Vivimos un tiempo de cambio, contradictorio y lleno de claroscuros, en una sociedad sitiada en la que hay que estar atentos a las señales de la memoria, en una casa tomada en la que nos preguntamos por qué actuar moralmente y con qué ética debemos vivir. Preguntas que nos remiten a personajes disímiles, que interpelan nuestras creencias, que nos obligan a revisar las relaciones entre naturaleza y moral, los acosos y crueldades de nuestro tiempo, nuestras relaciones con la autoridad y las formas sacudidas del respeto.
Vivimos en culturas de guerra y violencia simbólica, de maltrato psicológico en la vida cotidiana, de comienzos de nuevos mundos pero sin liderazgos claros, de desatención, de declive del hombre público, de crisis del modelo iluminista, de la palabra amenazada, en un espacio fluctuante donde urge una nueva educación sentimental.
Son tiempos de excepción convertida en norma, de enorme malestar, de anomia y desintegración social, de fin de fiesta, de cuerpos del delito, de pérdida de la comunidad.
Estos cambios culturales presentan enormes desafíos políticos: está en juego el sentido mismo de lo humano.
En la Argentina en particular estamos en el mundo de Martín Fierro y Facundo, productos de un experimento social fallado derivado en ineficiencia e impunidad, en justicia de los famosos, en fraudes y transgresiones, en la sociedad del desconocimiento, sitiada de incertidumbres, inseguridades y vulnerabilidades, de desconfianza, de victimizaciones, fragmentación y desarraigo, de pobre individualismo, donde se impone una urgente reconstrucción convivencial, de la casa y del nosotros.
Difícil es mantener el rumbo en una época que ha dado la espalda a su cultura crítica como brújula orientadora en un mundo desolado de sentido, y ha adoptado a cambio una cultura de prótesis en la que la medicina a menudo nos enferma, la escuela con frecuencia nos embrutece, el transporte casi siempre nos inmoviliza y las comunicaciones usualmente nos vuelven sordos y mudos.
Toda nuestra forma de vida está siendo profundamente afectada por los avances tecnológicos y comunicacionales. Y entonces aparecen nuevas formas de pensar y sentir en una cultura de la instantaneidad, de la sensación, del impacto, de la urgencia. Y nadie parece estar en control de tantas transgresiones. Lo que Bauman llama “Unsicherheit”: incertidumbre, inseguridad y vulnerabilidad, es también “precariedad”: el sentimiento de inestabilidad asociado a la desaparición de puntos fijos en los que situar la confianza.
Hemos ganado libertad a costa de seguridad, emergen nuevas alternativas identitarias y no hay ningún lugar en el que pueda afirmarse con un mínimo de certeza que uno se encuentra en su casa, sano y salvo.
Hace más de dos siglos Immanuel Kant formuló una profecía acerca del mundo por venir y predijo una “unificación perfecta de la especie humana a través de la ciudadanía común”: a fin de cuentas todos tendríamos que aprender a ser buenos vecinos por el simple hecho de que no tendríamos otro sitio a dónde ir. La “solidaridad de los destinos” no dependería así de nuestra voluntad.
Y, sin embargo, muchas veces vemos el mal y oímos el mal, y a veces decimos el mal, pero no hacemos nada, o no lo suficiente, para detenerlo, coartarlo o frustrarlo, sometidos por la horrorosa sensación de un mundo que no es controlado por nadie y que ni siquiera puede ser controlado.
Todos estamos por la paz, la justicia social, la educación, el conocimiento y, sin embargo, seguimos viviendo en ambientes de incomprensión y de guerra. Pero el que se enorgullece de su tolerancia y no practica el proselitismo, ¿no está en posición de inferioridad con respecto al fanático que impone por fuerza la conversión? Montesquieu, había evocado esa paradoja en las Cartas persas, a propósito de la tiranía sufrida por las mujeres:
«El dominio que tenemos sobre ellas es una verdadera tiranía; ellas nos lo han dejado cobrar sólo porque tienen más dulzura que nosotros, y, por consiguiente, más humanidad y razón. Esas ventajas, que debían, sin duda, darles la superioridad si hubiéramos sido
razonables, les hicieron perderla, porque no lo somos».
Cuanto más humanidad y razón tenemos, menos queremos tiranizar a los otros;
pero entonces más fácil les es tiranizarnos. Siempre nos vemos obligados a hacer frente a la misma aporía que Montesquieu nos legó sin mostrarnos la salida de la misma: la superioridad deviene inferioridad, lo mejor conduce a lo peor.
En este marco es que se hace necesario, una vez más, examinarnos. Sócrates nos dijo que la vida no examinada no vale la pena de ser vivida. Y en las Investigaciones Filosóficas Wittgenstein nos recordaba la necesidad de esa búsqueda ya que “los aspectos de las cosas que son mas importantes para nosotros están escondidos por su simplicidad y familiaridad”.
Una persona que aspira a vivir una vida moral, además de tener el deseo o interés de actuar bien, reconoce ante todo esa inquietud e incerteza sobre su conocimiento, y especialmente sobre su conocimiento moral. La vida moral incluye el reconocimiento de que nuestras propias creencias corrientes podrían estar equivocadas. No se trata de tener lo que llamamos “integridad”. La “integridad” consiste en la vida vivida con un deseo de actuar acorde a los juicios morales profundamente sostenidos por uno. Pero los juicios de uno pueden estar equivocados y podemos actuar mal “con integridad”. Vivir una vida moral, en cambio, requiere actuar con un tipo de modestia sobre los propios juicios morales: actuar mientras se reconoce la propia falibilidad moral es una condición necesaria para desarrollar una buena personalidad moral.
Pero esa inquietud e incerteza no pueden inmovilizarnos, puesto que vivir una vida moral tiene que ver con actuar bien: la persecución de esa vida se da en la esfera de la acción, en contraste con la de contemplación, devoción u otro tipo de actividad, de allí que una vida moral no se consigue bien aislados de la sociedad.
Ahora bien, sucede que no podemos saber qué es bueno para nosotros si no conocemos la naturaleza humana. A esa vida Sócrates la llamaba “inexaminada” y decía que “no vale la pena ser vivida”. ¿Pero alcanza con conocer el bien? Conocer el bien era hacer el bien para Platón. Muchos pensadores modernos no están de acuerdo con esta afirmación, puesto que aún poseyendo un verdadero conocimiento de la naturaleza humana no hay certeza de que actuaremos acorde a este conocimiento y haremos el bien. Hemos aprendido mucho de las fuerzas no racionales en la personalidad humana que combaten la razón –instintos, emociones, pasiones, impulsos – y frente a los cuales la razón aparece siempre atrás. Ya sentenciaba Ovidio: “Conocemos y aprobamos el mejor sendero, pero seguimos el peor”.
Por otra parte, y para el espanto de muchos que creían que las morales atenienses tradicionales, sus leyes y democracia expresaban verdades absolutas, los sofistas argumentaban que todos los principios morales y políticos eran relativos al grupo que creía en ellos. Y que las leyes de las ciudades no eran naturales e incambiables sino meramente el producto de la costumbre o convención. Por eso algunos argumentaban que uno no está obligado a obedecer la ley. Ya en el libro I de La República, Trasímaco el sofista dice que el poder hace el derecho, y que las leyes solo sirven para proteger los intereses de los poderosos. Muchas personas en nuestros días están cerca de los sofistas en sus creencias, piensan que las leyes solo protegen a los ricos, que no están basadas en la justicia y que no tienen que ser obedecidas: son relativistas morales que niegan que la moralidad sea válida salvo para el grupo que cree en ella.
Entonces cabe preguntarnos: ¿Hay, como cree Platón, un único, absolutamente verdadero, inmutable y eterno concepto de justicia, de virtud? Y en ese caso, justificaría este conocimiento un gobierno autoritario por una élite de conocimiento y virtud con poder absoluto? Sí, para Platón. Esta era la solución de Platón a la decadencia moral y intelectual de su tiempo. Pero desde los sofistas que venimos respondiéndole a Platón que no, que no hay formas absolutamente verdaderas y eternas de justicia, de la naturaleza humana, de la sociedad, del bien. Y que, por otra parte, nada garantiza que los gobernantes no se corromperán con el poder absoluto, que nadie cuida a los cuidadores.
Y eso que, como Platón, vivimos en una época de perdida de sentido y compromiso, de estándares de verdad y moralidad que se derrumban, de corrupción en la vida política. Pero a pesar de ese “no” a Platón, hay una esperanza que compartimos con él y su alegoría: la esperanza de ascender a una verdad y valores que, aunque no inmutables y eternos, sean los mejores que podemos conocer como guías a la buena vida. Para ello, el primer paso es reconocer las ilusiones corrientes por lo que son, las sombras en la pared de nuestra caverna. La pregunta en realidad debería ser entonces: ¿Cuál es la base de la obligación moral y social? ¿Por qué tenemos que cumplir la ley o ser moral si no tenemos ganas? O, más fácilmente, ¿por que debemos ser buenos?
Vivir una vida ética reflexiva no sería así un problema de observación estricta de un conjunto de reglas que dicen lo que deberíamos o no hacer. Vivir éticamente supondría reflexionar de una manera particular sobre cómo uno vive. Una buena vida está abierta en todos los sentidos del término, excepto el sentido hecho dominante por una sociedad de consumo que promueve la adquisición como estándar de lo que es bueno mientras que, al mismo tiempo, se nos dice que vivir éticamente es trabajo duro y percibimos esto en conflicto con nuestros intereses personales: aquellos que hicieron fortunas ignoran la ética, aquellos que perdieron oportunidades en sus carreras por escrúpulos éticos se supone que sacrifican sus intereses para obedecer a los dictados de la ética. Si hacemos lo que nos conviene, por el contrario, podemos tener miedo de ser atrapados y castigados pero nos puede ir bien, si atendemos a las imágenes de televisión que muestran como aquellos carentes de contenido ético tienen éxito.
Esta es una concepción de la ética como algo externo a nosotros y se encuentra en muchas de las maneras mas influyentes de pensar en nuestra cultura. Por ello el cinismo frente al idealismo ético es una comprensible reacción a buena parte de la historia moderna y a la manera trágica en que los ideales fueron destrozados por muchos líderes políticos. El aliento al interés propio desnudo ha erosionado nuestro sentido de pertenecer a una comunidad. Si Aristóteles tenía razón en cuanto a que nos volvemos virtuosos practicando la virtud, necesitamos sociedades en las cuales la gente sea alentada a actuar virtuosamente. Pero en ciudades preñadas del interés material propio, espacios que son meras agregaciones de individuos mutamente hostiles, al borde de la guerra de todos contra todos de Hobbes, con diarios con noticias sobre la pobreza en el mundo y donde en la misma página se promueve comida gourmet, las semillas de la confianza mutua luchan por sobrevivir.
Sucede que lo que es distintivo del capitalismo es la idea de adquisición como fin propio como modo de vida éticamente sancionado, y los ideales alternativos a estos han sido sepultados bajo siglos de enseñanzas que ataron la buena vida a la riqueza y la adquisición.
La visión cínica nos dice que es así nomás, que el interés propio se halla por debajo de toda acción ética. Pero muchos de nosotros actuamos éticamente en circunstancias que no explican esto. Al mismo tiempo la ética no puede ser reducida a un simple conjunto de reglas. La vida es demasiado variada para que cualquier conjunto finito de reglas se tenga como fuente absoluta de sabiduría moral.
Todos tenemos derecho a pensar por nosotros mismos sobre la ética. Y las reglas morales que todavía se nos enseñan muchas veces no son muchas veces las que necesitamos enseñar. Hoy se habla mucho de la declinación de la ética. Con frecuencia también se dice que la ética está muy bien en teoría pero no en la práctica. Pero no podemos quedarnos contentos con una ética que no sirve para la cotidianeidad. Si alguien propone una ética tan noble que vivir bajo ella sería un desastre para todos, entonces no es para nada una ética noble.
Vivir éticamente implica pensar las cosas más allá del interés propio, imaginándonos en la situación de los otros afectados por nuestras acciones. Desde Kant hemos creído en cumplir las obligaciones porque es una ley moral: esa es la conciencia moral con la que ha crecido el occidente moderno. Cuando hoy hablamos de moralidad hablamos todavía de eso, contra nuestros seres deseantes. El valor moral en el sentido kantiano es una especie de plasticola que la sociedad usa para llenar los agujeros en el tejido ético de la sociedad. Si no estuvieran esos agujeros no la necesitaríamos, pero esa utopía es imposible, se nos dice. De esta manera, si alguien no tiene las inclinaciones de hacer el bien, lo hará por el deber de hacerlo. Uno puede tener prejuicios, pero si el deber me dice que no los tenga, me cuidaré de no tenerlos. Así funciona la moral kantiana y podemos entender porque una sociedad la promovería. Pero...¿por qué uno debe hacer lo que debe hacer? Esa misma pregunta ya es considerada inmoral. Y eso ocurre porque hemos cerrado el puente entre moralidad e interés propio. Por eso la vision kantiana puede llevar a un fanaticismo moral. Recordemos que Eichman dijo que vivió acorde a los preceptos morales de Kant: para él se trataba de cumplir el deber.
Muchos usamos el término ética en vez de moralidad para separarnos de esto. Y de la idea de que la ética y las inclinaciones naturales tienen que chocar. La insistencia de Kant fue importante en su momento como reacción a una visión religiosa tradicional de premios y castigos. Algunos pensaron que una moralidad sin Dios era una imposibilidad. Dostoievsky suponía que sin dios todo era posible. Para Kierkegaard la vida sólo sería así desesperación. Aquí debemos recordar al respecto las reflexiones de los positivistas lógicos del Circulo de Viena, quienes negaron que ninguna afirmación pueda tener sentido a menos que haya alguna manera de verificar esa verdad. Como los juicios éticos no pueden ser verificados, no serían más que expresiones de nuestros sentimientos subjetivos. Quienes apoyan una objetividad de la ética han estado a la defensiva desde entonces. Si no hay plan, no habría sentido.
La pregunta emerge entonces: ¿Es posible estudiar la ética en una forma secular y encontrar basamento filosófico sobre como debemos vivir? En los tiempos modernos, Hume ha sido el origen de la oposición más fundamental a la tradición kantiana. Hume suponía que cada razón para hacer algo tenía que conectarse con algún deseo o emoción que tengamos, si es que iba a tener algún efecto en nuestra conducta. Entonces la respuesta a la pregunta ¿Qué debería hacer? es ¿Que querés realmente hacer? Y Hume esperaba que la respuesta en ese caso sería casi siempre que uno querría hacer lo que estuviera bien o correcto, no por obligación sino por los deseos naturalmente sociables y simpáticos que tenemos como seres humanos, en contraste con el pesimismo de Hobbes y su visión de la naturaleza humana en la que el hombre es el lobo del hombre.
Detengámonos en las consecuencias de esta visión de Hobbes, que dará fundamento filosófico al neoliberalismo: cuando la violencia llega a ser una forma de identificación surge una cultura de la misma. Y cuando hablamos de cultura de la violencia nos referimos a un culto a la violencia en cuanto a imágenes y representaciones sobre las que se construyen identidades grupales y colectivas. Identidades de la violencia son todas aquellas cuya explicación se articula sobre el recurso al conflicto como único origen y constante. El superhéroe de las historietas ya revelaba el estado de excepción del que habla Agamben y una cultura de la violencia donde no son claros los límites entre lo lícito y lo ilícito, cultura que atrae a individuos e instituciones de moral escasa e interesadas económica y políticamente en escenarios de guerra.
Nuestro mundo verbal cotidiano está construido en buena parte en ese discurso audiovisual por donde circula el poder, donde se construyen regímenes de verdad y a través del cual se redime la violencia en un marco de entretenimiento familiar y hogareño. El género policial, en particular, es uno de los más fuertes para construir representaciones de aquello que nos amenazaría, tramando el sentido de la vida cotidiana. Especialmente vía la televisión, nos suministra temas de conversación en casa sobre lo que amenaza a la casa.
En última instancia, nos encontramos nuevamente con una recurrencia de dos modelos: el modelo conflictivo (lo social como superación de un conflicto de base) frente al cooperativo (lo social como “continuidad sofisticada de las interacciones cooperativas”), con su énfasis en la empatía como motor de la acción individual. En este segundo modelo encontraríamos “la extensión del deseo propio al deseo del otro, es decir: el deseo del deseo del otro”. Bajo este modelo, y de acuerdo con el planteamiento de Maturana, toda práctica de negación del otro es una practica antisocial.
Al mismo tiempo es importante distinguir esto último de la simpatía con las víctimas que nos aleja de nuestra complicidad con su victimización (y la modernidad es el espacio en que manifestamos nuestra simpatía con esas víctimas en los periódicos) y recordar cómo la literatura nos enseña la simpatía con lo otro, aumenta nuestra capacidad de compasión. Por eso Bourdieu enfatiza el rol tanto de la literatura como del arte en la crítica y el debate público.
La matriz que acerca a los demás a leer lo que esta pasando tiene que ver con la muerte, el gran significante, y las relaciones violentas estarían en la matriz del complejo informacional. Por ello la guerra es un gran negocio periodístico. Como prisioneros de guerra, no sabríamos donde empieza y donde termina una realidad contada por grandes diarios que pueden estar financiados por traficantes de armas. Junto al narcocapitalismo crece una narcoeconomía comunicacional computadorizada.
Aislados, inquietos e insatisfechos, vivimos con una ansiedad terrible. Sin embargo, tenemos libertad para no creer en la autoridad y, lo que es más importante, para declarar que no creemos. Las imágenes dominantes de la autoridad invitan a esos rechazos, carecen del elemento de la protección, y la protección –el amor que sostiene a otros- es una necesidad humana básica. La compasión, la confianza, las seguridades, son cualidades que sería absurdo relacionar con muchas figuras de autoridad en el mundo moderno. Y, sin embargo, tenemos libertad para acusar a nuestras autoridades de que nos faltan esas cualidades. E imaginamos que si la persona en posición de control fuera otra terminaría nuestra infelicidad y nos sentiríamos respetados... Lo único que hacemos es soñar con otras personas, y no con formas diferentes de vida. Cedemos a la necesidad de encontrar seguridades y cerramos la puerta a otras posibilidades.
Vivimos tiempos que Heidegger calificaba como de Unheimlichkeit, de desazón pero también de “no-sentirse-en-casa”, de sinsentido, podemos agregar. Sartre decía que el sinsentido de la existencia hacía al individuo libre. Al ser el mundo un sinsentido, no hay razones para elegir una forma de vida u otra. No hay sentido, bienvenida la libertad. Pero mientras que Heidegger creía que el individuo era mera parte de su entorno, parte del Uno, Sartre arribó a una conclusión opuesta: cada individuo es un ser autónomo.
Admitir el sinsentido de la propia existencia y la responsabilidad por las propias acciones es lo que Sartre llamó autenticidad. Sin un sentido que explique la existencia, todo lo que somos resulta de lo que hacemos, y por esta acumulación solo uno sería responsable. Esta preocupación de los existencialistas por el yo llevó a Heidegger, entre otras cosas, a rechazar todo el movimiento existencialista, puesto que veía en el existencialismo otra versión de la filosofía de Descartes. Para Heidegger, la historia de la humanidad es la de un egoísmo desbocado y necesitábamos de una relación de una mayor humildad con el Ser: nociones como el yo, el alma, el individuo daban lugar para él a un modo egoísta de pensamiento:
“Una clase de ser, el ser humano, cree que todo el ser existe para el”.
En vez de reconocer nuestro lugar en el mundo, nuestra posición como un ser entre otros seres, hemos convertido al mundo en algo que existe por y para “la cosa pensante”. Heidegger sostenía que todos estos abusos de la naturaleza surgieron de la actitud tecnológica que traemos al mundo. Resulta sencillo apreciar la peligrosidad y relatividad de nuestros conceptos cuando aplicamos las nociones de Heidegger a nuestra interacción con otras culturas: más aún cuando Occidente ha sido lo suficientemente racista como para no considerar “cosas pensantes” a esas culturas. Si yo existo como la cosa pensante, entonces todo existe para mi uso, incluyendo a otros pueblos. La actitud tecnológica nos permite explotar a quienes no son como nosotros. Y, paradójicamente, el mismo Heidegger participó de una de las historias más trágicas del siglo XX en este sentido.
En esta concepción el mundo existe para ser usado, para las cosas pensantes que tienen el poder de explotarlo. Debido a la preponderancia de la actitud tecnológica, el origen de muchas atrocidades del mundo puede remontarse a la creencia filosófica, presuntamente inocente, de que somos individuos que damos referencia al mundo, de que somos una versión de la “cosa pensante”. Al vernos de esta manera, perdemos el respeto por todos los demás seres del mundo, perdemos nuestra capacidad de reconocer el Ser.
Para Heidegger, cualquier manera de ver el mundo centrada exclusivamente en una clase de ser excluye la posibilidad de ver el mundo en una multitud de maneras. Sólo dándonos cuenta de que la humanidad es un ser entre muchos y sólo una parte de un Ser más abarcador podremos comenzar a vivir en armonía con el resto del mundo. Esto nos devuelve a la noción de cuidado como alternativa a la actitud tecnológica, actitud que reconoce los nexos entre las cosas como partes del Ser, que comprende que todos los seres del mundo están interconectados y la humanidad corresponde sólo a uno de esos seres.
¿Cómo logramos esa otra relación con el mundo? Una de nuestras prácticas sociales que nos permite discernir nuestra relación con el Ser al mismo tiempo que nos muestra como vivir acorde con ella es el lenguaje, pero no el lenguaje cotidiano ni el de la lógica racional sino las palabras fundamentales que son una memoria extendida del Ser. Todo nuestro lenguaje se convierte en la memoria viva de los seres que surgen a la existencia. Para Heidegger somos el ser especial que puede hacer preguntas sobre el Ser y, por tener esa capacidad, nos convertimos en cuidadores o guardianes del mismo. “El lenguaje es la casa del ser”, el lugar donde el ser se revela a quien se le abandona y hacia el cual, desde siempre, “estamos en camino”, a pesar de que poco a poco haya sido olvidado detrás de los razonamientos, el cálculo, la lógica.
Hacia el final de su vida, Heidegger escribió sobre lo que significa para un ser humano el hecho de vivir orientado al Ser. A esta existencia la llamó morar. Cuando uno mora sobre la tierra, vive una vida poética como acompañante del Ser. Un ser entonces entendido como huella: un ser consumido y debilitado...y por ello digno de atención. La noción de debilidad puede asociarse a la ética de una manera diferente, puede ser parte de la ética misma. Dicha debilidad describe la esencia de la situación humana en el mundo de la técnica. La limitación, la debilidad en cuanto ética, puede ser la forma que reviste la responsabilidad. Sócrates, San Francisco de Asís, Tolstoi, Thoreau, Gandhi...Es preciso fundar una cultura nueva enriquecida por la experiencia de siglos y que sea síntesis de civilizaciones diferentes. Y la educación del corazón debe cimentarse sin tardanza. Pero no se trata solamente de debilidad sino también de conducción. Decía también Gandhi: “Yo no me empeño en que mi casa sea bloqueada por todos lados, y en que mis ventanas sean clausuradas. Yo quiero que la corriente de las culturas de todos los países circule libremente en mi morada, pero me rehúso a dejarme llevar por esa corriente.”
Los líderes como Gandhi no son los que mandan, son los que conducen, los inventores de lo que se puede hacer, capacitan a las personas para participar en una causa común y para verse a sí mismos como parte de una identidad compartida. En algunas ocasiones la simple presencia de un líder es suficiente para modificar la manera en que las personas ven las posibilidades para sí mismas y para su comunidad. Lo que es posible es una invención humana. Sólo podemos hacer lo que es posible. Sin embargo, cuando actuamos, también cambiamos lo que anteriormente era posible. Y nadie puede controlar las consecuencias de sus propios pensamientos, sus actos y sus intercambios, ni las de los demás.
Vivimos una vida dañada, decía Adorno Algo está podrido, suponía Shakespeare. Y así muchas veces aguardamos la catástrofe que somos nosotros mismos y sobre lo cual nada creemos poder. Hemos aceptado que la industria se apodere de la cultura, la hemos entregado al reino de la administración. Juicio crítico y competencia son prohibidos como presunción de quien se cree superior a los otros. Se martilla en todos los cerebros la antigua verdad de que el maltrato continuo, el quebrantamiento de toda resistencia es la condición de vida en esta sociedad. La cultura mercantilizada enseña e inculca la condición necesaria para tolerar la vida despiadada.
Vivimos la experiencia de una crisis existencial en la que urge recuperar lo emocional como un ámbito fundamental de lo humano. Porque en la red de conversaciones que constituye la cultura a la que pertenecemos en occidente y que ahora parece expandirse por todos los ámbitos de la tierra, las emociones han sido desvalorizadas a favor de la razón.
Por ello me atrevo a sostener que los desafíos políticos actuales provienen sobre todo de los cambios culturales en curso y de nuestra educación emocional. Están cambiando tanto las maneras prácticas de vivir juntos como las representaciones e imágenes que nos hacemos y los sentimientos que tenemos al respecto de dicha convivencia social. Como señalara Bauman, el incremento de libertad individual tiende a coincidir con el incremento de la impotencia colectiva. A raíz de estas transformaciones culturales encontramos dificultades en darle inteligibilidad y sentido a nuestro modo de vida. Hoy en día estamos obligados a reformular qué significa vivir juntos bajo las nuevas condiciones. Y hace parte de lo político definir el «sentido común» que integra a la pluralidad de intereses y opiniones. La pregunta aquí entonces es: ¿Podremos construir una «casa en común» para la diversidad de actores, valores y hábitos que nos constituye?
La cultura cruza todas las dimensiones del capital social de una sociedad como la confianza, el comportamiento cívico, el grado de asociacionismo: la cultura engloba valores, percepciones, imágenes, formas de expresión y de comunicación, y muchísimos otros aspectos que definen la identidad de las personas y de las naciones. Las interrelaciones entre cultura y desarrollo son de todo orden, y asombra por ello la escasa atención que se les ha prestado.
Los valores predominantes en un sistema educativo en los medios de difusión masiva, y otros ámbitos influyentes de formación de valores, pueden estimular u obstruir la conformación de capital social lo que, a su vez, tiene efectos de primer orden sobre el desarrollo. Los valores juegan un rol crítico en determinar si avanzarán las redes, las normas y la confianza, valores que tienen sus raíces en la cultura y son fortalecidos o dificultados por ésta como el grado de solidaridad, altruismo, respeto, tolerancia, esenciales para un desarrollo sostenido.
El problema es que hemos dejado de interrogarnos también respecto de estos valores. Ninguna sociedad que olvida el arte de plantear preguntas o que permite que ese arte caiga en desuso puede encontrar respuestas a los problemas que la aquejan, al menos antes de que sea demasiado tarde y las respuestas, aun las correctas, se hayan vuelto irrelevantes.
Tendemos a enorgullecernos de cosas de las que quizá deberíamos avergonzarnos, de no preocuparnos por ninguna visión coherente de una sociedad buena y de haber trocado el esfuerzo en pos del bien público por la libertad de perseguir la satisfacción individual. Pero si nos detenemos a pensar por qué esa persecución de la felicidad casi nunca produce los resultados esperados y por qué el gusto amargo de la inseguridad hace la felicidad menos dulce de lo que habíamos supuesto, advertimos que no llegaremos muy lejos sin hacer que regresen del exilio ideas como el bien público, la sociedad buena, la equidad, la justicia, ideas que no tienen sentido si no se las cultiva colectivamente.
El síndrome de la abundancia y la débil ética del trabajo a él asociada, el facilismo y la especulación, el predominio de la microsolidaridad y su relación con la incivilidad, la debilidad del concepto de nación y la incapacidad de articularse y cooperar son aquí de mayor importancia. Estos aspectos culturales se fueron acuñando durante años y décadas y dejan una impronta que no es fácil borrar. Es preciso que las fuerzas políticas que apunten al bienestar colectivo tengan muy en claro su importancia porque la labor política en estos aspectos deberá ser en un sentido fundamental una acción educadora sistemática y continua. Por ello un partido político no sólo necesita ser expresión de la sociedad sino también ejercer sobre ella una acción que ayude a esta a superar sus limitaciones. La tarea de cambio social que aquí se propugna necesita de fuerzas políticas que no solo actúen como agentes de cambio institucional sino también como agentes de cambio cultural, como educadoras.
Pero en general las fuerzas políticas han preferido renunciar a la tarea de hablar de los problemas de fondo, ya sea para evitar lo que consideran un costo político o simplemente por ignorancia. La consecuencia es que han sido funcionales a reforzar conductas y creencias inapropiadas. Las fuerzas políticas necesarias deberán explicar con claridad que no somos una sociedad “condenada al éxito” por las fuerzas del mas allá; que no hay logros significativos sin esfuerzos significativos, que la cultura consumista no es la principal fuente de bienestar, que debe castigarse la especulación, que delincuencia no es avivada.
Otros dos elementos son importantes para una renovación cultural. En primer lugar, la presencia activa de los intelectuales y del sistema educativo, que es central y debe ser fortalecida para cooperar en esta crucial tarea. Por otro lado es preciso el desarrollo de un comportamiento diferente de los medios de comunicación abandonando el enfoque predominantemente superficial y sensacionalista que no deja lugar para abordar los problemas centrales de la sociedad con algún grado de profundidad. Además es necesaria una mayor y mejor formación de periodistas y responsables periodísticos para un mejor trato de los temas que tratan y un trato de los que no tratan. La confluencia entre fuerzas políticas, mundo académico y medios de comunicación es una congregación de energía indispensable para operar cambios profundos en las concepciones y actitudes problemáticas predominantes en la sociedad.
Las transformaciones culturales han debilitado la imagen del Nosotros que permite anudar lazos de confianza y cooperación social. Pero, además, han puesto de relieve la dificultad de la política para dar significaciones compartidas a los cambios en curso. Por una parte, han cambiado las experiencias que hace nos hacemos de la convivencia social. Por otra parte, han cambiado las representaciones que solemos hacernos de la sociedad. Antaño, nos imaginábaamos a la sociedad como un cuerpo coherente y cohesivo. Ahora siente que “todo es posible y nada es seguro”. Nadie y nada nos ofrece una idea verosímil de la totalidad social. En suma, el breve bosquejo de los cambios sugiere que la experiencia y la imagen del Nosotros y nuestra casa sufren una gran transformación.
En este marco, se vuelve imprescindible valorar una política según su potencial de transformación, su capacidad de generar experiencias e imaginarios de Nosotros que permitan a las personas ampliar sus posibilidades de acción. De eso trata la política considerada como un trabajo cultural: crear el Nosotros que queremos llegar a ser y la casa que queremos tener.
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