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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

domingo, 15 de julio de 2018

¿Derrumbando el amor romántico?



(Publicado en la edición del 4 de agosto de 2018 en el Diario Clarín)

En ciertas corrientes feministas se afianza una asociación entre amor romántico y violencia como si hubiera una relación intrínseca entre uno y otro, como si aquel consistiera solamente en un mito o fuera intrínsicamente dañino, confundiendo a este último con algunas posibilidades o “patologías” del mismo. Pero bastante antes del romanticismo, ya podemos encontrar esa asociación en la ira inaugural de Aquiles que es también pasión, tal como mostró Ivonne Bordelois: ciegos de ira, ciegos de amor, entusiasmados, lo enérgico, lo sagrado, lo colérico y lo erótico se anudan.

No hay amor que no sea, al menos en parte, romántico, ya que es producto del idealismo y la imaginación. La tradición romántica está ligada a cierto heroísmo y al sueño, y entonces amar puede significar buscar lo inalcanzable, una fantasía, una alucinación. Pero no hay que abandonar la irrealidad para dominar la realidad, eso es propio de un mundo extraño a los ideales y a los valores.

El romanticismo fue una manera de sentir que buscaba la difuminación de fronteras entre el arte y la vida. Por ello ciertas locuras románticas pueden acarrear consigo algo muy noble. Y la misma riqueza del amor parte de la posibilidad de una lectura romántica del mismo, de la tensión entre romance y realidad, así como el alejamiento de la realidad puede ser producto también de una conciencia más aguda.

¿Qué es el romanticismo sino un exceso de la voluntad liberada del intelecto? Y una liberación que, si bien afecta la razón y el conocimiento especulativo, no afecta el conocimiento intuitivo. El ideal romántico simboliza a todos aquellos que han puesto sus sueños por encima de sus posibilidades de realizarlos. Podemos elogiar o vilipendiar tal conflictiva ética de la acción, pero no derrumbarla puesto que derrumbaríamos una parte potencialmente muy preciosa y poética de nuestra propia humanidad. Los desencantados del romanticismo al intentar derrumbar el amor romántico también realizan una abolición de lo trágico. Por otra parte, no es cierto que no haya responsabilidad en el amor romántico. Hay una responsabilidad romántica que, es cierto, solo atañe a la buena voluntad, que necesita de gigantes a quienes combatir, lo cual puede ser un absurdo pero nunca una indiferencia.

El idealismo, se nos dirá y no sin razón, como la religión, suele ser conquistador, combativo, agresivo, sin escrúpulos, carga con todo y no le preocupa ni se detiene ante nada -de allí su potencial violento y su potencial irresponsabilidad. Visiones y fe son el motor de la religiosidad del héroe romántico. Es una cuestión indemostrable, incontrastable, enunciada no sin vergüenza ante la lectura resentida que no lo inhibe de ingenuidad y hasta de falsedad. Entonces el amor romántico peca siempre por obstinación de espíritu o de carácter, por distracción o por automatismo. En el fondo se trata de una rigidez en el camino, sin escuchar a nadie. Ese es su peligro, su potencial violento. Pero la frialdad y cálculo que suele oponérsele es inherente al desencanto. La sensatez trata de reconciliarnos con el mundo y con nosotros mismos. Nos vuelve juiciosos. Y la realidad ofrece fundamentos tanto para huir romántica y sanamente de ella como para un verosímil argumento del mal o la locura que nos afectaría si caemos en el amor romántico.

Los intentos de vivir poéticamente, de hacer arte de la vida, vuelven indeterminables los límites entre lo imaginario y lo real. Vivimos tiempos de desengaño y sospecha y solo florecemos en medio de aquellas maravillas, aunque sean simulacros, y nos marchitamos cuando desenmascaramos el mundo y despertamos de nuestros sueños. Es cierto que si la crítica se prestara ciegamente al encantamiento se pondría en contra de su propia exigencia de verdad. Y que conocemos las pasiones desenfrenadas, la violencia de ciertas relaciones, los desiertos de ese amor. Pero critiquemos esas realizaciones del romanticismo en sus pobrezas para dignificarlas y no para eliminarlas. O acabaremos prohibiendo toda poesía. Se trata de un dilema que arrastramos desde Platón. Sería bueno pensarlo con entonces con el aliento que esa larga tradición merece.

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