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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

domingo, 18 de abril de 2004

Final Repetido: Martínez Estrada

“Y ahora, al final de tu camino, buscas a Dios, que sabes que no existe”.
E.M.E.

Este ensayo dará vueltas. Se repetirá. Martínez Estrada, frente a lo español y a lo argentino. Leyéndolo, recordamos a Sarmiento, a Ramos Mejía. Como aquel, fue a EEUU y sintió “holgura y fuerza, en las personas, en los edificios”. Un mundo de chatas conformidades e inexpresividades bancarias, de triste cultura burocrática que “se parece a las carnes y a las frutas en conserva”. Preguntas formales, fotos y boletines. Mucho cine, poca gravedad, epopeya fabril con Whitman como su Hesíodo, país sin historia, “pueblo de tan pocas complicaciones psíquicas que hasta ha descubierto con el cine el medio de soñar colectivamente sus sueños personales”, donde nadie conoce a Carl Sandburg. La cortesía esterilizada deglutiendo a Poe y a Whitman. Lo trascendente y lo personal le fueron presentados allí como cuestiones de mal gusto. Entonces Martínez Estrada imagina a Emerson, Thoreau y Twain como payasos en el mundo del comerciante y del burócrata. Al “puritano en el burdel” le repugnaba lo mismo que a Emerson y a Thoreau. El mundo como mundo de olvidos. 

Tenemos que detenernos aquí, dice entonces Martínez Estrada, para entender al caudillo, su “talento de improvisador”, su voluntad creadora. La aventura sería nuestro pecado original, volvería a nosotros la realidad profunda de Rosas, Yrigoyen, Perón...¿y Menem? Según Martínez Estrada, a esta realidad profunda “tenemos que aceptarla con valor, para que deje de perturbarnos. 

Martínez Estrada, como Sarmiento, era también un aventurero o se veía como tal. La Argentina como una aventura de la desilusión. Somos el pasado y queremos seguir siéndolo: somos las “invariantes históricas del Facundo”. Como aventurero pesimista, tenía propuestas por las que no se entusiasmaba demasiado, como la de desmantelar Buenos Aires y trasladarla al sur, hace poco utópico proyecto alfonsinista. Hoy continuarían las fuerzas que llevaron a Rosas al poder, institucionalizadas. Martínez Estrada nos da un diagnóstico escéptico de los problemas argentinos, ya que el nuevo mundo es, en realidad, viejo. La barbarie sería aquí, y en ese sentido, la primera y última verdad. La actitud, sin embargo, sería la de un gran señor empobrecido que extraña su casa y entonces funda una companía de negocios colonial. Y si España era la madre patria a la que debíamos seguir, estábamos durmiendo con el enemigo. Entonces, como Cervantes con su Don Quijote, nos habríamos defendido con la broma para evitar la caricatura de una heroicidad y nuestra vida, como la del Pablos de Quevedo, no habría cambiado ni cambiaría demasiado por más que fuéramos de un lugar a otro. La barbarie habría permeado las ciudades y la corrupción civilizada habría arruinado al país. La música sería para él un refugio ante esa civilización, como lo fuera para los románticos, y Martínez Estrada dedicaría uno de sus primeros libros a Johann Sebastian Bach. 

Parte de una generación de escritores que se suicidan o abandonan la literatura, Martínez Estrada nos cuenta como la institución se ha acaudillado y el país sigue siendo un matadero. En ese sentido, siguió el camino de Sarmiento y Da Cunha, pero con algunas diferencias y pesimismos. Somos europeos por sangre e idioma, nos dice Martínez Estrada. Y los vecinos de América pocas veces lo comprenderían. El Facundo pasaría a ser “el libro que los argentinos leemos como si nos leyeramos las líneas de la mano”.

En ¿Qué es esto? Martínez Estrada arrojaba su tintero contra Perón, aquel que ofrecía impunidad y no absolución. La idea de la regeneración con una palabra, como “síganme”, atraería a resentidos y desesperados. El peronismo era para él un producto extranjero, inmigratorio, genuinamente argentino, que habría enaltecido a la policía y creado una “Roma pampeanofascista” con el “espíritu clerigocastrense” de nuestro pueblo; era el ejército derrotado tomándose revancha. Era, a su vez, el pueblo elegido: los despreciados. Los jesuitas de la cultura habrían iniciado así un embrutecimiento sistematizado y una cultura del desprecio:

“Llegó a predicarse la domesticidad provechosa y las ventajas de la felonía, la perfidia y la hipocresía sin ambajes. Casi a diario se nos informaba que los próceres vivos cometian estas vilezas como actos de gobierno. Los niños aprendían en la escuela a mentir, a fingir, a creer en lo que no creían, a respetar lo que no respetaban (...) Los jóvenes que hoy tienen hasta 25 años no conocen otro mundo que el del fraude y la coima. ¿Es mi país un país encanallado hasta el punto de que para vivir es preciso pactar con mafias invisibles de estafadores y tahures? He vuelto aterrorizado a la vida de las ciudades. Estas no son mis calles, mis amigos, mis compatriotas; estos no son los jóvenes que yo traté y eduqué. Estos son enemigos encubiertos, fieras temibles en su inocencia”.
“El pueblo seguirá amando a quien encubrió la holgazanería con la palabra y la escenografía del trabajo y al que confundió justicia social con bandolerismo. No es sólo nuestro pueblo sino todos los pueblos, y cuanto más desdichados más, los que bajo el imperio del miedo, aman a sus enemigos y les ofrendan su vida y la de sus hijos. Aún en sus alardes mas bravíos el pueblo oculta un espíritu de estabilidad doméstica -es el ‘proletario’. Permitan al pueblo que haga una revolución reivindicatoria; volverá a sus casas arrepentido de los destrozos de vidrio que haya hecho y se acostará pensando que tendrá que madrugar para reponerlos.”

Perón, como buen corruptor para Martínez Estrada, habría a la vez fortalecido y pervertido el organismo republicano. Nuestra sociedad le habría declarado la guerra al universo:

“Una acumulación de crímenes y atrocidades no agudiza, sino más bien embota las reacciones universales contra ellos. Al principio se resisten las gentes a creer que tales cosas puedan ser verdad porque son incapaces de imaginarlas. Cuando, finalmente, se ven forzadas a creerlas, están ya acostumbradas a aceptarlas como inevitables”. 

Nuestro gran enemigo pasaba a ser nuestra mayor gloria. La Argentina como colonia de contrabandistas, en cuya empresa estaban asociados desde los virreyes hasta los esclavos, generaría al peronismo como un tumor de la ciudad. En fin, la Argentina como terreno para una timocracia, donde gobiernan los más incapaces, lo peor y lo abyecto. ¿Qué es esto? es, como el Facundo y El Matadero, un libro que hurga también en las inmundicias, en los excrementos, en las miserias del pueblo, pero a la manera de Aristófanes, Rabelais o Céline. Ese mundo de inmundicias, los peronistas, lo corruptor, lo depredador, estaba también en el antiperonismo, de allí el problema. Y en el hablarle al pueblo el lenguaje de la seducción y no el de la redención. De esta manera, el verdadero patriota sería el aguafiestas que disiparía de golpe la borrachera general.

Martínez Estrada no habría necesitado, como Adorno, del nazismo para dejar de escribir poesía. Urirburu había sido suficiente para él. Los deberes bien podían ser impopulares. Los animales acosados se abrirían un camino en el monte, sin voces, sin luces.

El escritor debería agitar, remover lo inerte, ser 
“vikingo de mares incógnitos, un viajero que sueña en continentes desconocidos, el más fecundo proveedor de materiales de fermento para la cultura filosófica; un hombre en rebeldía, como lo llamó Camus, un hombre que hace en su persona entera el experimento de ensayar otras formas superiores e inéditas de vida” (En torno a Kafka y otros ensayos).

“Territorios difíciles” los que Martínez Estrada analiza: 
“América ha sido conquistada y poblada con el aporte de millones de seres arrancados a su tierra natal, y llevada a cabo por tres naciones entonces imperialistas: España, Portugal e Inglaterra. América Latina se trata de un cuerpo diferenciado y en ocasiones desintegrado netamente, cuya cohesión se ha procurado por medios coactivos. Este es el drama político de todas las naciones hispanoamericanas”(Dif. y Semejanzas)

Sarmiento, con las cenizas en la mano, procuraba dar vida a lo que no la tenía ya y termina queriendo cuidar que no se extingan las garzas y las nutrias en Mar Chiquita. No lo dejan. No era Valentín Alsina:

“Valentín Alsina y sus notas prolijas, sopesadas, calibradas y dirigidas certeramente, más que a los puntos vulnerables de la obra de Sarmiento, a herir su amor propio, a quitarle la fe en sí mismo, a traer al primer término de los méritos el de la exactitud documental. Valentín Alsina era un erudito, hombre estudioso formado en las aulas universitarias, mucho mas desdeñoso que Sarmiento de la incultura y la improvisación. Conocía el manejo del instrumental de la hermenéutica y la crítica, en tanto Sarmiento se había formado por sus propios recursos, al azar de lecturas diversas, aunque ansioso de un saber coherente y firme. Los reproches de Alsina, sobre cuestiones en las que Sarmiento se había aventurado sin mapa, guiado por su instinto de rastreador y de baqueano, son su tragedia intelectual, su complejo de insuficiencia. Alsina habria de demostrar, más tarde, que el problema social e histórico del Facundo estaba fuera de su visión; y que Sarmiento estaba en lo cierto”.

De Hudson hereda este hacer de la “sensibilidad” una forma del pensar intelectual con no menos exigencias y sastisfacciones que las del “pensar científico”. Hablar con los muertos, imposibilidad de la memoria, teoría de lo ilegible de esas “palabras sinceras y claras, imposibles de articular”. No sabríamos “cual es el sentido de esas cosas que mueren en nosotros y que no vemos morir”. Martínez Estrada veía a Hudson como nuestro más fiel narrador, con sus obras desterradas en el idioma inglés haciéndole imposible la vida del espíritu entre nosotros. Hudson, entonces, como el más argentino de los escritores, hacía de nuestra cruzada la cruzada de los mártires. Sarmiento y Martínez Estrada estaban en la misma fila de los francotiradores anacrónicos. O con Lisandro De la Torre: “Yo estoy aquí, cumpliendo sin fe, sin entusiasmo y sin ilusiones, un deber ingrato”. Recuerda que Thoreau, doctorado en Harvard, había dicho del capitán John Brown, ahorcado por defender a los esclavos negros en Concord: 
“No fue al colegio universitario llamado Harvard, a pesar de la buena Alma Mater que constituye. No fue alimentado por la papilla que allí se suministra. Pero fue a la gran Universidad del Oeste, donde se dedicó asiduamente al estudio de la libertad; y habiéndose graduado de muchas cosas, comenzó finalmente el ejercicio público de la humanidad, en Kansas. Tales eran sus humanidades y no estudio alguno de gramática. El habría pasado por alto la declinación errónea de un acento griego, pero en cambio habría sostenido a un hombre tambaleante.” 
También para eternizar su obra magna Dante había tenido que abandonar el latín y adoptar el italiano que no era entonces lengua literaria, sino la del “popolo basso”, haciendo lo que los poetas gauchescos y, de alguna manera, lo que John Brown; los que infunden vigor a las letras francesas del siglo XVIII no serían Montesquieu o Voltaire sino Rousseau, Diderot, los plebeyos. Las mas grandes obras de nuestra literatura serían, por lo general, bastante desagradables: El Matadero, Facundo, Amalia, Martín Fierro, Juan Moreira son para él, por otra parte, obras que se leen poco y que, además, no se entienden muy bien cuando sólo se leen.

Decía que marchábamos pisando joyas ya que la ciudad tenía una tendencia a velar los sentidos en una especie de anticipo exquisito de la muerte, a cegarse ante el dolor ignoto del que se aprovechan aquellos a los que Lugones llamara “gusanos de la gloria”:
“Irreparable, efectivamente, ese dolor de los pobres grandes muertos, a quienes ni la salva de cañon, ni el féretro en la cureña, ni la calle denominada, ni la estatua que los embalsama en bronce, van a quitar ni un sólo minuto de las miserias que pasaron, de la ingratitud que devoraron, de la soledad que padecieron, porque de verlos dignos e incapaces de pedir, juzgáronlos indiferentes a las satisfacciones de la vida; o castigaron su altivez a ver si la quebraban, so pretexto de probarle el temple...; y ahora vienen con su efigie de bronce hueco, sus tiros de vana pólvora, sus calles con nombre, sus discursos más cuidados que la perra vida del célebre infeliz en cuyo mismo despojo hallan causa para untarse de talento ajeno, exhibiéndose, justos a destiempo, escandalosos de luto nacional, esos gusanos de la gloria” (Lugones, Historia de Sarmiento).

Nos cuenta como Dante habría visto a la violencia como una fuerza citadina, con el fraude y la traición como complementos. En medio de tal congestionamiento, Hudson era para Martínez Estrada algo así como un intento taoísta para anular el tiempo. Y así nuestro amigo paso cinco años sin escribir y casi sin hablar. Este es un viaje a sus palabras fracasadas, a sus recuerdos, a nuestros países perdidos, “allá lejos y hace tiempo”, cuando dejamos de contar. Ya que el hombre de la acción fracasada y el idealista son mal vistos por los comités administrativos, políticos y literarios. Y la crisis, nos dice Ezequiel, es la derrota del improvisador, fracaso de los fracasos:
“El inútil apremio de la hormiga atareada, 
y al fin de tanto esfuerzo, de tanto afán prolijo, 
ni un gran libro, ni un árbol que de sombra, ni un hijo.
La tristeza, el trabajo y el amor para nada.”

Las obras de Martínez Estrada hablan de lo que no se hizo, de lo que quedó en potencia, de los caminos que no se tomaron, de “lo que no vemos morir”. La derrota es el repetido proyecto frustrado de un títere. Y Martínez Estrada no quiere olvidar las derrotas, el inevitable fracaso de toda sofisticación. Hudson habría ya previsto la derrota en manos de la civilización. Si hubieramos tenido una literatura aún más desagradable tal vez no habríamos caído así. Y tal vez no ignoráramos el lugar donde nos ha tocado vivir. Martínez Estrada quiere, tiene que hablar con los muertos. Buenos Aires es su Florencia con la muerte acechando. 

Citaba Martinez Estrada a Waldo Frank sosteniendo que el norteamericano necesita de nuestro sentido trágico y nosotros su sentido latitudinal. En los E.E.U.U., a su vez, una conciencia sin tragedia se refinaría en cátedras respetables. Las marionetas reflejarían el sentimiento trágico de Martínez Estrada, la muerte y la vida conducidas por la misma fuerza que tan bien percibió von Kleist. La parodia sería nuestro destino trágico y el miedo nuestro trauma inhibidor. Traumas de la conquista y la revolución: El patrimonio que genera orgullo, vanidad y ceguera. Traumas, repeticiones: Colombina, la marioneta, repite su refrán durante toda la obra. Recurrencias. Aparecidos. Ensayos fragmentarios en estallidos perversos.

En E.E.U.U. nadie hablaría de una guerra en ciernes. No habría pasión sino en frío. El amor es un estorbo para el pragmatismo. Being tough. Se ven las caras, pero nunca el corazón. Y les parece bien. I like it like that. Acá la guerra tampoco habría sido nuestra sino española. Lo nuestro no era la historia sino las biografías, las pasiones. De esta manera, Ayohuma importaría como parte de la autobiografía de Belgrano escrita, además, en el exilio. Allá lo erógeno por sobre el amor, el cómplice en vez del amigo. Acá un misterio, un día cualquiera, una frase veraz, trastocaría el universo. Porque el que padece una pasión es molesto, como Sarmiento o Martí. La “pasión de la basura” de Almafuerte imagina:

“Más fría que los témpanos del Polo
tiene que ser el alma de los Puros”.

Pero resulta que allá también es acá. Este desorden de las cosas nos volvería impotentes, y nos entregaríamos al fraude o a la magia:
“Sobre una tierra inmensa que era la realidad imposible de modificar, se alzarían las obras precarias de los hombres”(Radiografía de la Pampa).

Las culturas tampoco podrían “comunicarse”:
“...debajo de los puentes siguen circulando los ríos y por debajo de las construcciones ficticias prosigue su marcha la realidad”(Radiografía de la Pampa).
“Contra el trabajo pirotécnico de la imaginación, se desenvolvía el trabajo hidráulico de la realidad, que comenzó a vencer los puentes, los diques y los artilugios de la ilusión” 
(Radiografía de la Pampa
La rebelión era necesaria pero imposible, llena de “palabras sinceras y claras, imposibles de articular.” Entonces Martínez Estrada habla de un “sueño prolongado”. Todo libro, desde los egipcios, sería en buena medida y vía Freud, un libro para interpretar los sueños. Los sueños nos habrían engendrado un mundo como prisión kafkiana, es decir, pampeana. La escuela sarmientina luchando contra las injusticias se convierte en una prisión mantenedora de injusticias. Sarmiento en el destierro enjuiciaba. En la Argentina, en cambio, pacta, se somete y agrega una calamidad civilizada a la ya presente calamidad bárbara. Alberdi, fiscal del siglo XIX según Martínez Estrada, pensaba como Sarmiento hasta que vió que la ley servía mejor al ladrón. Y la ley, que no se entiende, ayuda a olvidar y a olvidar los olvidos. La ley como puente del despojo. Un pueblo desamparado ante los jueces.

Martinez Estrada decía que desoíamos a Sarmiento como predicador. Tal vez también lo desoímos a él. La vida de los profetas, vistos como locos, se desenvuelve en el exilio. Allá alguien sabe adónde se va, y los demás se abandonan al viaje. Esa confianza en el mecanismo, clara en los rostros, sería propia de un imperio. Toda religión verdadera sería nihilista y, en la vida, una fuerza de la muerte. Los profetas estarían solos como el cuchillo y la Biblia sería el libro de su pueblo. Su escritura apocalíptica se despierta con la crisis de 1930: 
“Mi impresión fue la de que recibía una revelación, como dicen los místicos, y que se me mostraba iluminado un pasado cubierto de una mortaja pero no muerto ni sepultado. Le dije a Espinoza: -Oiga usted: U-ri-buuu-ru; es lo mismo que I-ri-gooo-yen. -Exacto- me respondió-, escriba lo que está viendo. Por eso escribí Radiografía de la Pampa.”

Sarmiento no confesó su desvío del derrotero previsto ante la fuerza de los intereses. Según Martínez Estrada era demasiado autoritario para confesar que lo habían gobernado. Tampoco el inglés y el norteamericano podían confesar, públicamente al menos, debido al peso desmesurado de la respetabilidad. No sucedería así con el “negro” en Estados Unidos, según nuestro autor, considerado aquel “no-respetable” al ser capaz de mostrar el alma. Goethe, si mal no recuerdo, calificaba a su obra de ‘fragmentos de una gran confesión”. Lo mismo dice Martínez Estrada de la obra de Sarmiento y quizás podemos nosotros decir lo mismo de la obra de Martínez Estrada.

Hegel habría estado equivocado: El espíritu de la historia se expresaría en canciones. Los cancioneros, junto con los libros de caballería, habían sido prohibidos en América para no aumentar la quijotería y las distracciones. Entonces, ¿qué poesía nos cuenta? ¿La áulica-culta o la de la pulpería?, se pregunta Martínez Estrada. Los cantores que no saben cantar tendrían la voz de los ángeles. Hudson prefería el canto de la langosta verde a la sonoridad del piano, dijo que caminaría leguas para oírlo y que, en cambio, no daría un paso para oir a una diva.

Martínez Estrada detestaba los métodos pedagógicos, las aulas colonizadas. Sarmiento, por su parte, no habría visto totalmente que la escuela era manipulable “por los enemigos del saber y del hacer”. El Facundo era para don Ezequiel una obra catártica, educadora. Hudson, Martí y Quiroga le habían enseñado sobre la soledad del hombre libre. Pensaba en las escuelas sin maestros, celadores o programas, en la educación de los niños de Tolstoi. Hudson lo habría ayudado a deseducarse leyendo obras “desagradables”. A Martínez Estrada le interesaban los hombres prácticos. Sarmiento y Evita haciendo las cosas personalmente. Lo mismo en Tolstoi y en Rousseau. Todos llegaron a ser, con Sarmiento, los mas indisciplinados. Decía este ultimo en Recuerdos de Provincia
“Mi moralidad de escolar debió resentirse de esta eterna vida de escuela, por lo que recuerdo que habia caído al último en el disfavor de los maestros (...) Últimamente obtuve carta blanca para ascender siempre en todos los cursos, y por lo menos dos veces al día llegaba al primer asiento; pero la plana era abominablemente mala, tenía notas de policía, había llegado tarde, me escabullía sin licencia, y otras diabluras con que me desquitaba el aburrimiento y me quitaban mi primer lugar...”.

Creía que si pensáramos en Sócrates, Rousseau, Tolstoi, Tagore y Gandhi, comprenderíamos mejor a Sarmiento. Maestros éstos como Kierkegaard y Jesús, educadores-filósofos y no pedagogos. Parteros y escultores más que institutrices. Las escuelas y maestros que Sarmiento formó olvidaron su terror hacia el saber escolástico, académico, de cátedra. Terror que compartía de alguna manera con Emerson, quien le mostró la relación entre sencillez y sabiduría. Los grandes hombres no se habrían formado para servir a sus vanidades. Recuerdos de Provincia, sin ir más lejos, constituye un alegato contra la instrucción doctoral. 
Martínez Estrada, con vocación de aprendiz/maestro a lo Sócrates, “estudiante envejecido en los trabajos de Sísifo en que se nos va penosamente la vida”, abandonado por la academia y la intelectualidad, declara a la sociedad fuera de la ley. 
“La libertad verdadera, si ha de venir, llegara desde el fondo de los campos, bárbara y ciega, para barrer con la esclavitud, la servidumbre intelectual y la mentira opulenta de las ciudades vendidas.”

La barbarie, motor de la historia, en nuestro “tipo frigorífico” poseería un sentido trágico, pre-civilizatorio, del que carecería la civilización apática en su acción. Civilización y barbarie, indistinguibles en el cielo, serían dos caras de una misma moneda, complementarias, rehaciéndose, correspondiéndose. Radiografía de la Pampa será vista, por Martínez Estrada, como una secuela del Facundo. Sarmiento no habría visto 
“que Civilización y Barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrífugas y centrípetas de un sistema en equilibrio”.

La barbarie del aula difamaría a Sarmiento. La civilización como barbarie encubierta, acudiendo a métodos bárbaros. Pero como Lugones, para poder hacer algo, Sarmiento habría tenido que suponer que la civilización estaba en un lado y la barbarie en otro. Ambos acudieron al ejército maleado por la barbarie para sofocar la barbarie.

Martinez Estrada veía al Facundo como una reescritura del octavo círculo del Infierno del Dante:

“Y por eso es que frecuentemente vuelvo a la lectura del Infierno, donde Dante puso bajo el rótulo de falsarios a los rufianes y corruptores, a los aduladores, simoniacos, adivinos, prevaricadores, hipócritas, ladrones, consejeros de fraudes, diseminadores de discordias, falsificadores de todo género, inclusive de palabras.” 
El octavo círculo era el “arrabal pestilente de la ciudad del diablo, cuya amplitud es casi la mitad de ese tenebroso mundo de los contrarios a Dios, la naturaleza y el hombre.” Si para llegar a la libertad de Montaigne, Thoreau y Simone Weil era necesario atravesar el infierno de las fábricas y cárceles, don Ezequiel pensaba que se trataba precisamente de hacer eso: atravesarlo, como Dante, hacia el paraíso, saison en enfer hacia la libertad y la justicia.

El exiliado dantesco sobreestima su tierra, estigmatizado, fuera del territorio, con ideas fuera de la historia. Si los verdaderos argentinos son los desterrados, nuestra cultura es extranjera, perseguida, olvidada. Desde San Martín lo único que se podría hacer es emigrar. Echeverría, Alberdi y Sarmiento acusarán a Rosas desde el destierro. Facundoes un libro que solo entienden los desterrados, aún en la propia patria. La unidad nacional como ideal de desterrados. Martínez Estrada, exiliado de la sociedad argentina, voluntariamente, en Bahía Blanca, luego en México, luego en Cuba y en Bahía Blanca de nuevo, solitario, eligió exiliados como compañeros y educadores. El primero de ellos fue Sarmiento. El significado de su exilio lo discute en el tercer capítulo de su Sarmiento y afirma que desde los años ‘20 hasta la caída de Rosas los verdaderos argentinos eran los exiliados. Será en el exilio donde Sarmiento realizará su misión. Debería haber permanecido exiliado, de alguna manera. Estos eran los caminos para los exiliados:

“Todos los proscriptos e inclusive en primer termino Sarmiento, tenían razón, pero estaban fuera de la realidad. El hecho simbólico de que hayan tenido que combatir contra Rosas y los caudillos desde el exilio, implica una cierta forma providencial de condena, como si realmente sus personas físicas debieran estar fuera del territorio argentino para ser consecuentes con sus ideas, que estaban fuera de la verdadera historia. Pues “hemos de convenir que Rosas era más historia que ellos”, como había dicho Sarmiento. (Sarmiento, 37).

El rechazo de todos los pactos nos condenaría inevitablemente a un destierro. Alberdi, a diferencia de Sarmiento, habría ejercido la “profesión del desterrado” como destino, demostrando “una sensibilidad mas fina para los fenómenos políticos y sociales imponderables que Sarmiento” (Sarmiento). Sarmiento habría buscado finalmente el destierro en una isla del Carapachay, según Martínez Estrada, como un nuevo Robinson Crusoe que realizase allí una civilización en pequeño. Martínez Estrada, exiliado, así lo veía.
Extranjero, ajeno, enemigo, remoto, intempestivo. El extranjero en su propia tierra, el idealista como extranjero, desacomodado, enfrentado. Buena parte de nuestra literatura había sido escrita por extranjeros en idiomas extranjeros, creando las formas de una mirada perdida en la pampa. Es el Richard Lamb de The Purple Landrechazando el mundo en el que peregrina. Martínez Estrada tambien se refiere al viajero intelectual (Head, Hudson, Cunningham-Graham, por ejemplo). La primera parte deRadiografía de la Pampa acaba con un capítulo titulado “Las rutas” en relación a los itinerarios y caminos que no conducen a ninguna parte. Los que se establecieron en nuestras tierras seguían esos caminos: vagabundos, caballeros, peregrinos, mendigos.

“Estamos en un andén después que el tren ha partido. La mejor literatura argentina está escrita en inglés por los viajeros, padres peregrinos de nuestras letras, cuyas descripciones sobre lo precario y lenguaje no gauchesco semejante al mejor Tolstoi con la trivialidad de una libreta de apuntes.”

Son viajes de preparación y de rechazo. Sarmiento viaja porque lo rechazan. Los viajeros ingleses comprenderían. Junto con los norteamericanos serían precursores de nuestras narrativas. En la pampa su extensión es “el desdoblamiento de un infinito interior, el coloquio con Dios del viajero”. Ahora, 
“la posada es mejor que el camino, y lo anuncia a lo hondo del que marcha, la quietud de la pampa, el vuelo efímero y desolador del pájaro, la carroña supina”.
El desajuste, el horror, lo lleva a nuestro autor a la fuga. Y hay quienes se llevan el botín borrando las huellas. Los esclavos fugitivos abren una brecha en el monte. 
“Buenos Aires ha avanzado borrando sus pasos” y Martínez Estrada se propone desandar el camino, caminarla otra vez, redescubrirla. Habla de huellas. Y de un proceso de indicios que aparecen y desaparecen.
“Creo que el escritor tiene de hecho y de derecho, como uno de los deberes sociales apremiantes el de ser un agitador, un removedor de materiales inertes, un explorador, un cateador de terrenos auríferos, un vikingo de los mares incógnitos, un viajero que sueña en continentes desconocidos, el más fecundo proveedor de materiales de fermento para la cultura filosófica; un hombre en rebeldía, como lo llamó Camus, un hombre que hace en su persona entera el experimento de ensayar otras formas superiores e inéditas de vida” (En torno a Kafka y otros ensayos).

Martín Fierro era uno de los “hombres representativos” de Martínez Estrada, exiliado en su propia tierra. Hernández y Martín Fierro son vistos en Muerte y Transfiguración de Martín Fierro como parias. Se ha señalado que destierro y soledad, miseria y crímenes, despojo y crueldad, serían los nombres de los verdaderos personajes del Martín Fierro.

Exiliado en su propia tierra también, Hudson le agregó a su nostalgia por la vida de campo su aversión a la vida de ciudad. Veía la destructividad humana en la indiferencia argentina ante la naturaleza y en la crueldad con los pájaros. Hudson se desencantaría así del mundo político y abrazaría el mundo de la naturaleza. Otro refugio fue la música, de la cual Hudson y Martínez Estrada eran devotos. Martínez Estrada lo defiende también de los que le acusan porque le interesaron más los animales que las personas. Escribe El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson (1951) y comparte con éste el desprecio hacia las ciudades y los inmigrantes “que alambraban sus campos y destruían los pájaros sin necesidad” (Muerte y Transfiguración de Martín Fierro).

Peron y Rosas aparecerían en situaciones idénticas. Habría también un paralelismo con Yrigoyen. Cinismo e histrionismo; caciquismo; biografía secreta; locuacidad y mendacidad; protectorado de la oligarquía y de la chusma; odio al mundo de la cultura; liderazgo carismático; resentimiento; conciencia fría; terrorismo; demagogia; gobierno cuartel-estancia. Perón y Rosas constituirían “nuestra jaula”. El primero habría enardecido el espíritu de rapiña latente en el pueblo “desde que lo acostumbraron al contrabando y al fraude fiscal las aduanas y ganaderos del virreinato”. Habría hallado una factoría con clientes rapaces de la picaresca española y dejaría una feria de gitanos poblada de estafadores. Un fracasado, un derrotado en la lucha por la vida, un cínico que venció a Alem y De la Torre, suicidados: así lo describe Martínez Estrada.

Hay, sin duda, una identificación con Sarmiento. Pero un revolucionario en el poder no difieriría de un reaccionario. “La repatriación lo mutila: es como si se lo transplantase a un clima impropio.” Pues la obra que Sarmiento realiza aquí como gobernante y legislador es lo negativo, según Martínez Estrada, “porque tiene que transigir -no de buen grado, por supuesto-, pactar, someterse” (Sarmiento, 48). En él está el estilo llano de Martínez Estrada. Pero Sarmiento, humillado desde su niñez, no habría podido evitar buscar amparo en los laberintos de la política. Habría hecho demasiadas concesiones a la vulgaridad de los doctos.

Rosas es para Mártinez Estrada más americano que los revolucionarios y más argentino que los patriotas. Buenos Aires es su ciudad cursi, grosera, la cabeza de Goliath. Rosas era aún el regulador espectral de nuestra vida nacional, su organizador y oscuro legislador. La mazorca sería la gestapo de un pueblo decepcionado de la revolución por la anarquía subsiguiente. Se persigue a las universidades y los herejes unitarios son los judíos. Se crea el ídolo cuya imagen se debe reverenciar. Se maneja la economía en provecho de un gobierno de ladrones: el nacional-socialismo como hipertrofia tecnocrática del gangsterismo y viceversa. Dádivas, sobornos, privación de garantías, simulacro parlamentario. Rosas y Perón entroncan con la historia colonial disimulada en un andamiaje democrático-republicano.

Sarmiento estaría fuera de la realidad: Rosas sería más historia que él. No habría lugar ni dentro ni fuera del país para Sarmiento. Muere en Paraguay, en una habitación de madera. Rosas es las masas y éstas serían Rosas. Rosas sirvió a los planes de un protectorado inglés como Menem habría servido al norteamericano. Pero EEUU es otro mundo. La estabilidad de Rosas en el poder se habría debido a los pactos hechos con los representantes del régimen dictatorial, como con Menem. Y Sarmiento, el más argentino de los argentinos, es considerado antiargentino, hay que exiliarlo. Ya que amaba a sus ideas, no al pueblo. Rosas, en cambio, era un desertor de las filas de éste.

Habría una gran desproporción entre las posibilidades de Sarmiento de ser comprendido y la magnitud de las perversiones humanas. Sarmiento habria actuado contra las ideas e intereses de los políticos. Pero no los puede atacar desde el gobierno porque son el gobierno. No debería haber vuelto, ni haber dejado de escribir. Como Alberdi hizo.

Sostiene Horacio González en Restos Pampeanos que nadie puede leer a Martínez Estrada sin sentirse en medio de un oscuro temblor personal. Su misma escritura se ligaría a una conmoción personal. La obra de Martínez Estrada nos trae la pregunta de a qué llamar civilización y a qué barbarie. En el Martín Fierro encuentra las claves perdidas de los males a conjurar y en la literatura el riesgo de ese conjuro. En su Sarmiento (1946) concibe la noción del lector con miedo. En contra de la lectura didáctica, el miedo llevaría a la lectura que se clava en los cuerpos de las personas. Dice ME: “Todavía muchos leen el Facundo y el Martin Fierro sin miedo, como cuentos pintorescos y divertidos”. Tenemos en ME, sostiene González, lo que se ha llamado un pensamiento salvaje, lejos de las triviales bibliografías de la globalización académica, de las intrascendentes fábricas de papers en que se convirtieron las universidades, prestándose a la liquidación de una gran memoria filosófica: una nueva “barbarie cultural”. Aquí estamos entonces con Martínez Estrada, quien trabajó en el correo nacional, llamando nuevamente a la puerta, inquietante como el cartero, como su “realidad profunda”.


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