En 1930 Leónidas Barletta publicaba una novela titulada Royal
Circo. En ella la amazona de la historia se acuesta con el director del
circo y el equilibrista, para no caerse, entrega a su pareja: "Yo no tengo
la culpa de que ella tenga que venderse para vivir", afirmaría. En esos
años en la Argentina se definían aspectos muy importantes de lo que sería
nuestra identidad cultural en los tiempos por venir.
Hace poco
tiempo en una conocida e importante escena política se utilizó el término
“fullero”, revivida palabra de nuestro lunfardo que, según la Real Academia
Española, remite a la “trampa y engaño que se comete en el juego” o a la
“astucia, cautela y arte con que se pretende engañar”, pero que en este caso
creaba una honra en la escena política como la que significa ser candidato a
presidente de un país.
La política
misma se ha vuelto en realidad un lugar donde no escasean fulleros y fullerías
que, como en la tradición picaresca, buscan adquirir una honra. La honra es la
protección de un linaje, una propiedad, un poder, según bien lo veía Hegel. Es
el pretexto del dinero hecho agua, vapor, yate, jet privado, tarjeta. Es la
escenografía del interés disfrazado de sociabilidad y compromiso. Teléfono
celular y redes mediante, la delación, la traición o el resentimiento de una
disputa fálica y primitiva, o varias de esas cosas a la vez, tal vez se pongan
en juego a la hora de tender las sábanas (prefiero esta metáfora a la vulgar
expresión “hacer la cama”) y vislumbramos con un flash las vísceras de nuestra
clase política en escenas desbordantes de una bioestética vulgaridad. Ahora
bien, lo importante para estos cuerpos sitiados es tener influencias, lectores
aviesos de la fuerza y la seducción, lagartos orgiásticos que con demasiada
frecuencia (pero no siempre) saben desembarazarse.
Más allá de
la necesidad social de poseer víctimas para devorar que calmen nuestro viejo
pero actualizado y justificado rencor tanguero, la mirada sobre estos hechos al
menos reduce imaginariamente en el otro el anhelo de no temer ningún
inquisidor, nadie que pregunte... ¿viste? Y eso es lo único que incomoda: estos
otros. No la servidumbre de un cuerpo-depósito sino los jirones de una
abofeteada voluntad. Mientras tanto, todo esto facilita aún más el surgimiento
de risueños candidatos que representan el retorno de fuerzas reprimidas
culturalmente por décadas y entonces, como reza otro tango, “te ríes corazón,
dan ganas de balearse en un rincón”.
En el primer debate presidencial,
en el que la palabra Argentina fue una de las más utilizadas por los
candidatos, pensé en Jorge Luis Borges y en Roberto Arlt, protagonistas
privilegiados de una vieja grieta en el mundo de la cultura. Entonces recordé
que alguna vez Borges se refirió a la política como “una frivolidad peligrosa”
y que no debíamos limitarnos a lo argentino para ser argentinos porque “o ser
argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser
argentino es una mera afectación, una máscara” y, al menos también en las
formas dominantes de la vida política, podríamos decir que tal vez también “una
frivolidad peligrosa”. Especialmente cuando “las ciudades, como las
prostitutas”, me recordaba Arlt desde los tiempos de Royal Circo, “están enamoradas de sus rufianes y sus
bandidos”.