La superioridad de Martín era inapelable. Sus propósitos, como los míos, insensatos. Nadie espera ya otra cosa de nosotros. Sí de ellos, quienes lo hicieron y no lo tuvieron. De eso se iban a ocupar ustedes.
Lo más intenso no está en ningún lado, como el asombro que no puede inventarse un destino porque tan sólo goza con las groserías, con los clásicos, con los chismes, con el sexo, con la alusión ritual, con el “pasar” por alto. Lazos personales, intensidades. No es aberrante sino veloz, delirante.
Los viejos amigos de Martín se han abierto camino, ocupan posiciones importantes, y al verlo hoy como un hilo fino y delgado lo saludan presurosamente como a un oficial cualquiera. Walker recapitula corrompiendo imágenes, intentando pulverizar su vibración, dejando brotar tribulaciones, percibiendo el eco monótono de sus obsesiones. Es impulsado más y más alto, en la inestabilidad. Y a pesar de todo, sigue siendo la misma persona de antes dándose de bruces con gente mediocrona. Esa mediocridad, no obstante, era su pasión. No se había adaptado a ella, al destino mediano, simplemente porque él era un soldado. Cuando se encuentra con cualquiera de esas personas alarga la mano para saludar, blandamente, y mira al piso. En un ritmo en dos tiempos, en ese momento, sus vidas y muertes, paralelas, se juntan en marcos yuxtapuestos.
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