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Desde los orígenes clásicos hasta la Ilustración el arte fue aceptable a condición de ser sometido a reglas morales, solo algunas raras voces hedonistas discordantes contestaban que no servía para tal instrucción cívica. No será sino hasta el siglo XVIII en Europa que se rechazará toda sumisión del arte a la moral: el arte no solo ya no podía servir a la moral sino que no debía hacerlo. La belleza encontraba su justificación en sí misma.
Pero el arte y la moral tampoco pueden separarse con tanta facilidad ya que el primero posee una dimensión moral intrínseca en su mirada y refiguración del mundo, en la creación de otra realidad, solo que esta priorización del mundo y de la vida se realiza con una una especial densidad y tensión: hay valores de significación poética que el arte prioriza y cultiva y que lo vuelven fundamental a la hora de pensar lo que constituye el bien en nuestras vidas y una vida buena.
Pero muy distinta es la vieja moral didáctica en defensa de la vida que se pretende imponer en los últimos atentados a obras de arte de aquella inherente a la creación artística. El aula donde enseñan los partidarios de la instrucción ecológica arrojando productos alimenticios sobre cuadros o un tortazo en el rostro de cera de un rey parecen formar más parte de un espectáculo adolescente de entretenimiento de kermesse, que provoca un rápido y evanescente rating, más que una sujeción a demandas morales, corriendo el riesgo de que su búsqueda de éxito mediático sea devorada por la lógica de ese escenario y reemplace el peso de los ideales y valores que dicen defender, autoincriminándose al fin. Resultan reveladoras y preocupantes en ese sentido sus mismas palabras cuya significación en relación con lo que están reclamando parecerían ignorar: “Hacemos de este Monet el escenario y del público la audiencia”. Se entiende la elección en tiempos en que el espectáculo y el ser vistos parecerían más importantes que la vida misma. Pero si además de mencionar tan livianamente en estos días la palabra “deconstrucción” muchos jóvenes entendieran mejor de qué se trata (pero para eso habría que someterse a las complejas lecturas de Jacques Derrida o Paul de Man), tal vez actuarían con mayor prudencia, la virtud moral principal acorde a Aristóteles.
La forma elegida para hablar del tema testimonia irónicamente en contra de sí misma. Es lo que ocurre cuando, no sabiendo leer ni leernos, apasionados por nuestros ideales, nuestro fuego solo crea humo. La pasión, sin la que la vida no tiene mucho sentido y esencial al arte, puede ser muy peligrosa en esos casos. Pensar, como dijera Nietzsche, es pensar contra uno mismo. Lo opuesto a lo que se nos enseña en estos días plagados de retóricas de autoafirmación y empoderamiento individual.
No todos los relatos que evocan la defensa de la vida testimonian un deseo por comprenderla mejor y representarla en su riqueza. Claramente no es el caso de aquellos que nos plantean una dicotomía entre la misma y el arte. La obra de arte, que constituye ella misma un acto moral, propone otra mirada en la que la vida puede encontrar su propia voz y consuelo y una resistencia apasionada al veredicto de que es bárbaro escribir poesía después de Auschwitz: no se podría no escribir poesía después de Auschwitz justamente para defender la vida, tal como se le contestara a aquella famosa frase.
La búsqueda de la propia destrucción de la obra de arte en pos de otros ideales se encuentra, por otra parte, dentro de la misma historia del arte. Basta con recordar dos palaras claves en el manifiesto Dadá para comprender esto: náusea y libertad. Naúsea ante una sociedad corrupta e hipócrita que otorga al arte una posición decorativa y libertad como finalidad de la actividad artística. Frente a la difuminación de fronteras entre el arte y la vida solo un utilitarismo banal puede desdeñar al primero como ornamentación social y vitalmente improductiva.
Finalmente, no es inoportuno recordar que muchas vidas se han perdido y sacrificado en pos del arte en la historia. Tal vez no debería preocuparnos tanto que el planeta, ni nosotros, sobrevivamos sino cómo y para qué. Y la ausencia hoy de respuestas para estas preguntas, políticamente y moralmente más desafiantes, no parecería sublevarnos tanto.
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