Se burlan cuando lo ven. La cultura es la risa de quien no tiene opinión formada. Martín era igual, defendía lo suyo, reivindicaba a la gente de buen humor. Fue solidario. Se creyó su rol de héroe absurdo, su gesto de bufón llorón y desaforado.
–No sea cínico–, me dicen. Pero él me había dicho sin hesitar, entre cómplice y divertido:
–Mirá...al fin y al cabo la comicidad generalmente es una defensa contra la depresión. Detrás de cada persona que hace reír hay un profundo melancólico.
Al fin de cuentas, Blackhole es famosa por su nutrida y a veces combativa población pedigüeña. A veces nos reíamos de Martín, pero a la larga resultaba no hilarante sino absurdo y, por lo tanto, dislocado, convivir con una persona de su tipo. Sus compañeros ahora viven en un suburbio elegante, en una casa luminosa, con el jardín y el gato infieles, rodeados de flores. Durante varios años los funcionarios de Blackhole, cínicos y pícaros, harán ir de despacho en despacho a ese mendigo iluminado del que se ríen los muchachos y al que no le cabe en el cuerpo la soledad entera. Y así, alerta, sumergido en su vigilia, palpa el desangre de su coraje dilacerado y siente la eternidad como un resplandor que se derrama en lo efímero de sus costillas. Yo no me reí. Porque las armas profundas eran las sonrisas y el estilete.
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