de fractura geológica en el mismo lenguaje y en un período de transición hacia nuevos esquemas de pensamiento cuyo impacto afectará la terminología heredada, la gramática y la sintaxis tradicionales.

El agotamiento genera expresiones de silencio pero tal silencio también puede cantar, con dolor, un nuevo tipo de amor, una renovada sensibilidad. Caminaremos así trazándonos a nosotros mismos en la escritura del silencio. Interrumpiendo el murmullo de esa palabra imponiéndole silencio. Habitados por la imposibilidad de hablar, ya encontraremos una palabra que albergue ese silencio restaurando el lenguaje de la ausencia. Aún no podemos articular ese lenguaje, somos como un niño que aún no puede hablar, estamos muy cerca de lo sagrado de la muerte.

Lo cierto es que no podemos esperar más nada de las palabras que circulan. Cualquier cambio sustancial en el país tendrá que arrancarle primero el poder a las palabras circulantes, traidoras, nauseabundas. Porque sentimos náuseas ante las prácticas criminales, corruptas e hipócritas que otorgan a la palabra una posición decorativa. Debemos liberarnos de ellas, no pueden ser las mismas. Nuestro lenguaje deberá ser otro porque esas palabras sucias nos tientan a abandonar la palabra y hoy estamos náufragos de ellas, como esclavos y analfabetos.

Podemos encontrarnos constreñidos al silencio hoy. Pero nuestros cuerpos forman un manuscrito ilegible que escribe sin hablar, sin estar del todo seguros de lo que se está escribiendo. En esa noche que se acerca, el signo aún no está separado de la fuerza. Y podremos mostrarnos donde no se puede hablar sin que nuestro discurso se pervierta.

Por ahora no es poco el deseo de presencia como lenguaje de una pasión. Una palabra inarticulada es un canto a la presencia. En el testimonio de esta manifestación que realizará un ejercicio de silencio se encuentra implícito el rechazo de cualquier discurso trivializador o legitimizador incapaz de dar cuenta de la historia de un crimen. Y seguiremos buscando la letra perdida. Pero hoy estamos obligados a marchar porque nuestra expresión no parece ser más posible, porque nos han dejado sin palabras, porque las palabras parecen aumentar el misterio y el amor no se debe decir ni revelar. Porque no hablaremos de él hasta que no podamos ser escuchados. Porque no hablaremos si no hay un lenguaje común ya que hablar sería alentar la incomprensión. Porque si vivimos un gran amor es difícil que lo podamos contar. Porque cuando todo está dicho lo que queda por decir es el desastre: ruina de la palabra.

 

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