Con la astucia de la razón, luego, tal vez, iríamos a morir en medio de la clase de música. Martín saludaba, precisamente, porque iba a morir.
–Soy hasta la muerte, pero ni un paso más allá–, proclamaba en vano.
Hoy hay muchos más mendigos que antes. Los mendigos vocacionales salen de sus escondites. La mendicidad se transforma en un estilo de vida más, tan respetable como cualquier otro. Martín Walker, asistiendo a su propio llanto, su propia tormenta, había muerto a los 73 años, mendigo y desvariado. Asistieron a su muerte los linyeras, los mendigos, las flores, el sepulcro, los versos, los viejos, un piano y un jabón. Vino gente al funeral a pedir limosna. Inventar algo para cambiar el color de sus ojos, con el objeto de complacer a un psicólogo, era demasiado, y ustedes, lectores, son todos psicólogos, sobre todo José Luis, indiferente, consumidor, programado, ávido de historias. Martín Walker, que solía contemplar sin perplejidad sus torpezas, había estado internado en un hospital neuropsiquiátrico durante cinco años. Y tenía, además, como parte de su legajo, toda una vida dedicada a la mendicidad, alargando la mano suplicante con precisión de orfebre.
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