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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

martes, 23 de octubre de 2018

El cambio cultural no vendrá por generación espontánea


En los últimos tiempos se ha hablado de la necesidad de un “cambio cultural”. Raro y difícil, porque la cultura es, por definición, un espacio bastante conservador y difícilmente puedan predecirse o planificarse éxitos en este campo.
Eso no significa, sin embargo, que no puedan o deban llevarse adelante políticas culturales y educativas que estimulen ciertas derivas que apunten a la promoción de una nueva cultura cívica que se ejerza sobre los saberes, los valores y las prácticas, y que trabaje al menos con cuatro dimensiones de la cultura estrechamente articuladas entre sí: una dimensión sensible, una dimensión normativa, una dimensión cognitiva y una dimensión práctica.
Esto es: una cultura que no sea indiferente, una cultura de apego a las reglas, una cultura que sea capaz de saber de lo que está hablando, y una cultura comprometida con la acción sobre aquellas cosas a la que es sensible, que conoce, y dentro de un marco de acuerdos que respeta.
La sensibilidad es un componente esencial de la vida moral y cívica: no hay conciencia moral que no se emocione, no se entusiasme o no se indigne. Pero esta sensibilidad debe educarse y apelar a la reflexión sobre esas emociones y sentimientos, la elucidación de sus motivos o móviles, su identificación, su puesta en palabras y su discusión. La cultura normativa apunta a hacer adquirir el sentido de las reglas y a comprender cómo, en una sociedad democrática, los valores comunes encuentran fuerza de aplicación en las reglas que los mismos ciudadanos pueden cambiar. La formación del juicio moral debe permitir comprender y discutir las elecciones morales que cada uno encuentra en su vida.
Es al menos parcialmente el resultado de una enseñanza en las diferentes formas de razonamiento moral, de ser puestos en situación de argumentar y deliberar sobre la complejidad de esos problemas y de justificar nuestras elecciones morales.
Pero el desarrollo del juicio moral apela de manera privilegiada a las capacidades de análisis, de discusión, de intercambio, de confrontación de puntos de vista en situaciones problemáticas. Y demanda una atención particular al trabajo del lenguaje en todas las expresiones escritas u orales.
No obstante, poco de todo esto estamos llevando adelante en nuestra educación y en nuestra vida cultural y política en la que no son excepción los que no saben siquiera expresarse apropiadamente de manera oral o escrita. Una sociedad que ni siquiera puede expresarse adecuadamente y que mutila su lenguaje, una cultura de desapego a las reglas y que no sabe de lo que está hablando, es garantía de deterioro. Es cierto que nada garantiza tampoco lo contrario.
Pero lo que es seguro es que si no desarrollamos con urgencia, aún con las consabidas dificultades y costos políticos, una política de educación y cultura fuertemente acorde al país que deseamos tener, seguiremos con certeza teniendo el país que no deseamos tener. Implica mucho trabajo y recursos humanos calificados, poco interés, cálculo y ansias de consumo. Y el problema es que tenemos poco de lo primero y mucho del resto. Es simple y trágico a la vez. En esa difícil encrucijada estamos, ciegos a aquellas cualidades que hacen libres a los pueblos y grandes a las naciones.


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