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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

viernes, 13 de septiembre de 1996

Fútbol y Multitudes V

El hincha de fútbol es un itmo común, una aspiación que está en todos alguna vez. Es el hombre de las multitudes, un vórtice en el que el torbellino de la argentinidad se precipita. Son personas que no se conocen o que lo hacen sólo superficialmente. Son parte de la multitud.

Es raro que alguien acepte que lo consideren como multitud: la multitud o la masa son siempre los otros. Porque para ellas lo esencial es la sumisión. Y pocos se asumen sumisos.

El fútbol corresponde en nuestros días a esta cultura de masas, de multitudes extremadamente conservadoras qeu se cansan rápidamente de sus desórdenes y se dirigen a la servidumbre. La historia es incomprensible si no tomamos en cuenta estas tendencias básicamente conservadoras de las multitudes. La incesante movilidad de éstas sólo actúa sobre la superficialidad. Su respeto fetichista por la tradición es enome, tanto como pofundo su horor por toda novedad capaz de modificar sus condiciones culturales de vida. Es enemiga, por tanto, de los principios de la cultura. Cada uno de nosotros es parte de muchas de ellas pudiendo, sin embargo, elevarnos a una cierta parcela de autonomía. Las multitudes "son como la Esfinge de la antigua fábula: es preciso resolver el problema que su psicología nos presenta o estar preparado para ser devorado por ellas (Le Bon: Psicología de las masas). Y en la tradición de esa resolución están Platón, Bacon y Nietzsche, quienes veían en las masas, en la multitud, en el pueblo, al enemigo de la verdad, afirmando el poder del individuo y su capacidad de desviarse de la adoración de los ídolos colectivos. 

Freud investigó pormenorizadamente los complicados mecanismos por los cuales se produce la aversión de las masas a todo cuerpo extraño, su voluntad gregaria. Sucede que la masa proporciona a los individuos una ilusión de proximidad y unión. Dicha ilusión presupone a su vez la atomización, alienación e impotencia individual. La debilidad personal en la sociedad moderna nos predispone a esta fragilidad subjetiva, a la capitulación en la multitud de los seguidores, a que a todos los hombres les guste el fútbol. Porque no se habla de otra cosa en los bares, en la calle, en cualquier parte. Y si alguien no lo hace las multitudes nos revelan entonces sorpresivamente la existencia de algo en principio totalmente inesperado: otas comunidades de observadores que poseen una estructura biológica harto semejante a la nuestra pero cuya capacidad de distinción es sumamente diferente a la nuestra. Y si tenemos dificultades serias en nuestra comunicación con los humanos de cualquier tipo es porque la naturaleza humana de "los otros" nos interesa poco y nada. A llorar solos a la iglesia entonces. El modelo cultural tiende a reducir la variedad individual y los efectos sociales de esa variedad: inhibe las posibilidades de complejización. A mayor complejidad, mayor soledad.

Sin embargo, Maquiavelo sostenía que la masa no era tan sólo dócil materia, sino también energía dinámica. Tal vez en el Renacimiento. Hoy la masa es indiferenciada, amorfa, banal, sin función definida ni finalidad consciente, el desagradable deshecho de una época de veloz cambio social, el batallón social perdido, que no tiene vínculos de comunicación, afecto ni lealtad. El mismo término "masa" connota un amasijo. Esta es la masa vulgar, nuestra madre que nos engendró, alimentó y educó, la fuerza destructiva elemental. Jacob Burckhardt hablaba de los conductores de masas como de "terribles simplificadores" que crearían en el siglo XX una vida "uniforme, iniciada y terminada diariamente al compás del redoble del tambor".

Las multitudes son inflamables: carnaval romano o carioca cuyos lazos afectivos son capaces de borrar toda diferencia ideológica, política, técnica, estética, en la avalancha que se produce luego de un gol, o cuando una pelota pega en el palo o cuadno no pasa nada. La avalancha que barre con todo, la vuelta olímpica multitudinaia nos muestran que hay mucha más gente que la que pensamos, que se mueve más de lo que pensamos, que grita más, con una fuerza que crece como un torrente y cuyas voces suenan como un clamor. Una explosión ciudadana que cambió casas y mentes por ghetos, semilleros de donde saldrían los que lograrían el ascenso social y los fracasados, empujando y defendiendo el puesto, con el consiguiente abandono de las formas que antes caracterizaban la "urbanidad". Las calles resultan insuficientes para la creciente concentración de personas. Llegó el fútbol a la calle. Se fue el fútbol de la calle.

Sólo parecen queer ayuda para alcanzar el nivel de la subsistencia y la seguridad. Pueden mezclase entre ellos pero no se ven, se tocan pero no se sienten. Si queda algún sentido de familia, ya no persiste de sociedad. En la multitud predomina la emotividad. La muchedumbre es impresionable y veleidosa, impetuosa y violenta. Es casi animalidad. Es menester que exista cierta facilidad de contagio. Sólo contando con la multitud y procediendo de ella se puede dominar y tiranizar un país, bebiendo de la moralidad plebeya, con sus cobardías y recursos, de la ciudad y del campo. Sólo así se entiende el menemismo. El menemismo es hoy la multitud. Por eso ha ganado tantas elecciones. Por eso pudo hacer lo que a los radicales jamás se les hubiera permitido hacer.

Son los mismos gestos, cual si un hilo delgado uniera los músculos de todos los rostros para lanzar al aire alaridos bestiales que son la vida ahogada que necesita volcarse en una matanza o en un ídolo, la pueril fatiga por un personaje, una imagen, una presión de imágenes. 

Menem es el hombre por excelencia de las multitudes de nuestra época: expresión de la multitud decrépita de la ciudad fatigada y la barbarie rual, una multitud apolítica y mercantil, que no tiene ninguna importancia, que ya no espera y que en 1982 no salió a la calle para ganar la democracia sino para ganar la guerra, que en 1978 estaba frente a sus pantallas para mirar el partido final (junto a mil millones de personas: momento de universalización de la horda deportiva), para juga el partido final con los "veinticinco milones de argentinos".

De nuevo Freud, al retomar los trabajos de Le Bon sobre la "psicologie de foules" (en Psicología de las masas y análisis del yo) caracterizó a la muchedumbre como un agregado de individuos cuyo cemento está constituido por la identificación de un jefe. La muchedumbre se manifestaría así como una comunidad afectiva en la que el ingreso de los individuos va acompañado por una pérdida de libertad y determina una regresión en el comportamiento. Le Bon compara también al hombre de la multitud con un hipnotizado. La muchedumbre deportiva immplicaría una regresión de la actividad psíquica de los individuos que la componen: los vínculos de dependencia afectiva que la estructuran suprimen la libertad de las personas y limitan la expresión de los caracteres individuales al denominador común mayor. Y uno ya difícilmente es libre de no integrarse a esta ola en la que el individualismo, la despolitización y la masificación son caracteres íntimamente ligados. Los buenos pensadores, las almas bellas, buscan la salvación del pobre pueblo abrumado con pan y juegos (más juegos que pan). Pero el consumo de las masas es una producción propia de éstas. La masificación supone una concientización de los individuos y no al evés. Es el camino de la democracia. A más densidad, más inercia. Cualquier trascendencia social es absorbida por la multitud sielnciosa. Se ha pretendido extraer todo lo social, exprimir todo lo social, extorsionar todo lo soial, realizarlo despojándolo de toda dimensión metafórica. Empeñarse en alcanzar la realidad de lo social es un contrasentido absoluto. Su universalización es el paso previo a su desaparición. Y nuestras sociedades están condenadas a esa epidemia.

El deporte de competición moderno representa a la sociedad, por ello fascina a las multitudes: es un factor de masificación, contiene una tendencia a la democratización, a la organización de masas. 

La pérdida de identidad es consecuencia no sólo de la masificación sino también de la objetivación total del individuo: el principio del número-matrícula. Todo el espacio deportivo está hecho para despersonalizar. En la escena deportiva existe una multitud de átomos sociales, la democracia de los átomos unidos po lazos de una jerarquía "democrática". Coubertin mismo notaba que el deporte representa el aprendizaje de la igualdad en los estadios. 

Las grandes manifestaciones deportivas se multiplicaron considerablemente con el aumento de las competiciones nacionales e internacionales, adquiriendo proporciones cada vez más gigantescas, afectando a multitudes considerables, movilizando a las grandes masas a estadios que acogen decenas de miles de personas. Este carácter masivo y la popularidad del espectáculo han atraído a los astutos organizadores de estas manifestaciones. 

El deporte halaga el narcisismo de las multitudes, es una institución de masificación social total, en el sentido en que crea un consenso social implícito basado en el buen sentido popular. El deporte es un factor de masificación al mismo tiempo que de disciplina. Se convierte en un medio de autocontrol social. Esta politización del deporte corresponde a la despolitización de la sociedad. Esta masificación opera mediante el deporte y la estandarización de los afectos y gestos. La sociedad se incrusta así en las emociones y movimientos de los individuos, modelándose estos gestos estandarizados en las técnicas industriales y deportivas.

Las multitudes necesitan también un exutorio. Las explosiones de la vitalidad inhibida de las multitudes son las que determinan la presencia de la policía alrededor de los estadios y de las manifestaciones deportivas. Todos los Estados totalitarios, militares, burocráticos o democráticos muestran un gusto muy especial por las manifestaciones de masas. Mussolini aprendió de Le Bon que la multitud es eminentemente sugestionable y que sus conductores ejercen sobre ella una fascinación magnética. Hitler exalta esa influencia milagrosa que ha sido denominada sugestión de las masas. Una oleada de hombres a los que el uniforme identifica hasta el punto de que no constituyen sino un único cuerpo. El ámbito emocional afectivo de un partido de fútbol recuerda a los de los mitines fascistas: música, cámaras, discursos, suelta de palomas: hay que inflamar a las multitudes y fascinarlas. Este espectáculo deportivo procede a una masificación, a una ósmosis colectiva de los espectadores a los que funde en una multitud: fábrica de sentimientos masivos, maquina afectos de multitud, es una "producción sentimental masiva". Si seguimos a Sartre, el tipo de agrupamiento social por excelencia aquí es la "serialidad", el modo de ser de la masa atomizada. Ella es la que se encuentra esencialmente en un campo de fútbol, en individuos reunidos "en la alteridad". La serialidad deportiva es la expresión de esa cretinización masiva que se apodera de las multitudes en el fútbol. El deporte, como aspiración de masas, nos parece el signo de la carne de la que estamos hechos, de la población que grita y gesticula ante el contagio afectivo y la emoción en una sesión tribal de mimetismo social. ¿Cuántos millones de personas conocieron y aplaudieron a Maradona? Marcel Mauss observó el carácter de difusión masiva por imitación social de los movimientos técnicos corporales que podemos encontrar en ese aplauso.

Una masa atrae a su círculo a todo lo de la misma especie que se encuentra en su cercanía. En el caso del estadio, a saborear la emoción mimética de la batalla que se libra en el terreno de juego. Aquí, mímesis, moción y emoción están íntimamente ligadas. Los miembros de una multitud transmiten lo que sienten a sus pares y a los jugadores por medio de movimientos, incluídos los de la lengua, labios y cuerdas vocales. No sólo el fútbol sino todos los deportes en general son batallas miméticas controladas "no violentas" en donde hay cientos, miles que son como uno. Por lo tanto, uno es poderoso. Durate el partido los grupos rivales ponen en juego ese poder dirigiendo su atención los unos a los otros, cantando, gritando y gesticulando en masa, en una uniformidad espontáneamente orquestada para expresar su mutua oposición. La emoción mimética no entraña, en principio, peligro alguno y puede tener un efecto catártico. Pero también puede transformarse en no mimética, como lo atestiguan las desenfrenadas multitudes en un partido de fútbol. Se trata de la relativa ausencia de autonomía que tienen los acontecimientos miméticos en relación con los acontecimientos sociales en general. Las actividades recreativas proporcionan oportunidades para que la gente viva las experiencias emocionales que están excluídas de sus vidas debido al alto grado de rutinización. Grandes cantidades de personas llevan en nuestras sociedades una vida totalmente rutinaria. Como las sociedades urbanas industrializadas se caracterizan por este alto grado de rutinización y civilización, sus miembros están en consecuencia continuamente presionados a ejercer una fuerte restricción emocional en su vida diaria, con lo cual la necesidad de actividades recreativas desrutinizadoras como los deportes es particularmente intensa.

Ningún deporte fue adoptado y asimilado por otros países tan ampliamente y con tanta rapidez como el fútbol. Tampoco ninguno de ellos obtuvo tanta popularidad (este deporte se extendió principalmente durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX). Y lo primero que la multitud quiere es ganar, el deporte es una consideración secundaria.

El fútbol es total. Está todos los días, en todos los periódicos, en la televisión, en las conversaciones cotidianas. Ofrece salidas emocionales a grandes cantidades de gente a través de espectáculos que compensan la imposibilidad de ser protagonistas y satisfaciendo el indudable gozo del hombre por ser uno de la multitud, una multitud rezongona, pesimista y paranoica como las argentinas surgida, como diría H. Arendt, no como la turba del siglo XIX que tenía orígenes de clase, sino en la masa del siglo XX, moldeada por influencias y convicciones compartidas tácita e inarticuladamente por todas las clases de sociedades parecidas. En 1977 la película Rollerball de Jewison profetizó un futuro en el que el juego favorito de las multitudes es un deporte cuyo objetivo es matar. Quizás así será nuevamente en el siglo XXI si las tendencias descivilizadoras no se atenúan o revierten.

El hombre común es ese oscuro personaje, que está en la avalancha que vomitan los andenes, somos los veinticinco millones de argentinos qeu jugamos el mundial como un cuerpo opaco, con transmisión novedosamente ultrarápida, con el poderío integrador de las causas universalizantes, qeu como tribuna no asiste al espectáculo sino que forma parte de él, que está siempre por entrar, participando de los gestos del mar: las mareas en movimiento, las olas sucesivas de la gritería y la otra ola que hicieron famosa los mexicanos en el mundial de 1986, con la direccionalidad del tobogán y el vértigo del embudo -como observó Sasturáin- que atrae y sugestiona multitudes, que es el goce religioso de la sociedad real, la escenificación de la dicha oceánica escatimada y la ilusión repetida. La pintura de Goya nos muestra cómo la masa-hombre no permite la presencia de un "alma", sí de un fantasma al que se reduce el ser.

Menem es el hombre por excelencia de las multitudes de nuestra época.

 

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