Lo primero que había que hacer era escuchar los consejos a medias. No oír ni hablar de compromisos. Aquel día, exactamente al mediodía, cuatro notas extrañas habían resonado en Rynek Glowny, la vieja plaza del mercado de Blackhole. Se juntaban el sonido y la furia. Pero Martín ya hacía rato que no usaba más relojes. Era demasiado tarde para improvisar, pero no por eso podemos decir que Martín haya sido un inadaptado.
Las lastimaduras de esas notas eran como gestos agregados a la anestesia. A Guillermo o, mejor dicho, al espectro que era Guillermo, esas notas tocadas en presencia de otras personas lo lanzaban a un parloteo social frenético, en un verdadero delirio de búsqueda y elaboración de identidad. La presencia de las plantas hacía que ese delirio se relajara, se aflojase. Cuentan que esa vez arqueó las cejas. Aquellas cuatro notas lanzadas por él mismo hacía siete años volvían a repetirse ahora, mientras veía que todos sus hijos llegaban a la ciudad. Pero era otra persona quien las tocaba. Entonces, cogió nuevamente su trompeta. Buscó repetirlas en vano. Su señal paternal quedó rota en la cuarta nota, la más alta, pues una flecha había llegado hasta su garganta.
–No se nota, no interesa–, lo fulminaba Fabián.
Como si algo se le hubiera roto adentro, como una clave múltiple, Guillermo se había quedado mirando al cielo, escuchando el canto de otros pájaros.
–¿Qué propósito útil hay en el canto de los pájaros?–, se preguntaba siempre Max.
–Cantar es su deseo, en tanto fueron creados para cantar–, le contestó una vez Guillermo.
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