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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

viernes, 23 de junio de 2023

El grotesco político, entre la parodia y la sátira

https://www.clarin.com/opinion/grotesco-politico-parodia-satira_0_A6AhrHwfOc.html?fbclid=IwAR19ZtvE-5qL2m0DRgs9KtGYRpAv6If16qPq13XqeQ1g0kg-t3so-oLEwkk



En la Argentina parecieran ser buenos los tiempos para el resurgimiento de una literatura de diatribas, invectivas y lenguajes vitriólicos. Idealmente podríamos ser peyorativos y despectivos en la mejor tradición moralista de un Martínez Estrada. Pero también caricaturescos a lo Pola Oloixarac, estelar retratista contemporánea, ridiculizando políticos, exagerando o distorsionando sus características más prominentes con algún elemento carnavalesco, apropiado en el ejercicio de la parodia o de la sátira.

 Pienso entonces en Rabelais ahora (maestro de Céline) pero también en Molière ridiculizando la hipocresía social en sus comedias. La invectiva es denunciatoria, exige la vituperación y ha sido usada por muchos escritores para expresar disgusto, desprecio e incluso odio o bronca (no hace falta insistir la importancia de esta emoción en nuestros días), a veces contra una clase o un grupo social (como hiciera Swift con la nobleza inglesa en sus “Viajes de Gulliver”), pero la tradición llega mucho más atrás hasta Arquíloco, las obras de Aristófanes y, sin dudas, a Juvenal, particularmente salvaje el muchacho. 

 Un quijotesco educador bien podría explicar todo esto e interesar a los alumnos en la sátira que censura, desprecia y ridiculiza las imbecilidades sociales. El escritor satírico es una especie de terapeuta espiritual en tiempos en que por momentos las palabras parecieran querer hallarse demasiado cercanas a una tradición horaciana, tolerante y cívica, que amablemente sentencia: “No comparto lo que decís”, aunque lo que se diga carezca del más absoluto sentido, coherencia y fundamentación. 

Porque sucede que esas palabras excesivamente respetuosas, enunciadas solamente por pura corrección política, pueden ser las de quienes ya no se consumen en su indignación y, más aún, han abandonado al otro a su suerte. 

¿Cuál es el punto en donde peligrosamente se juntan el necesario respeto por la opinión del otro y el absoluto desinterés y descuido por el destino del otro? ¿Debería ser toda opinión “respetable”? En tiempos de vejaciones cotidianas pareciera ser necesario e, incluso, socialmente reclamado, algún otro tipo de arrojo en el uso del lenguaje. 

 La tradición peyorativa de Swift y Voltaire, por ejemplo y al contrario, suponía que a la civilización se la cuidaba de otra manera en tiempos de pobreza, miseria y dolor, y no simplemente respetando en cualquier caso “la opinión del otro”, por más que se tratase de alguien a quien le parezca bien ingerir heces, tal como satirizaba uno de los personajes de Capusotto. 

Más allá de los ejemplos mencionados en esta nota, en nuestros tiempos esta tradición se volvió rara y muchas veces empobrecida, casi reducida a la mera caricatura o a un mero paso de comedia del ya fallecido Enrique Pinti. 

 Una vez más, el problema no es de izquierdas, centros o derechas en la Argentina. El problema es cultural y educativo y se manifiesta escandalosamente en la arrogancia, impunidad y descaro de una ignorancia que atraviesa todo el arco político. 

En una cultura en donde el temor y el cansancio reinan, hemos dejado el coraje lingüístico y cívico en manos de pícaros iletrados y, como consecuencia, la política y sus lenguajes, tan calculados, tan astutos, tan empobrecidos y desalmados, hace rato que ya no son lo que eran ni lo que debieran ser. Extrañamente, por nuestra propia ignorancia, a esto, que es mucho más peligroso, pareciera que no le tuvieramos miedo

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