(Publicado en la edición del 4 de agosto de 2018 en el Diario Clarín)
En
ciertas corrientes feministas se afianza una asociación entre amor
romántico y violencia como si hubiera una relación intrínseca
entre uno y otro, como si aquel consistiera solamente en un mito o
fuera intrínsicamente dañino, confundiendo a este último con
algunas posibilidades o “patologías” del mismo. Pero bastante
antes del romanticismo, ya
podemos encontrar esa asociación en la
ira inaugural de Aquiles que es también pasión, tal como mostró
Ivonne Bordelois: ciegos
de ira, ciegos de amor, entusiasmados,
lo enérgico, lo sagrado, lo colérico y lo erótico se anudan.
No
hay amor que no sea, al menos en parte, romántico, ya que es
producto del idealismo y la imaginación. La
tradición romántica está ligada a cierto heroísmo y al sueño, y
entonces amar
puede significar buscar lo inalcanzable, una fantasía, una
alucinación. Pero no hay que abandonar la irrealidad para dominar la
realidad, eso es propio de un mundo extraño a los ideales y a los
valores.
El romanticismo
fue una manera de sentir que buscaba la difuminación de fronteras
entre el arte y la vida. Por ello ciertas locuras románticas pueden
acarrear consigo algo muy noble. Y la misma riqueza del amor parte de
la posibilidad de una lectura romántica del mismo, de la tensión
entre romance y realidad, así como el alejamiento de la realidad
puede ser producto también de una conciencia más aguda.
¿Qué
es el romanticismo sino un exceso de la voluntad liberada del
intelecto? Y una liberación que, si bien afecta la razón y el
conocimiento especulativo, no afecta el conocimiento intuitivo. El
ideal romántico simboliza a todos aquellos que han puesto sus sueños
por encima de sus posibilidades de realizarlos. Podemos elogiar o
vilipendiar tal conflictiva ética de la acción, pero no derrumbarla
puesto que derrumbaríamos una parte potencialmente muy preciosa y
poética de nuestra propia humanidad. Los desencantados del
romanticismo al intentar derrumbar el amor romántico también
realizan una abolición de lo trágico. Por otra parte, no es cierto
que no haya responsabilidad en el amor romántico. Hay una
responsabilidad romántica que, es cierto, solo atañe a la buena
voluntad, que necesita de gigantes a quienes combatir, lo cual puede
ser un absurdo pero nunca una indiferencia.
El
idealismo, se nos dirá y no sin razón, como la religión, suele ser
conquistador, combativo, agresivo, sin escrúpulos, carga con todo y
no le preocupa ni se detiene ante nada -de allí su potencial
violento y su potencial irresponsabilidad. Visiones y fe son el motor
de la religiosidad del héroe romántico. Es una cuestión
indemostrable, incontrastable, enunciada no sin vergüenza ante la
lectura resentida que no lo inhibe de ingenuidad y hasta de falsedad.
Entonces el amor romántico peca siempre por obstinación de espíritu
o de carácter, por distracción o por automatismo. En el fondo se
trata de una rigidez en el camino, sin escuchar a nadie. Ese es su
peligro, su potencial violento. Pero la frialdad y cálculo que suele
oponérsele es inherente al desencanto. La sensatez trata de
reconciliarnos con el mundo y con nosotros mismos. Nos vuelve
juiciosos. Y la realidad ofrece fundamentos tanto para huir romántica
y sanamente de ella como para un verosímil argumento del mal o la
locura que nos afectaría si caemos en el amor romántico.
Los
intentos de vivir poéticamente, de hacer arte de la vida, vuelven
indeterminables los límites entre lo imaginario y lo real.
Vivimos
tiempos de desengaño y sospecha y solo florecemos en medio de
aquellas maravillas, aunque sean simulacros, y nos marchitamos cuando
desenmascaramos el mundo y despertamos de nuestros sueños. Es cierto
que si la crítica se prestara ciegamente al encantamiento se pondría
en contra de su propia exigencia de verdad. Y que conocemos las
pasiones desenfrenadas, la violencia de ciertas relaciones, los
desiertos de ese amor. Pero critiquemos esas realizaciones del
romanticismo en sus pobrezas para dignificarlas y no para
eliminarlas. O acabaremos prohibiendo toda poesía. Se trata de un
dilema que arrastramos desde Platón. Sería bueno pensarlo con
entonces con el aliento que esa larga tradición merece.