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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

domingo, 14 de febrero de 2016

Contra todos los males del mundo

Siempre tuve cara de adulto cuando era niño. Ahora que ya no soy niño tengo cara de niño. Soñaba con ir en cohete a Venus y, tal vez por eso, dormía poco. Mi mundo siempre fue de viajes y fábulas. A los tres años cantaba “El corralero” y a los cuatro ya leía las revistas de la peluquería de mi madre.
Me gustaba más jugar solo que con los chicos de la cuadra. Mi primera pelea fue con uno de ellos que cazaba pajaritos con una hondera. Allí conocí la crueldad real, con la que podía enfrentarme. El miedo estaba reservado al “cuco” y al “hombre de la bolsa”, temibles personajes imaginarios.
A los seis años fui enviado a un conservatorio para estudiar guitarra. La primera canción que aprendí fue un tango: “Sus ojos se cerraron”, de Gardel y Le Pera, que escuchaba en versión de Julio Sosa en el Winco de casa y repetido a capella por mi padre. Luego vino “Adiós muchachos”. Allí fui todas las semanas hasta que cumplí doce años. Si bien tengo la sensación de que todo lo que sé de música lo aprendí solo después de los veinte años, esa percepción es engañosa. No hubiera podido aprender todo lo que aprendí después de los veinte años si no hubiera tenido esa base del conservatorio. Mucho tiempo después (a los veinte, justamente), me le declaré a una chica en mi propio cumpleaños cantándole una canción de Piero: “Uno, te quiero y son dos, somos tres y por qué…”, estrategia que solo podía conducir al fracaso.
En la escuela primaria estaba entre los últimos de la fila, luego me fui quedando hasta estar por la mitad de la misma a fines del colegio secundario. Porque hacíamos fila, ¿te acordás? Hubo un día en que no hice fila: me atropelló un coche, bajo la lluvia, al ir a la escuela semidormido. Me levantó y volé literalmente. Quedé paralizado al aterrizar. Llamaron a la ambulancia y tardé un par de días en recuperar los movimientos: estaba duro por el estrés del golpe, no tenía lesión alguna pero mi cuerpo se había vuelto tieso, como una momia: una especie de contractura muscular total debido al miedo: porque fue un segundo, mientras estaba en el aire, en que sentí que me moría. Segundo en el que, como reza buena parte de la literatura apropiada a esos momentos , te pasa toda la vida como una película frente a tus ojos. Pues así efectivamente me ocurrió. No era una vida muy larga aún, pero la vi enterita.
En cuanto a mis lecturas, ya me habían cautivado “Cinco Patas”, “Mi amigo el pespir”. “Vívora Verde” y “El misterio del reloj chillón” en la escuela primaria, oscilando entre el mundo de las fábulas y los relatos de enigmas y misterios. No me parece casual hoy entonces que tanto me atraparan varios años más tarde Borges y Monterroso. De alguna manera seguía maravillándome como un niño. El primer cuento que leí de Borges fue “El muerto”, la osadía de Benjamín Otálora. Allí aprendí que uno perfectamente puede no saber lo que sucede. Justamente cuando más cree ser dueño de lo que sucede. Recuerdo cómo me sacudió el final que memoricé desde entonces “Suárez, casi con desdén, hace fuego”. En ese desdén había mucho para aprender, intuía a los dieciséis.
Recuerdo ahora también la varicela que escondí a los ojos de mi madre, para poder jugar una semifinal importantísima de un torneo de tenis. Porque si se enteraba no me hubiera dejado entrar a la cancha. Fui solo -y sin avisarle- al médico el día anterior al partido: me diagnosticó varicela y me ordenó reposo. Le dije que tenía un partido impostergable, me miró severamente y ordenó: “Vos no podés jugar”. No le hice caso y, como era invierno, nadie sospechó que vistiera una remera de mangas largas y un pantalón buzo. Así no se verían las manchas en el cuerpo. Por suerte no había salido aún casi ninguna en el rostro. Ese día le gané a quien siempre me ganaba. Pero ya en el segundo set vomité un par de veces en los cambios de lado. A pesar de que querían que abandonase yo no podía perder ese partido. Y al terminarlo me tomaron la temperatura: 40 grados. Mi vieja no sabía si felicitarme por el partido o matarme cuando le conté la verdad.
Me peleaba mucho entonces, porque no soportaba las injusticias. Y practicaba con la mano izquierda para poder tener tanta fuerza como con la derecha. A tal punto que terminé pegando más fuerte con esta última. Una vez me asusté porque dejé inconsciente a otro chico del golpe. Tardó bastante en reaccionar y sus guardaespaldas (porque yo lo había citado en la esquina, como correspondía, y el cobarde se vino con otros dos) se asustaron al ver que su amigo no respondía y trataban de reanimarlo. Me había avergonzado frente a la chica que me gustaba y yo no podía dejarlo pasar.
Nunca me hice “la rata” de la escuela. Una vez, como terminaba el secundario y no me la había hecho nunca, llamé a mi madre desde un teléfono público para avisarle que la haría. “Mamá, me puedo hacer la rata?”, le pregunté. Estaba en quinto año y sentía que tenía que hacerlo al menos una vez. Pero si le avisaba a mi madre que no entraría a la escuela ya no era más “rata”, ya sé. Pero bueno, así de obediente y buen hijo era. Nunca sentí necesidad de rebelarme contra mis padres. La rebelión era contra el chico de la hondera, contra el que simulaba en la cancha una falta que no había existido, contra el atorrante del barrio, contra el que le decía a la chica que a mí me gustaba que yo estaba “atrás de ella”. El mal eran ellos, no mis padres. El mal estaba en el mundo, no en mis padres.
Ahora me sorprendo soportando injusticias. Podría decir que he envejecido pero no es solo eso. Fue la terapia la que me ayudó a soportarlas. ¿Cinismo? De ninguna manera, sigo sufriendo mucho. Pero creo que he perdido las ganas de pelearme, mi carácter se debilitó. Y tengo muchos miedos que antes no tenía. Por otra parte, veo que son demasiados. No voy a poder. Antes luchaba junto a El Zorro, Guillermo Vilas, Ricardo Bochini, Bertrand Russell y Patoruzú. A mis ojos todos ellos, por igual, combatían el mal en el mundo. De la misma manera en que, salvando las enormes distancias, peleaba yo junto a ellos entonces. Pero ahora que me dejaron solo sigo luchando aunque de otra manera, sin pelearme, y mucho menos buscando algún tipo de venganza, esa cosa inútil. Ahora solo lloro y escribo. Doy un abrazo y escribo. Tiro un beso y escribo. Sonrío y escribo. Te doy la mano y escribo. Sé que en cualquier momento llega el puñal. Yo igual escribo. Canto y escribo. Me río y escribo. Te busco y escribo. Sé que es improbable que te encuentre, igual yo escribo. Y si no te gusta, pues entonces es para vos que escribo. No en vano en la escuela me bautizaron “Calefón”, porque me calentaba en seguida. Así que ojito. Si no te agrada lo que escribo te espero en la esquina de esta hoja. Venite con una birome y ahí te quiero ver. Hoy los lectores se hacen todos los guapos. Puedo haber perdido las ganas de pelearme, pero si me provocás soy capaz de sacar la lapicera Sheaffer 303 celeste y mancharte. A ver cómo se lo explicás después a tu mamá. No te va a ser fácil conseguir papel secante.

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