Toda religión es idolatría, presentación/ocultamiento del abismo. Las religiones de lamentaión ofrecen hoy frente al fútbol y la televisión la imagen del más total desamparo. En la Edad Media nadie veía ninguna incongruencia en el hecho de que un juego salvaje y desenfrenado fuese parte habitual en un ritual solemne. Hoy las cosas han cambiado.
El número de ritos de los que uno se vale para adueñarse de la victoria es sorprendente. El fútbol es un ejercicio ritual de movilización de masas que cumple una función política evidente. Pertenece, como las artes y las religiones, a un área que no se cuestiona y que, como éstas, genera tensiones y una apertura hacia la nada que podemos incluso llamar "dios". En ella el ser desubre una plenitud prohibida a la vida cotidiana, una fascinación. Las creencias son defensas de la vida colectiva ante la duración que roe. Y los hinchas de fútbol son hombres cautivados por un fervor que evoca los estados de posesión de un "chamanismo" del que no se habla jamás.
El fútbol es el fenómeno social más grande y formidable de nuestro tiempo, que conmueve al mundo, que no sabe de fronteras. Cada equipo posee sus fetiches, sus símbolos, sus cábalas, sus mascotas. Hay equipos que salen al campo de juego con algunos del os hijos pequeños de los jugadores. Otros han salido con perros. El Santa Fe de Bogotá tenía un león como mascota. Estas rutinas no se corrigen. Los individuos de una misma sociedad viven en una constante y prejuiciosa "interdependencia" mental.
Hay una necesidad de forjar mitos, de llenar huecos en la estructura y armonía del cosmos mental. Hemos reducido el mundo a dos dimensiones (tal vez no podamos hacer otra cosa): yo y el otro, buenos y malos, blanco y negro, si/no, caliente/frío. Quedan agujeros, sin duda. A quienes nos sentimos predestinados a la contemplación y no a la fe, todos los creyentes nos resultan demasiado ruidosos e inoportunos: nos defendemos de ellos. Parece inconcebible a la biología y a la antropología que un animal que consagra tanto tiempo cumpliendo ritos haya podido no sólo sobrevivir sino alcanzar el frío de las glaciaciones.
Hoy los ritos pueden no compartirse: mirar solos el partido en casa por TV, escucharlo en el walkman. Luego del partido sí, se encuentran en el Obelico, el tótem donde los cristianos de pizza con fainá festajaban los campeonatos y hoy ya cualquier partido ganado en el mundial. Se habla de un "retorno a lo sagrado", del éxito de los esoterismos. En las nuevas formas de religión estamos viviendo lo que Hegel llamó "la vida, movediza en sí, por lo que está muerto". Se cumple (sin duda de una manera que éste no esperaba) al mismo tiempo el pedido de Marx sobre la religión: ceñirse a la ilusión radical o a la indiferencia radical, eliminando las formas intermedias de la creencia. El individualismo deportivo, eventualmente neohedonista, sincrético y tribal, poco tiene que ver con el héroe del individualismo burgués. Es una partícula interactiva, conectado a la televisión y visualizando el podio. Eso produce conjuntos caóticos. Es un converso a la religión sacrificial de las prestaciones, de la eficacia, del timing, liturgia mucho más feroz que la de la producción, explotación total de uno por uno mismo. Ninguna religión ha exigido jamás tanto del individuo como tal, y cabe decir que el individualismo radical es la forma misma del integrismo religioso. Religión moderna de la operacionalidad a ultranza que recupera toda la energía de la irreligiosidad, la energía liberada por la desaparición de las religiones tradicionales. Estamos hablando del integrismo fundamental de esta sociedad pactista que está en vías de metástasis religiosa.
La razón esencial del éxito del deporte se debe a sus implicaciones mitológicas, haciendo aflorar relatos (ej., el superhombre de héroes míticos que sirven de mediación entre los deseos individuales y las fantasías colectivas. Puede interpretarse el ceremonial social con Freud como una neurosis obsesiva ritualizada, y al ceremonial deportivo como revelador de las raíces militaristas del deporte. El aspecto altamente ritualizado del deporte es la expresión de su saturación ideológica. Los diferentes rituales deportivos representan la condensación de los estratos ideológicos que se enmarañan en la institución deportiva. El "aparato" que rodea a las ceremonias deportivas también nos habla de la dimensión política inmediata de la competición deportiva. Y es al nivel de las confrontaciones internacionales donde el ritual-"aparato" traiciona al máximo su basamento ideológico: el de ser el calco de los rituales diplomáticos, militares y políticos que guían las relaciones entre diferentes países.
La organización de estos espectáculos se efectúa en el sentido de un ritual cada vez menos preciso que se parece al ceremonial militar. El espectáculo deportivo se convirtió en el ritual obsesivo masivo de una sociedad en la que puede surgir en cualquier momento el fascismo o cualquier otra forma de dictadura (sustituto profano de las antiguas religiones de voación universal, suplanta como universalidad a todas las religiones ya que se dirige a todos los hombres).
Hay más hombres que conocen las reglas del fútbol que las indicaciones de la misa. Un único planeta deportivo contempla, comenta y admira los resultados de los "dioses del estadio". La gente acude a la cancha a tomar su dosis de baño de multitud, de comunión. Ese sentimiento es el sustituto de la religión, de esa necesidad de sentirse ligado como lo vió Bergson (Las dos fuentes de la moral y de la religión). Los estadios se convierten en templos a los que concurren feligreses de un culto muy complejo y muy antiguo con que los pueblos calmaban la necesidad de arrojar de sí a los espíritus de la ciudad sometidos por la disciplina y las normas de la convivencia social. Con la misma necesidad catártica se iba a la iglesia y al teatro de Dionisos. Las marchas previas a los partidos internacionales en los mundiales, los himnos nacionales, recuerdan el carácter religioso de las cruzadas. Los jugadores son cruzados. Una enseña contra la otra, un color contra otro.
Por lo tanto: ¿por qué no aceptar estos deportes como expresiones legítimas de la naturaleza humana? ¿Qué otra norma existe? El mundo humano es un mundo de ritual fantástico de cálculos de la conveniencia, un sistema mediante el cual se expresan arrogantes desafíos personales y competencias dramáticas, una cosumbre en que los objetos-regalo parecen inseparables del "espíritu" de quienes los poseen (el hombre-gol). Las guerras pierden importancia al lado de estos acontecimientos. Se vivió más los mundiales que la guerra de las Malvinas. El fútbol es la verdadera religión de guerra de nuestra sociedad y el ciudadano siente el deber, no de ir a la guerra, sino de asistir a un Boca-River al menos una vez en el transcurso de la vida: eso matiza toda la existencia terrenal de un argentino medio. Los equipos son naciones, religiones.
Como decíamos anteriormente, ya en la Edad Media los festivales religiosos iban acompañados con frecuencia por violentos juegos de pelota entre ciudades o gremios rivales. Estos juegos fueron los predecesores de los grandes deportes del siglo XX con afluencia masiva de espectadores: el fútbol, el baseball, el tenis, etc. El fútbol en la edad media formaba parte de un ritual tradicional. Si se suma a esto la intensidad de la excitación generada, es probable que podamos entender la percepción generalizada del deporte como un fenómeno "sagrado". Durkheim alegaba que la emoción o "efervescencia" colectiva generada en las ceremonias religiosas de los aborígenes australianos constituía la principal fuente de experiencia para considerarlo un reino "sagrado". Podemos pensar así también la excitación y emoción generadas en un acontecimiento deportivo moderno. El deporte se ha convertido en una actividad cuasi-religiosa que ha venido hoy a llenar el vacío dejado en la vida social por el declive de la religión, es la religión seglar de esta época cada vez más profana. Es Menem anunciando no asistir al estadio por cábala.
En El pensamiento salvaje, Levi-Strauss recoge la costumbre de una tribu de Nueva Guinea, los Gahuku-Gama, a quienes los blancos enseñaron a jugar al fútbol. Y éstos lo hacen así: juegan durante varios días seguidos tantos partidos cuantos sean necesarios para equilibrar exactamente los ganados y perdidos por cada bando, rito mediante el cual repiten su visión equilibrada del universo. Aquí ese participante tan activo y mal pagado que es el hincha, llamado también "fanático" o, en Italia, "tifoso" (que significa enfebrecido), no soportaría tales jornadas.
Así también, los iniciados a las barras bravas (ellas mismas parte del juego), jóvenes que ingresan por algún contacto o recomendación, deben atravesar pruebas de fuego. Son otras ceremonias que configuran la realidad de otra manera, con gestos, mímicas, sonidos y palabras que articulan una trama mítica, mágica y religiosa en la que las hamburguesas y los panchos son el cuerpo de Cristo.
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