Martín, como todos nosotros, era imprevisible, emocionalmente inestable y poco confiable. No se trataba de que eso estuviera de moda, sino más bien de un estado de ánimo, de una época.
A esa frontalidad de Martín era esperable que se oponiera una inhibición, que se enfrentarán espíritus y demonios. Por eso Catalina había llegado hasta a arrancarle algunas uñas de los pies y a amenazarlo con suplicios infinitamente más terribles si no cantaba. Pervertida al compás de un bandoneón, había aprendido a deshacerse de todo escrúpulo para poder darle el empujón que faltaba. Apacible y confiable en otros sentidos, al cuidado de muchos niños, Catalina, nuestra espléndida rubia de sombrero tejano, se había repentinamente transformado en una perversa.
Marcos, que intuía esto gracias a su nihilismo activo, con sus recientes años, decidió acelerar la decadencia en dirección a un posible renacimiento. Con algunas mujeres se sentía cómodo y con otras dichoso, pero todas seguían siendo mujeres.
–Tranquila, a mí también me pasa–, le decía a algunas.
–Supongo, querida, que ha venido a buscar el bizcochuelo–, le sugería a otras.
Por las noches, cuando Catalina lo tocaba, Marcos se apartaba un poco. La crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad. Cuando Marcos era el otro Marcos, quería que el charco fuera el mar. Luego Martín murió.