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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

viernes, 29 de mayo de 2015

La identidad en fragua. Literatura, inmigración y sociedad en la Belle Époque (1880-1920)

La identidad en fragua. Literatura, inmigración y sociedad en la belle époque (1880-1920)


Los sociólogos sabemos que cuando un tipo de sociedad comienza a nacer todavía el otro no termina de morir. Exactamente eso ocurría en la Argentina en los años correspondientes a la llamada Belle Époque, cuyo final alrededor del año 1920 ya mostraba una población predominantemente de orígenes inmigratorios de una o dos generaciones y, junto a ella, un mundo aristocrático en descomposición. Por la misma razón los extranjeros que habían gozado de la posibilidad de una alta movilidad social en los tiempos previos a 1870 la perderán luego al restringirse la misma a familias de otras élites latinoamericanas o europeas.1

En tanto, en la literatura, las obras marcaban el relativo éxito que los pícaros y advenedizos podían conseguir por entonces en sus propósitos, lo que se percibe en En la sangre (1887) de Eugenio Cambaceres, Irresponsable (1889) de Manuel Podestá y La bolsa (1891) de Julián Martel. Las novelas del Cambaceres representan las primeras manifestaciones del naturalismo en el Río de la Plata. Toman partido por las clases acomodadas y desaprueban la inmigración del último cuarto del siglo XIX ya que ésta no encajaba, supuestamente, con el proyecto de país soñado por esos sectores.

Juan Agustín García y José María Ramos Mejía destacaron la ausencia en Buenos Aires de una aristocracia con prosapia como las de Lima o Chuquisaca.2 Acorde a Losada, la genealogía y la composición de la alta sociedad, sumadas a la movilidad social y la consolidación de una lógica capitalista que hacía de la riqueza el principal pilar de la posición social, hacían cada vez más difícil que se pudiera hablar de aristocracia en Buenos Aires. La transformación estructural que estaba recorriendo a la sociedad permitía avizorar a Daireaux que:

…poco a poco, se reconstituirá una aristocracia muy distinta de la antigua en la que no bastará ser descendiente de una patricia de vieja estirpe criolla, de un prohombre de la Independencia o de tiempos más modernos, ni aún de persona conocida; solo la posesión de una fortuna inmobiliaria permitirá su acceso”3

Una renovación cruzó a las elites políticas, económicas e intelectuales de 1880 y 1920 como consecuencia de la transformación de la sociedad y de la recomposición poblacional debida a la inmigración que fue una de las metas privilegiadas del programa modernizador de la segunda mitad del siglo XIX. Pero con las primeras huelgas de comienzos del siglo XX el entusiasmo y optimismo iniciales con respecto al papel del inmigrante fueron decayendo hasta llegar incluso a ocupar éste la posición del indeseado, del culpable de todos los “males” que comenzaban a aquejar las tierras argentinas. Los “males” de la modernización eran convertidos en “males” de la inmigración. De allí que se creyó que mediante regulaciones como la Ley de Residencia, por ejemplo, y persecuciones al “elemento foráneo” que controlaran la presencia de éste en el país, los “males” desaparecerían.



Cuando se discutió en el Congreso el proyecto de esa ley que autorizaba a expulsar del país a cualquier extranjero que se crea “compromete la seguridad nacional o causa disturbios en el orden público”, pocos congresales, entre ellos Carlos Pellegrini (hijo de inmigrantes), protestaron por las implicancias que una medida tal tendría: desaliento a la inmigración, abandono de la tradición liberal.
En enero de 1919, luego de un retorno violento de la ola inmigratoria, se produce la gran huelga metalúrgica en la que casi todos sus participantes eran inmigrantes y que culminaría con la famosa “semana trágica”. Estos hechos constituyen un ejemplo de lo que se estaba gestando en el imaginario social: el cosmopolitismo liberal comenzaba a generar un fenómeno de signo opuesto, el nacionalismo conservador. Cada vez que aparece uno en la historia argentina, reaparece el otro. Y los nacionalistas se proponen incluso como modelo alternativo de modernización argumentando que el criollo, el “hijo de la patria”, tiene condiciones laborales y culturales harto superiores a las del inmigrante. Y que éste último probablemente haría “retardar” las áreas rurales.

El cuento de Horacio Quiroga El hombre artificial (1910), nos introduce a dos inmigrantes: el ruso Donissoff, que llega a Buenos Aires en 1905, y el italiano Marco Sivel, arribado un año antes. Junto a un argentino nacido en la capital, Ricardo Ortiz, montan un laboratorio con máquinas e instrumentos encargados a los Estados Unidos. El experimento a realizar puede leerse como la construcción de la nación. Un ruso, un italiano, un criollo, y el instrumental norteamericano. El argentino, Ortiz, es pesimista al respecto: “¡No se puede, Donissoff, es imposible!”, señala. Y podemos decir que hay dos “criaturas”. Una es Biógeno: el hombre artificial, y la otra es el mismo Ortiz. Los experimentadores buscan implantarle dolor a Biógeno. Es lo que éste necesita para ser humano, para ser un país: tener la experiencia, haber vivido. Para vivir se necesita haber vivido. Pero son dos los que no han vivido, porque Ortiz no ha sufrido aún. Entonces tiene que ganar ese sufrimiento torturando. Ortiz duda y finalmente mata a Donissoff, lo que permite que llore, que sufra. Pero, al mismo tiempo, su sufrimiento era el fin de toda ilusión utópica: “Todo estaba concluido”.

Este pesimismo con respecto a los resultados de la inmigración puede hacerse extensivo a buena parte de América Latina e incluso a los Estados Unidos donde, en 1917, el Congreso promulgaba una ley -por sobre el veto presidencial- prohibiendo la admisión de los extranjeros que no pasen un test de lectoescritura: otra de las figuras privilegiadas de la modernización junto con el problema de las simulaciones que estudiaría Ingenieros y que harán más adelante decir a Haffner, el personaje de Roberto Arlt: “Soy un civilizado. No puedo creer en el coraje. Creo en la traición”.4

A partir de 1880 Buenos Aires fue abandonando claramente su perfil de ciudad peatonal y criolla. En 1884 Lucio V. López publicó La gran aldea, libro que escribió pensando en dos ciudades paralelas aunque no simultáneas: la Buenos Aires todavía colonial de 1860 y la de 1880, en cuyo desmesurado crecimiento se mezclaban orígenes, lenguas y culturas. En 1899, Eduardo Wilde publica Prometeo y Cia, con estampas y crónicas de donde emergen imágenes de una ciudad cambiante que el autor recorre con escepticismo. Y en lo que refiere en particular a la mezcla de lenguas, Ernesto Quesada insertó su crítica en los debates centrales para la década de los ’90 sobre la identidad de la lengua y, por ende, del argentino frente a la llegada las masas inmigrantes.5 Para Quesada la lengua considerada “nacional” era la de la gente culta y la de los escritores (no las “jergas” o la de los extranjeros) y reflexionaba cómo hacer de la lengua española, heredada, una propia. Pero sucedía que durante el siglo XIX la inmigración italiana a Sudamérica había superado a la destinada a Norteamérica, y ésta empezaría a dejar su marca en la lengua. A su vez Italia fue el país que aportó, en números incomparables con respecto a los de otros países latinoamericanos, mayor cantidad de inmigrantes a la Argentina. Uno de estos inmigrantes italianos es el padre de Genaro, el personaje principal de la novela En la sangre (1886), de Eugenio Cambaceres. Este relato, basado en las nociones de darwinismo social prevalecientes en el fin de siglo, nos muestra al inmigrante como aquel que ocupara la posición de lo peor de la sociedad. El inmigrante es visto allí efectivamente como el deshecho social de donde sale Genaro, hijo de inmigrantes que odia a las élites liberales y que, de acuerdo con David Viñas, reaparecerá más adelante en Mustafá y en Giacomo, de Armando Discépolo.6 Su primer desprecio es hacia la institución liberal por excelencia: ¿Para qué la escuela? La universidad aparece custodiada por un gallego ignorante y Genaro, nacido de un napolitano degradado y ruin, se enfrenta a las eternas leyes de la sangre, transmitidas de padre a hijo. Pero él “no había nacido en Calabria sino en Buenos Aires, quería ser criollo, generoso y desprendido como los otros hijos de la tierra”. Así, intenta encontrar un consuelo en el vituperio al criollo y al español:
¿Quiénes habían sido su casta, sus abuelos? Gauchos brutos, baguales criados con la pata en el suelo, bastardos de india con olor a potro y de gallego con olor a mugre, aventureros, advenedizos, perdularios, sin Dios ni ley, oficio ni beneficio, de esos que mandaba la España por barcadas, que arrojaba por montones a la cloaca de sus colonias; mercachifles de sus padres…El era hijo de dos miserables gringos, pero habían sido casados sus padres, era hijo legítimo él, había sido honrada su madre, no era hijo de puta por lo menos”.7
Y el odio y el desprecio lo llevan a endeudarse, a perder la fortuna de su mujer, hija de criollos, a quien termina amenazando con la muerte: “…te he de matar un día de estos, si te descuidas!”.8
En Irresponsable (1889), libro que ya hemos mencionado de Manuel Podestá, encontramos la posición inversa: aquí los inmigrantes son vistos como dadores de vida y los “malos de la película” son los criollos. El autor era el hijo profesional de un inmigrante que construyó como héroe a un judío errante de la universidad. Los inmigrantes son pintados aquí como “seres sin rumbo”, “rondando por las calles como pájaros sin nido”, “parias” que llegan a una ciudad cosmopolita que todo lo improvisa, en donde todos hacen fortuna sin gran esfuerzo. Con la marca judaica, los inmigrantes son aquí la caravana en busca de una tierra de promisión.

Mientras tanto y en paralelo a estos procesos, entre algunos miembros privilegiados de la generación del 80 se destacará la figura del escritor dandy, con su estilo característico pletórico en digresiones, que encontrará un molde apropiado en las charlas literarias o causeries, como las llama Mansilla. Entre los escritores “charlistas” se destacan también Eduardo Wilde y Miguel Cané. En todos ellos, son sus relatos de viajes literaturas clave: Una excursión a los indios ranqueles (1870) de Mansilla, Viajes y observaciones (1892) de Wilde y En viaje (1884) de Cané. La charla distinguida y refinada se definía por la moderación, actitud esperable en las conductas decimonónicas consideradas apropiadas.9 La conversación en los salones era así una escuela de las llamadas conductas civilizadas. De Lucio Victorio Mansilla, causeur paradigmático de su generación, es importante Entre nos. Causeries del jueves (1889-1890), sus charlas, editadas por él mismo y que surgen en el marco de las actividades del salón de su hermana Eduarda en Buenos Aires. Sus relatos abundan en anécdotas de la vida privada de hombres públicos que conocía y frecuentaba. Cultiva a los concurrentes con su palabra ingeniosa y su apostura enhebrando recuerdos, anécdotas, opiniones, construyendo una figura singular con el aura de la elite liberal. La fórmula coloquial que da título a la obra remite a un público de pares demarcado por personajes ilustres capaces de captar guiños, sobreentendidos e ironías y comprender las citas en francés. Pero otros textos eran los que narraban la ciudad y lo que sucedía en ella. Buenos Aires desde setenta años atrás (1881) de José Antonio Wilde, Memorias de un viejo (1889) de Víctor Gálvez10 y Las beldades de mi tiempo (1891) de Santiago Calzadilla, construyen una imagen nostálgica de la ciudad aldeana de la que fueron testigos, y recordaban entonces desde su reciente modernidad.

El mundo intelectual de esos años, en un clima general de confianza en el “progreso”, privilegió los “hechos” y la búsqueda de leyes objetivas de la sociedad, según las teorías de Comte y Spencer. Orientó el estudio de esa sociedad y de sus representaciones atendiendo a la psicología de masas y al positivismo social, con una preocupación por homogeneizar la población acrecentada numéricamente por la inmigración. A su vez, y sin estar esto desligado de lo antedicho, se dará una creciente relevancia a la cuestión “moral” vinculada con los “efectos no deseados” del proyecto de modernización de la generación del ’80. La preocupación moral no estaba ligada solamente a la cuestión inmigratoria: eran evidentes el fraude electoral así como la búsqueda de un rápido enriquecimiento a través de la especulación financiera por sectores importantes de la clase política gobernante. Será en las obras de Agustín Álvarez, Carlos O. Bunge y, sobre todo, de José Ingenieros, que se podrán apreciar las reflexiones más destacadas al respecto, habiendo sido Agustín Álvarez el precursor de esta orientación moralista.11 En Nuestra América (1903), Carlos O. Bunge describe la pereza, la tristeza y la arrogancia, que suponía derivadas de las sociedades indígenas, negras y españolas, como enfermedades de la política hispanoamericana. En El hombre mediocre (1913), Ingenieros distingue al “idealista”, rebelde e inadaptado, del “hombre mediocre”, simulador y fácilmente domesticable, y en Hacia una moral sin dogmas (1917) llevará al primero hacia una ética solidaria.

Ingenieros mismo era uno de esos extranjeros que habían llegado a la Argentina. Y en los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo XX, en la prensa, en el congreso, en las obras literarias pero también en la calle, se discutían los cambios que la inmigración provocaba. Había plena conciencia de la importancia de las transformaciones culturales que se estaban produciendo. Para algunos, como Miguel Cané, devastadoras para el país, llegando a decir que miles de “criminales” y “locos” estaban llegando a la Argentina destinados a llenar nuestras prisiones o a ser un lento veneno para nuestra sociedad. Imágenes estereotipadas de inmigrantes criminales comienzan a aparecer en muchos artículos publicados en los Archivos de Psiquiatría y Criminología, donde los sociólogos acompañaban a los escritores en la calificación vituperiosa.

Miguel Cané fue una figura central en este proceso. Desde el Senado y en sus escritos propugnaba la prohibición de la entrada a los inmigrantes indeseables y la expulsión de los que ya se hallaban en el país. Sostenía que la preservación nacional debía estar por encima de las políticas liberales de inmigración. De allí que introdujera en el Senado el Proyecto de Ley de Expulsión de Extranjeros el 8 de junio de 1899. En su momento el proyecto chocó con la fuerte malla de una tradición de medio siglo que postergó su promulgación, aunque por unos pocos años.

Entre los sociólogos que empezaban a afirmar que los argentinos eran superiores a los inmigrantes -que incluso en ciertas nacionalidades heredarían tendencias fuertes al crimen- se hallaba Juan Bialet Massé, quien en su Informe sobre el estado de la clase obrera en la Argentina (1902) defendía el trabajo criollo por sobre el extranjero luego de un viaje promovido por el gobierno a través de todo el país.

Pero la posición de los inmigrantes no era sólo la del desecho y el mal. El problema era que el desecho y el mal ya comenzaban a ser la mayoría. Entonces, en la visión del nacionalismo, estábamos frente a un proceso que parecía irreversible, en un país lleno de inmigrantes cargados de virus en la sangre, un “cuerpo social” envenenado, enfermo, que hacía peligroso vivir en él. Había que huir al menos de las ciudades, núcleos de la modernización y la inmigración masiva: ese sería el fin de la ciudad liberal.

La posición del inmigrante se cruzará entonces con la del delincuente y con la del simulador. El mismo José Ingenieros, uno de los primeros inmigrantes triunfadores, entenderá a esos simuladores. Simuladores y delincuentes que podrían, como el chacarero de Laucha o el pulpero de Juan Moreira, no pagarle al trabajador honesto lo adeudado. En el caso de El casamiento de Laucha (1906), de Roberto Payró, escuchamos al personaje central decir: “Le cobré dos jornales al chacarero (…) que me raboneó unos cuantos centavos como buen gringo”. Aquí el inmigrante también es un paria que “andaba como bola sin manija” (en el caso del pulpero gallego que se había acriollado), o es el vivo que viene a “hacerse la América”, como el cura. Y Laucha tira todo lo ganado con el trabajo, arruina la pulpería, “pero también, ¡qué farra!”.

Roberto Payró que había defendido tanto la inmigración, llega en 1909, en sus Crónicas, a rever esa posición, sosteniendo que como resultado de la llegada masiva de extranjeros ahora “todo es anárquico, indeciso, nebuloso, inseguro”. En la revista Caras y Caretas del 12 de junio de ese mismo año, en un artículo titulado “Inmigración peligrosa”, se funde a los inmigrantes con los anarquistas, hablando de éstos como aventureros “cambiantes y sin principios”, que sólo buscan “crear problemas donde sea”.

En 1911 se suspende la inmigración italiana por un plazo de catorce meses. Y es que Italia no quería aceptar la orden argentina de inspección sanitaria a los barcos que desde allí llegaban. La generosidad para con el inmigrante perdía su desinterés -si alguna vez lo tuvo. En los Estados Unidos los periodistas, intelectuales y políticos veían también a la inmigración como el origen de los problemas sociales urbanos.

En síntesis, entre 1880 y 1920 el país cambiaba a un ritmo vertiginoso. El poder político comenzaba a pasar de una elite a una clase media que se estaba configurando en parte gracias a la integración de esos inmigrantes. En ese contexto aparecen los poetas modernistas, liderados por Rubén Darío. Sin embargo, el más descollante para la Argentina fue Leopoldo Lugones, quien dictará las famosas conferencias de 1913 en el teatro Odeón (reunidas en 1916 luego bajo el título de El payador) en las que canonizará al Martín Fierro “para proveer al país de una épica propia como tiene cualquier nación civilizada”.

Que la figura del gaucho se convirtiera en los primeros años del siglo XX en el símbolo de la tradición nacional -cuando hasta entonces había sido una representación emblemática de la resistencia a la autoridad y de la barbarie criolla- favoreció que los humildes orígenes de importantes franjas de la alta sociedad pudieran enaltecerse: tener orígenes “gauchos” dejaba entonces de ser signo de una ascendencia rudimentaria para reflejar una íntima vinculación con las raíces de la nación.12 Las prédicas nacionalistas, tanto ésta de Lugones cuanto la de Ricardo Rojas, buscaron en la construcción de la historia cultural y literaria argentinas oponerse al europeísmo e instalar los rasgos de una tradición propia.

Pocos años antes, del otro lado de la tradición cultural, en 1905 los hermanos Podestá habían llevado al escenario del Teatro Rivadavia Marco Severi, un drama de Payró, en el que se oponía a las ideas xenófobas de los hombres de su generación. En ella atacaba la ley de extradición y residencia de los extranjeros en el país. Marco Severi es la historia de un inmigrante que ha cometido un delito en su tierra de origen pero que lleva una vida honesta en la Argentina. Y un año antes, cuando Gregorio de Laferrère ponía en escena ¡Jettatore! y Roberto J. Payró, Sobre las ruinas, Florencio Sánchez estrenaba La gringa, que postulará la síntesis final armoniosa entre el gringo y el criollo que se enfrentan en el campo: sus hijos se unen en matrimonio. Las mezclas de lenguas, el habla argentina alejada de la norma castiza y los conflictos locales provocados por la miseria económica y la corrupción política son ingredientes favoritos de las compañías teatrales y del público. Florencio Sánchez lo entiende y sigue satisfaciendo esa demanda en sus obras.

El sainete criollo será producto de esto con su costumbrismo y el conventillo como lugar de encuentro, de cruce de extranjeros y compadres, donde se condensan hábitos caricaturizados y jergas, no sin humor. En el sainete festivo Tu cuna fue un conventillo (1920), de Alberto Vacarezza, por ejemplo, el público se ríe “con” los personajes que logran superar problemas sociales o amorosos en el patio del conventillo, verdadero “crisol de razas”.13

Vemos entonces como los inmigrantes como comunidades bilingües trazan fronteras y provocan un debate alrededor de las inclusiones/exclusiones en la sociedad. Del gran optimismo de 1853 se fue pasando, a principios de siglo, al pesimismo y a las crisis de 1919 y 1929/30.14 El inmigrante que había ocupado el lugar del ideal en el Facundo en 1845, la figura del “convocado” en la Constitución de 1853, el niño mimado de la generación del 80, poco a poco se convirtió en el “feo e inquietante advenedizo” de Las multitudes argentinas de José María Ramos Mejía, el “peligro embozado” de la Ley de Residencia de 1902, y el violento y execrable anarquista de 1919.

Hay otro personaje central en estos años que no hemos aún incluido en este relato. Se trata de Eduardo L. Holmberg, prototipo del hombre de la generación del ’80 que no solo se encargo de propagar el darwinismo, el positivismo y los adelantos de la ciencia en el país, sino que además fue precursor de los géneros fantástico, policial y la ciencia ficción en nuestra literatura.15 En su Viaje Maravilloso del Señor Nic-Nac (1875) la figura del inmigrante nos llega acompañada de una “contrafigura”: la del criollo o “tipo nacional” que se muestra “absorbido, devorado por el torbellino de un cosmopolitismo inexplicable”. Si bien la disminución del lugar de la figura de lo nacional ante el peso de la inmigración será un tópico muy frecuentado a partir de 1880, ya constituía el marco de la conversación entre Seele y Nic-Nac en la segunda parte de la novela.

De cualquier manera, el personaje por excelencia que caracterizará la figura de lo nacional por estos años será el Juan Moreira (1879-1880) de Eduardo Gutiérrez, el gaucho que lleva consigo el anatema de ser el hijo del país, aquel al que le cuesta conseguir trabajo porque en la estancia prefieren el del extranjero; que mata a un inmigrante por más que no valga la pena, por más que tenga que huir del pago. Porque no hay pacto posible con su contrafigura, este era un hombre de negocios y Moreira dice no tener “cuero para negocio”.16

El conflicto entre criollos e inmigrantes encontrará una solución literaria en la ya citada La gringa (1904), de Florencio Sánchez, en donde como dijimos aquel se supera mediante la fusión de las razas que se han necesitado mutuamente, tal como Carolina también le decía a Laucha en la novela de Payró: “Lo que yo necesitaba era un ‘coven’ como usté”.

En el año 1909 Ricardo Rojas publicará La restauración nacionalista, texto que articuló la más aguerrida polémica, aparecido meses antes del del primer Centenario. En este libro, Rojas alerta acerca de los peligros que supone atraviesan la familia, la lengua y todo el país debido al cosmopolitismo imperante, proclamando: “No sigamos tentando a la muerte con nuestro cosmopolitismo sin historia y nuestra escuela sin patria”.17 El 17 de noviembre de ese mismo año, en el funeral de Ramón Falcón, jefe de policía asesinado por los anarquistas, una serie de ciudadanos distinguidos habla en contra de los inmigrantes concluyendo que “el cosmopolitismo de nuestras leyes nos ha llevado al borde de la desorganización social”.18 Los nacionalistas sostendrán también que la inmigración destruye el carácter argentino y el patriotismo, despotricando contra la música extranjera y el tango, visto como “música repugnante, híbrida, desafortunada” y “símbolo lamentable de nuestra desnacionalización”. Gálvez, Rojas y Lugones fueron algunos de los principales abanderados de la contrafigura gaucha, criolla, tradicional, para enfrentar al cosmopolitismo y la inmigración. Y José Ingenieros acotaría a este debate en Sociología Argentina (1913) con una ironía: los hijos de los extranjeros casi siempre se vuelven patriotas. La figura se vuelve contrafigura. El escenario del festejo del Centenario se vistió para la ocasión de paisanos, domas, yerras, pero los uniformes prusianos y el público integrado por familias inmigrantes insinuaban que los aires autóctonos eran solo un decorado ofrecido a las delegaciones extranjeras en medio de una etnografía y arquitectura marcadamente europeas.

Una obra interesante a este respecto escrita en el año del Centenario es Los gauchos judíos, de Alberto Gerchunoff, testimonio de un proceso por el que un extranjero opta por ser ciudadano argentino. El autor es así vocero de una experiencia que constituye una de las características de la construcción de la nación argentina desde la década del ’80: la mezcla de razas y culturas en un país en que se necesitaba poblar el espacio para poder gobernar, como bien había visto años antes Juan Bautista Alberdi.

La cuestión nacional había llevado a la mesa de discusión sobre la identidad la figura del gaucho, ahora cargada con valores positivos y presentada como una respuesta a la inmigración pero, por otro lado, aparecía con igual fuerza el extranjero. De un lado el conflicto hace pensar a nacionalistas como Lugones, Rojas, Manuel Gálvez y Joaquín V. González y del otro a algunos hijos de inmigrantes que, en la Facultad de Filosofía y Letras y en revistas como Nosotros, ven con beneplácito la incorporación del componente foráneo a la formación del ser nacional. Entre estos se encuentran los ya menciondos Gerchunoff, Payró, el italiano Roberto Giusti, Rafael Arieta y Arturo Marasso, defensores del cosmopolitismo, la convivencia de dialectos y el socialismo. No buscan el pasado ni la reivindicación “voluntarista” del indígena o del gaucho sino el futuro de la mano de la inmigración.19

Del lado nacionalista, el proyecto para inventar la identidad del país iniciado por J. V. González con La tradición nacional (1891) se completa con otros dos libros: El juicio del siglo (1910) y Mis montañas (1923). El escritor advierte en ellos sobre la necesidad de reflexionar con seriedad acerca de las leyes que deben orientar el progreso de la sociedad argentina, teniendo en cuenta la ola inmigratoria, la inminencia de los movimientos de masas, las relaciones entre nuevas clases y la apertura económica hacia el mundo.



Hasta entonces muchos argentinos ignoraban la literatura gauchesca. Y es que el gaucho era desdeñado como obstáculo a la civilización. Pero con el rebrote tradicionalista y nacionalista, los gauchos se embellecen y los gringos se afean, se vuelven grotescos por su muchas veces fracasada avidez, generando un nuevo conflicto ya mencionado en este juego de figuras y contrafiguras: padres inmigrantes e hijos criollos.

Resumiendo, cuando aparece la inmigración, aparecen los rebrotes nacionalistas. Este juego está en el centro del proceso de modernización que se constituye, primero, dejando a los gauchos de lado, y luego excluyendo a los mismos inmigrantes en la recuperación (sólo simbólica) de los primeros.
El refinamiento cultural cosmopolita seguirá siendo después de 1920 una marca indeleble de identidad, pero ahora entroncado con una revaloración del acervo criollo, impensable en las últimas décadas del siglo XIX. En alguna medida esta fusión también la condensó en la literatura el Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Guiraldes, cuyo personaje –a diferencia de lo que ocurriera en el Martín Fierro-va a convivir mansamente con él sin preocuparle mayormente su existencia.

Las mezclas marcaron entonces estas décadas: momento de experimentación en laboratorios como el que vimos en El hombre artificial y probetas que harán que se mezclen muchas cosas: la sangre, el lenguaje, las naciones y finalmente las clases para crear lo que Ramos Mejía llamará el “guarango” en Las multitudes argentinas (1899).20

En la ya citada La gringa, de Florencio Sánchez, los hijos de Nicola se han acriollado, los inmigrantes ceden ante la casi fatalidad de la exogamia en tierra extraña. El final optimista -”De allí va a salir la raza fuerte del porvenir”- humaniza a ambas partes que se comprenden en la fusión. Y en el también ya mencionado El casamiento de Laucha se habla napolitano, gauchesco, culto, la lengua de la provincia, todas las lenguas en un relato que a su vez es mezcla derivada de dos géneros: la gauchesca y la picaresca. Laucha, sujeto de clase media criolla, pícaro, sabe leer y escribir y hace una alianza con los dos inmigrantes, Carolina y el cura. Con ambos falsifica. Simulador, quiere llegar a la capital y usa cualquier medio. Cuando habla con el pulpero español se mezclan sus vidas, como se mezclará por esos años también la música para dar lugar al tango.

La pasión por el enriquecimiento ligada a la posición de una doble identidad europea-americana está en la historia de nuestra literatura latinoamericana desde la conquista, con Garcilaso, hasta el inmigrante italiano que no sólo se desdobla en su nacionalidad sino aún en su profesión: el maestro de escuela lleva también las cuentas de diversas casas de negocios; el zapatero vende billetes de lotería; el tipista tiene una sastrería; el almacenero vende de todo; artes y comercios se combinan en los inmigrantes que pueden ser varias cosas al mismo tiempo, siempre confiando en esa dimensión utópica de América.

Identidades dobles entonces pueblan el período; el personaje de Marco Severy siendo criminal en Italia y hombre honesto en la Argentina, como tantos “convertidos” en la historia de los viajes de Europa a América, o como se observa la novela autobiográfica Las dos patrias (1906), de Godofredo Daireaux. En todos ellos encontramos un deseo del inmigrante por sobresalir, rastreable desde las crónicas y narraciones de la Conquista hasta José Ingenieros, inmigrante exitoso pero también simulador que se cambia el nombre para ascender y constituye el nuevo gran argentino que todos soñaban ser. Todos parecen querer triunfar, volverse famosos o ricos, lo que redundaba en la multiplicación de las identidades, incluso laborales. De allí que sea tan difícil decir qué somos los argentinos. Quizás eso: un deseo.


1 Ver al respecto Losada, Leandro. La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Époque. Buenos
Aires, Siglo XXI, 2008.
2 Ver Ramos Mejía, José M. Rosas y su tiempo. Buenos Aires: Emecé, 2001 y Juan Agustín García, La ciudad indiana. Buenos Aires: Hyspamérica, 1986.
3 Daireaux, E. “Aristocracia de antaño”, citado por Losada, Leandro (2008:336)
4 Arlt, Roberto. Los siete locos. Los lanzallamas. San José: Universidad de Costa Rica, 2000, p. 440

5 Ver Quesada, Ernesto. El problema del idioma nacional, Buenos Aires: Revista Nacional Casa Editora 1900.
6 Consultar al respecto Viñas David. Grotesco, inmigración y fracaso: Armando Discépolo. Buenos Aires: Corregidor, 1973.
7 Cambaceres, Eugenio. En la sangre. Buenos Aires: Ediciones Colihue, 2008, p. 108. Se advierte en esta definición el sesgo peyorativo que recubría a los orígenes gauchos en los años 1880. Apuntes similares se encuentran en las Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, de R. Payró, publicadas en 1910.
8 Cambaceres, op. Cit. p. 154
9 Ver al respecto Elías, Norbert, El proceso de la civilización. México: FCE, 1988 y Sennett, Richard, El declive del hombre público. Barcelona: Anagrama, 2011.
10 Seudónimo de Vicente Quesada.
11 En South America (1894), ¿Adónde vamos? (1904) y La creación del mundo moral (1912)
12 Ver al respecto Losada, Op. Cit.
13 De aquí luego saldrá el grotesco -previo paso por el sainete criollo- con El organito (1925), combinándose con la picaresca en Armando Discépolo. Sostiene David Viñas al respecto “en el grotesco-pícaro de Armando Discépolo se resumen las figuras de la ciudad liberal, y si hasta aquí se repetía a Cambaceres, quizás a Payró o a Fray Mocho, a lo del coetáneo Arlt, con este ‘manicomio’ donde el arrinconamiento y la penumbra como totalidad predominan, la escenografía moral es lo que materializa el deterioro. Del optimismo previo a 1919 se había pasado al pesimismo cauteloso, al escepticismo; pero ahora se bordea el cinismo: al mal no se lo conjura ni se lo justifica, se lo asume y también se lo ‘interioriza’“ (Viñas:1973). Si bien conserva los clisés del sainete -amor contrariado, simulación, celos, tensiones entre los extranjeros y los nacidos en el país- en el grotesco criollo aparecerán novedades como el escudriñar sobre las relaciones humanas, el pesimismo de los hombres y la hipocresía.
14 Viñas sostiene que entonces quedaban siete alternativas para el “indigno” inmigrante: inventar, robar, prostituirse (prostitutas, mantenidas, proxenetas, delatores o sirvientes), enloquecerse (“o sumergirse en toda la gama de la imbecilidad”), suicidarse, huir (“concretamente con la variante espiritual de entrar a un convento”) o desquitarse del viejo inmigrante, de los padres (Viñas olvida la variante del ejército). Pero la figura del inmigrante sólo puede ser leída como figura del fracaso si se la lee con candor. No se trata de invertir el lugar del mal. Si bien el “mal” no eran los inmigrantes tampoco estaba éste por fuera de la constitución de sus subjetividades en el proceso de modernización.
15 Holmberg fue un precursor en la Argentina de lo que C. P. Snow recién a mediados del siglo XX bautizaría como “tercera cultura”, que afirmaba la ventaja de ser científico y literato ya que creía que eran dos maneras de mirar el mundo no opuestas sino complementarias. Fue asimismo uno de los fundadores de la Revista Literaria (1879), órgano del Círculo Científico Literario, publicación que agrupaba a hombres de ciencia con escritores.
16 Gutierrez, Eduardo. Juan Moreira. Barcelona: Red Ediciones, 2012, p. 207.
17 Rojas, Ricardo. La restauración nacionalista. Bs. As.: Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, 1909, p. 347-8.
18 La Nación, Bs. As., 17-11-09
19 En 1911 Giusti edita Nuestros poetas jóvenes. Revista crítica del actual movimiento poético argentino, donde fundamentalmente se despacha contra Rojas, especialmente respecto de La restauración nacionalista, sosteniendo que son los extranjeros quienes harán la historia.

20 En cuanto a la mezcla de idiomas, un artículo publicado en Caras y Caretas en 1900 titulado “Modificaciones al idioma” sostenía que la confusión de la torre de Babel no es “nada comparado con lo que está pasando en nuestro idioma”. Y de nuevo Cané en “La cuestión del idioma” (La Nación, 5-10-1900), afirmaba que ninguna gran literatura podía salir de la devastación del lenguaje.

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