Maurice Blanchot.
Sólo lo que no necesita ser comprendido pasa por comprensible; sólo lo que en realidad está enajenado, la palabra convertida en jerga comercial, resulta familiar.
Theodor Adorno
¿Con qué lenguaje los medios tratan y definen la violencia delictiva? El lenguaje es un lugar privilegiado donde construimos las imágenes de nuestro mundo. Es allí donde se constituyen nuestra identidad y valores. El modo en que se habla en determinado espacio social puede “decirnos” mucho sobre lo que nos inquieta. Uno de esos espacios hoy privilegiados en cuanto a los discursos circulantes son los medios de comunicación. En ellos y junto a ellos, el lenguaje construye subjetividad. Y en lo que refiere en particular a los discursos sobre la violencia, si la misma, tal como es hablada en los espectacularizados medios, nos reduce a cierta impotencia es, en primer lugar, porque remite a una ausencia: “el principio constitutivo del espectáculo es la muerte entendida como la gran ausencia del significante” (Subirats 2000).
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No es sin duda ésta una manera muy optimista de comenzar un texto. Pero el lenguaje melodramático de los medios permite una manera particular de vincularse con esa ausencia y con la violencia delictiva. Es indispensable entonces tener en cuenta que roles juegan este lenguaje y la comunicación en la estructuración de la subjetividad individual y cuál es su contribución a la conformación de la dimensión imaginaria de las experiencias de violencia y la segmentación cognitiva de la realidad, así como recordar su centralidad en la fabricación social de los estados emotivos y de los mundos de ilusiones, promesas, expectativas y deseos; visualizar a través de qué mecanismos el lenguaje de los medios constituye simbólicamente a los sujetos sociales, recreando significaciones culturales imaginarias particulares y mundos valorativos, volviendo posible al mismo tiempo un tipo específico de interacción y diálogo con la violencia cotidiana.
Lenguaje y construcción de la subjetividad, entonces, temas que pueden hacer, y que han hecho, las delicias de los románticos; lenguaje con el que hablamos y pensamos la violencia. Pero ¿cuáles son las conversaciones de ese lenguaje? ¿Y cuáles son los mecanismos mediante los cuales las construimos en la vida cotidiana? (Clegg)[1] Más que partir de una realidad exterior a ellas, que nuestro lenguaje ni oculta ni revela, nuestras conversaciones son juegos del discurso del poder, como viera Foucault. Y en lo que refiere específicamente a los medios, Mumby (1998) examinó esos juegos narrativos entendidos políticamente y Habermas (1987) resaltó las pretensiones de verdad de los mismos y de sus actos de habla que podían convertirse, en palabras de Edelman (1964), en “una gratificación sustitutiva del placer de remodelar el medio ambiente concreto”[2] o, dicho de otra manera, en una redención de la violencia. Es decir, el lenguaje mediático sobre la violencia delictiva quiere narrar, contar, ponernos al día, satisfacernos temporariamente, melodramáticamente, mientras “remodela” por nosotros, en nosotros y con nosotros el “medio ambiente concreto”.
Nadie discute a los medios como agentes de socialización. Si esto es así, contra los defensores del mero entretenimiento y la industria como función primordial de los medios, y acordando en que la calidad del lenguaje de los mismos enriquece nuestra existencia política, se ha afirmado con razón que no es irracional abogar por un sistema de mediaciones simbólicas que facilite un marco reflexivo que haga ese lenguaje más inmune a su violentamiento (A. Teijeiro, Farré, F. Pedemonte 124), en tanto tales mediaciones simbólicas contribuyen a nuestro conocimiento del mundo y nuestro accionar en el mismo. Pero si la socialización es siempre coercitiva, si una lengua es “un dialecto con un ejército” como la definiera Max Weinreich, si “la lengua siempre fue compañera del imperio” tal como advertiera en 1492 el humanista Antonio de Nebrija en el prólogo a la primera gramática castellana, si una lengua sin Estado es una lengua en peligro, la violencia se encuentra ya en la historia de la lengua que se desea inculcar o proteger, circunstancia omitida por quienes raudamente afloran en la escena pública condenando sin más la procacidad del lenguaje mediático.
Ahora bien, los relatos sobre nuestra vida que nos llegan de los medios para conocer nuestro propio mundo construyen parte importante de su agenda sobre la base del mundo del delito (Martini). Las formas de narrar tales delitos van de la crónica roja al periodismo judicial y gracias a esas narraciones sabemos quienes son peligrosos antes de salir a la calle. Es más, la calle misma se convierte en peligrosa y violenta: el discurso mediático sobre la violencia convertido en melodrama vuelve indefensos los espacios urbanos (Monsiváis) participando de la construcción del miedo en la ciudad.
También los trabajos de Rossana Reguillo y Susana Rotker exploran la construcción social del miedo en los conglomerados urbanos. Pero estas autoras no alcanzan a responder a la difícil pregunta sobre las palabras a usar frente a ese contexto. Porque, si tal como revela una investigación realizada[3], periodistas y policías se refieren a sí mismos y a los otros con las mismas palabras, ¿qué diferencia sus discursos y miradas? ¿Y para qué se usan las palabras en los medios? Silvina Ramos y Anabela Paiva muestran sin embargo como los medios en Brasil, y en particular la prensa gráfica, han alterado sus estrategias de cobertura abandonando progresivamente las viejas prácticas de los reportajes policiales, sensacionalistas y vinculados a cambios de favores por fuentes (1), con una mayor preocupación en sus palabras con repecto al respeto de los derechos humanos. De cualquier manera, hay aún mucho camino por recorrer en ese sentido, como veremos más adelante, y especialmente en el discuso audiovisual.
Alsina identifica tres contratos en el discurso audiovisual: hacer saber que lo que se dice es verdad, mover a la acción, deleitar. Y nuestro mundo verbal cotidiano está construido en buena parte en ese discurso audiovisual por donde circula el poder, donde se construyen regímenes de verdad y a través del cual se redime la violencia en un marco de entretenimiento familiar y hogareño. El género policial, en particular, es uno de los más fuertes para construir representaciones de aquello que nos amenazaría, tramando el sentido de la vida cotidiana (Martini). Especialmente vía la televisión, nos suministra temas de conversación en casa sobre lo que amenaza a la casa.
La violencia es una palabra inquietante en la casa y en la vida cotidiana tal como es representada en los medios de comunicación. Se mueve, nunca está quieta, nos elude y la buscamos, pero luego se nos acerca y buscamos que nos eluda. Pero, además de cotidiana, esta palabra se halla en muchos otros discursos. Es una palabra pero también un estilo que hace posibles ciertas conversaciones y emociones (que la constituyen y en donde habita). La manera como se “habla” la violencia en los medios nos permite comprenderla y comprendernos dado que “todo acto en el lenguaje trae a la mano el mundo que se crea con otros” (Maturana y Varela 1999: 209).
Si ese habla, si ese discurso, se presentan con una “inescrutable claridad”[4] y rapidez, con pocas palabras, los riesgos son pocos (Bauman 2004: 203), algo que el discurso político conoce muy bien. Y la política hoy rara vez busca riesgos absorbida por su propia reproducción en tiempos difíciles, tiempos en los que siempre volvería el lenguaje del terror y florecen las ansiedades (King). Si el escenario político cultiva con frecuencia en nuestros días un discurso en escalada de frases claras, rápidas y excitantes, sus palabras no excluyen la violencia, como tampoco la excluyen los discursos policiales, criminales, y el lenguaje del consumo. Nuevamente es pertinente aquí la frase de McLuhan: el medio es el mensaje. Es difícil separar a la sociedad y a sus actores de su lenguaje, de los medios, de los procesos de construcción de subjetividades en los que los medios juegan un rol importante y, en última instancia, de su maltrecha “ciudadaneidad” (Ford 1999: 48).
Pero poco importan las palabras que refieren a la violencia en los medios sin su contexto. O los contextos sin sus palabras. Como varias investigaciones mostraron, entre ellas la de Paiva y Ramos en Brasil ya mencionada, la cobertura periodística de crímenes se realiza en general en una divulgación en nota breve y descontextualizada que se sucede a otra como parte de un destino natural y rutinizado de víctimas casi siempre pobres, de tez oscura, habitantes de villas, favelas y periferias (9).
Cuando el lenguaje mediático se regodea en el sentido común descontextualizado, lo que ocurriera con frecuencia en el caso Blumberg, empobrece el mundo de la violencia que pretende narrar, mundo en el que lo familiar es lo siniestro y lo siniestro es lo conocido, como nos revelara Freud con el concepto de unheimlich. Lo familiar, lo siniestro y lo conocido permanecen como continuidad oculta de la violencia narrada. El problema es entonces el contexto de esas palabras, que junto al texto, buscan redefinir el mundo (Bruner), permitirnos explorar nuestra capacidad para juzgar el bien y el mal (Ricoeur) y entender nuestro comportamiento.
Ya en 1616, año de la muerte de Shakespeare y Cervantes, de los 25 libros de noticias publicados en Inglaterra el 30% eran dedicados a celebridades y otro 30% eran asesinatos (Denardin, Ferrer 11). Y si bien los contextos han cambiado en cuatro siglos, hay un contexto mayor que permanece. Lo que se ha dado en llamar showrnalismo (Arbex Jr.) es sin duda antiguo y hoy las llamadas “olas”, como eventos sin procesos, independientes de la tasa de delitos, buscan los estallidos, se regodean en el lenguaje mediático de lo imprevisible, de la catástrofe (Steinberg), y así ocurrirá en los casos Blumberg y Cromagnon.[5] Lenguaje estereotipado, formulaico, que deja fuera enormes áreas de la realidad (Kapuscinski), y que asola a los padres de las víctimas no listos para ningún lenguaje. ¿Cómo restituirle la densidad de los hechos a la palabra y dotarla de comunicabilidad? ¿Cómo inmersos en una narrativa catastrófica y posapocaliptica y, al mismo tiempo, sin el habla del melodrama sin la cual no sabemos traducir el miedo (Reguillo SS 2005)? Porque podemos percibir, como hace Monsiváis, las consecuencias de estar insertos en la trama del melodrama, lenguaje que bien se lleva con la falta de límites de la violencia y con un ansia de recuperación del infinito. De lo que se trata allí es de sentir hasta perder el sentido:
En sus versiones fílmicas, radiofónicas, televisivas, el melodrama —victoria incesante del expresionismo— unifica al límite la proclamación de los sentimientos, y en esa misma medida los inventa.(Monsiváis 16).
Pero al mismo tiempo no podemos dejar de coincidir con Reguillo en que, como mencionábamos, no nos queda sino actuar dentro de aquel como narrativa que nos permite traducir lo que nos pasa. Traduttore, tradittore. Como el barón de Munchausen, tendríamos que salir tirándonos de nuestra propia cabellera.
Acordamos con Reguillo en que los melodramáticos medios construyen la imagen del otro y crean los procesos de discriminación del otro; aplican modelos narrativos folletinescos que son resultados de intereses; pero también es cierto que nos proveen un formato de representación y constituyen formas específicas de edición (Tiscornia 2004).
El relato de la violencia es un relato fuerte, nos recuerda también Reguillo. Así lo son los casos Blumberg y Cromagnon. Los casos son narrados como ejemplos de disolución social, crisis institucional y anomia y pocas veces (en radio y gráfica especialmente) aparecen referencias al proyecto social y económico en el que están insertos. Las narrativas fuertes en torno al policía, el político y el delincuente participan de lo que Rossana Reguillo llamara el misterio de la “santísima trinidad”: tres en uno, el sagrado corazón del drama de la violencia que los medios no se cansan de reiterar (Reguillo SS 2005). Pero ¿qué significa esa “fortaleza”? ¿A que “debilidad” opuesta remite? Tal narrativa de fortaleza, sugiero, genera mecanismos de control social ante la representación lograda de su intrincada inaccesibilidad, la puerta de la ley vigilada por un guardia kafkiano que debilita simbólicamente todo intento de pensar que hay una realidad posible y que no sea débil fuera de esa violencia. Paradójicamente, podríamos decir que la misma condena mediática de la violencia de la “santísima trinidad” refuerza el poder simbólico de tal trinidad.
El melodrama, tal como lo problematiza Monsiváis, es un género apto para tal representación. No por nada era la materia prima de Raymond Chandler, especialista en la exageración de miedos y violencias.[6] Pero la dramatización de los relatos de muertes y asesinatos se da en un contexto en que la violencia pasó a ser un problema de “seguridad”. Y el dramatismo de la narración de la violencia de tal “santísima trinidad” contradice la fría lógica institucional y refuerza los reclamos de endurecimiento de penas. La televisión muestra la furia, las miserias se exhiben y la conmoción se convierte “en la principal fuente de valor y estímulo del consumo”: la violencia entonces se “glamouriza”, se vuelve la belleza convulsiva a la que se refiriera André Breton en la última frase de su novela Nadja, convulsiva y, para la televisión, repetitiva e incesante (Sontag 2003: 30-33).
Pero quien ha pasado por situaciones violentas no mediatizadas sabe que la violencia no contiene ningún “glamour”. A la pregunta sobre como es que pueden resultarnos agradables el sufrimiento o el temor Burke respondía: porque no nos tocan demasiado de cerca. La estetización de la violencia que cultivan los medios de comunicación y, en especial, la televisión y el cine, debe ser discutida con cautela para evitar censuras y moralismos de turno, pero también para reflexionar sobre el lugar de la ética en las narrativas mediáticas que participan en el proceso de construcción de subjetividades e identidades. La antigua disputa entre las esferas de la ética y la estética (que Kierkegaard resolvía con la esfera religiosa) no ha sido resuelta aún en un mundo secularizado. Y nuestro debate se halla también en el marco de esa disputa. La estética televisiva a la que se brindó el caso Blumberg no le es ajena ni lo son sus retóricas pastorales marcadas con agudeza en un artículo escrito por Horacio González, solo que centrándose en su dramatismo político (González 2004).
¿Qué puede mostrarse entonces en los medios con respecto a la violencia y con qué lenguaje? ¿Qué no debería mostrarse? ¿Qué cuerpos violentados se muestran y cuáles se ocultan? El caso de la fotografía, bien estudiado por Susan Sontag, es problemático porque la intelectual norteamericana llama a mirar el “dolor de los demás” y, en un movimiento contradictorio, a dejar de hacerlo. Y este doble movimiento es anterior a la fotografía pavorosa que conmociona pero no ayuda mucho a entender. Inclusive la fotografía puede simplificar y renovar los estigmas más groseros, a contramano del sentido de una narración (Soares, MV Bill y Athayde 106). Para eso mejor la narración, entonces, nos dice Sontag, quien nos recuerda en su libro ya citado que una fotografía terrible parece decirnos todo lo que hace falta saber, pero no lo hace. También Fernández Pedemonte aboga por la narración. Pero, en mi caso, sugiero que la narración no sólo no resuelve totalmente el problema sino que acarrea otros, como veremos más adelante. Es cierto que las fotografías dicen muy poco y nos limitan a una contemplación del horror que, precisamente, nos deja “sin palabras”. Las imágenes televisivas pueden inclusive ser incitantes, reconfortantes y, reiteramos, convertirse en un lugar de “redención” de la violencia. Y entonces es cierto también que una narración parece ser más eficaz que una imagen, en parte por “el periodo de tiempo en el que se está obligado a ver, a sentir” (Sontag 142). Pero el lenguaje televisivo, en particular, altamente irónico en sus formatos híbridos, supone que puede pasar por encima de la palabra, liberándonos del tiempo (que es claramente dinero en la televisión) y sus significados. El lenguaje televisivo podría ser visto entonces como la mayor “libertad” que puede alcanzarse en un mundo sin Dios, parafraseando a Lukács.[7] En el caso concreto de las historias de violencia delictiva, y tomando en cuenta las encarnadas convenciones en relación al foco y contenido de la información en esas historias, un marco diferente supone restricciones a esa “libertad”.
Sin restricciones a esa “libertad”, en nuestro caso para hacer de la violencia un espectáculo con la “seguridad” como eje semántico conductor, continuaremos bajo una dictadura de la “libertad”, con otros posibles lenguajes, temas y abordajes para representar la violencia delictiva marginados de los grandes discursos constructores de subjetividad, de los lugares donde se elaboran las narrativas, las discusiones, las identidades, las conversaciones, que hacen a una nación.
Si bien, y tal como nos confirmara en una entrevista un respetado periodista de policiales, el lenguaje coloquial se ha inmiscuido en el relato policial de los medios de comunicación (demasiado mimetizado previamente por el mismo lenguaje policial, como señaláramos), el mismo no facilita una complejización de la manera en que se habla de los casos ni tal acercamiento supone un mejor entendimiento masivo de los mismos. ¿Hay un tipo de reflexión en los medios de comunicación sobre la relación entre lenguaje usado en los relatos de violencia delictiva y clima creado al respecto en los medios? La mayor reflexión sobre el lenguaje en las coberturas policiales suele ser una reflexión jurídica ante la misma judicialización de los casos y preventiva hacia lo jurídico. El lenguaje, entonces, viaja del discurso policial al habla coloquial, del habla coloquial al discurso jurídico, tratando de llegar a la mayor simplicidad posible, con pocas y cortas frases: simplicidad analítica y concisión que, paradójicamente, permita una multiplicidad de interpretaciones abriendo el abanico de las aceptaciones: éste es, claramente, el lenguaje de la televisión y, asimismo, como anticipamos, el lenguaje de la política. Y es cada vez más y en general también el lenguaje de la gráfica, en su desesperada necesidad de parecerse a la televisión.
Nos encontramos entonces con la necesidad de una economía del lenguaje para un fenómeno, la violencia delictiva, que es puro desborde y que reclama al barroco, inclusive al control y a la razón del barroco. Pero, por un lado, ser barroco en un medio es una tarea imposible, según confiesan los mismos periodistas. Y, por el otro, la violencia delictiva reclama a un barroco que recurre a todo artificio posible con tal de argumentar, sin vacilaciones ni matices, pero con la fuerza de un convencimiento.
A este problema se le agrega otro, y es el hecho de que las representaciones de la violencia en los medios también ejercen “cierto grado de violencia al mostrarla”:
Ese gesto de violencia simbólica ocurre debido al poder que los medios de comunicación tienen de interceder en la realidad, extrayendo de ella hechos, descontextualizándolos, nombrándolos, categorizándolos, opinando sobre ellos y exponiéndolos en las imágenes, a veces exorbitantes, de los closes y big closes".[8]
Tales representaciones pueden contribuir a las tendencias violentas, como se ha estudiado en tantos casos[9], y toda palabra y toda metáfora involucran juicios y potenciales seducciones mutuas con el poder, por lo que debemos ser muy cuidadosos a la hora de utilizar metáforas de guerra tan comunes en nuestra vida cotidiana y en los discursos académicos[10]:
Existe una íntima connivencia entre el poder de las metáforas y las metáforas del poder, algo que se aprecia apenas ponemos de manifiesto que el “olvido” de la naturaleza metafórica de las expresiones linguísticas es solidario de la defensa de una concepción objetivista y realista del conocimiento (Piscitelli 38-39).
Entonces, cómo nos preguntábamos antes, ¿por qué exhibir ciertos cuerpos y no otros y con qué palabras? ¿Qué se oculta y qué se produce cuando se exhibe y cuando se representa? Lo que parece caracterizar a nuestra época, según Yúdice,
es la continuidad entre escenificación y comercialización del sufrimento. Si bien el impulso morboso se justificaba antes mediante un discurso religioso o trascendente, hoy en día lo encontramos a horcajadas entre la provocación mercantil y el racionalizado discurso de derechos humanos (Yúdice 2005).
Mercancías y violencias, delitos y espectáculos, melodrama y conflicto, entonces, siendo este último uno de los criterios más importantes para identificar eventos que van a definir nuevas historias (Aruguete)[11]. Imágenes mediadas de violencia criminal vienen ola tras ola ayudando a dar forma a las percepciones públicas y las políticas en relación al crimen, montadas sobre construcciones más tempranas de crimen y control. Coincidimos aquí con Ferrell en que cultura y crimen se producen el uno al otro (Ferrell CCCC 1995), y en esto los medios no cumplen un lugar menor. Tampoco en crear lo que se ha llamado el “Mean World Syndrome”, es decir, la sensación de que el mundo es un lugar terrible en donde siempre hay que estar muy atentos porque el crimen está al acecho y donde menos lo pensamos.
En el caso de la historia argentina, las noticias policiales desde su origen tienen una matriz narrativa con herencia literaria en el costumbrismo y en la novela policial. La Prensa y La Nación inauguran “una notable selectividad en la violencia que se da a conocer al público, y una presión también selectiva para que se esclarezcan y condenen determinados delitos y no otros” (Gayol 16) y fue en los años ‘20 con el diario Crítica cuando las historias de violencia delictiva encontraron un lugar todos los días (Saítta 2002).
El policial, genero que pasó de los márgenes al centro de la agenda, muestra a un cronista transitando por los dos mundos, el de la ley y el del delito, y sus construcciones convertidas en entretenimiento señalan una enmarañada realidad de crimen, noticias y sensacionalismo. Como adelantábamos, Fernandez Pedemonte ha planteado la tradición de periodismo narrativo como una alternativa ante el sensacionalismo que obturaría la racionalización. Pero señalábamos que hay límites a esa alternativa. Además, y a su vez, es ese mismo sensacionalismo de los “casos” el que ha provocado una masa mayor de discusión pública que la de cualquier otra “narración” o que cualquier discusión propuesta desde el Estado o la sociedad civil. Es cierto que con consecuencias no siempre deseables pero sí instalando un debate. Esa dinámica a partir de la cual ciertos “casos” y su tratamiento sensacionalista disparan la discusión pública marcaría, según Aníbal Ford, nuestra sociocultura (Ford 1999: 246).[12]
Es cierto que si bien los casos “narrados” no reemplazan la información (igualmente siempre sospechada) y la argumentación (en crisis), también pueden llevar a debatir problemas estructurales. Pero aquí nos hallamos en un dilema: ¿hasta que punto pueden debatirse problemas estructurales con información no confiable y sin el recurso a las explicaciones? Mi hipótesis es que esa estrategia sin duda enriquece nuestra visión del problema, pero no nos saca del mismo ni resuelve la cuestión de la información y la explicación sin las cuales vivimos en la incertidumbre que genera climas de mayor ansiedad e inseguridad.
Es decir, puede recurrirse en las coberturas periodísticas de violencia delictiva a la generosa narración frente al sensacionalismo, la temblorosa argumentación o la fotografías insuficientes, recurso que llevó a tantos en las ciencias sociales a buscar ayuda en la literatura, que recuerda las textualidades de las que también está hecha la historia (tan caras a los estudios culturales), y que, como dijimos, enriquece la interpretación. Pero no todo es texto y llamamos acontecimiento a aquello que no se comprende.[13] Entonces también el sensacionalismo vive de esa incomprensibilidad. Nuestras formas de leer también obedecen a una época de incertidumbre. De nuevo, el medio es el mensaje. Ahora bien, si como leemos y lo que leemos se aparean: esta “sociedad narrativa” ¿sería una sabia salida o una nueva forma de control (Ford 1999: 283)? La pregunta se responde si entendemos a toda salida como una salida kafkiana, es decir, ficticia en última instancia, tan ficticia cuanto necesaria: es decir, una salida y no una solución.
Si por un lado en los medios se privilegia el tratamiento de “casos” que permiten la construcción de una narrativa, por otro lado la velocidad vertiginosa impide el espacio para una profundidad y comunicabilidad al mismo tiempo en la misma. Controlar la velocidad, supone Virilio, es controlar la sociedad y la información, y marca el tipo de información y la desinformación consecuente. Lo contrario supondría para este autor una pérdida de orientación con respecto al otro, la perturbación en relación al otro. Ya Marinetti veía que la velocidad era la violencia en todos los ámbitos. La velocidad de la información impide la reflexión y tambien la investigación social sobre la información. Pierre Bourdieu señaló también que "uno de los principales problemas que plantea la televisión es la relación entre el pensamiento y la velocidad" (1997). Como conclusión podemos afirmar entonces que si las representaciones de la violencia están sometidas a esa lógica, sólo puede ésta superar sus limitaciones en relación con otras palabras, textos y tiempos. Al representar la violencia en los medios, se construyen subjetividades en relación con ciertas palabras, textos y tiempos, fijándose sentidos parciales de lo social, desbordándose barrocamente aquella a sí misma y demandando también barrocamente un control, en la infinitud temblorosa de la sensación que sus sonidos e imágenes nos generan.
[1] Ver las referencias de Clegg a las reflexiones de Oliver Sacks en este sentido.
[2] Citado por Marsha Witten en “Narrativa y cultura de la obediencia en el lugar de trabajo” en Dennis Mumby (1997).
[3] Investigación realizada en 1999 en las ciudades de Rosario y Córdoba, referida por Martín Edwin Andersen (2002: 381-2).
[4] Expresión de Nick Lee en “Three complex subjectivities: Borges, Sterne, Montaigne”, trabajo presentado en el seminario ESRC, enero 2000, refiriéndose a “una certeza que pasa como tal siempre y cuando sus fundamentos se mantengan ocultos, siempre y cuando se la enuncie lo suficientemente rápido como para escapar a todo análisis”, citado y traducido por Zygmunt Bauman (2004).
[5] Los dos casos que serán analizados en detalle en este proyecto de investigación.
[6] Según defnición al respecto en el “Atlas de la literatura criminal” publicado por la Revista Ñ en su edición del 13-8-2005. ¿Y por qué mencionarlo? Pues porque las narrativas policiales formaron a nuestros periodistas.
[7] Referencia a su Teoría de la Novela.
[8] Elizabeth Rondelli, "Media, representacoes sociais da violencia, da criminalidade e acoes políticas", en Comunicacao&Política vol. 1, No. 2, Río de Janeiro, dezembro 1994-marco 1995. Reproducido como "Medios, drogas y crimen", en Etcétera, No. 207, México, 16 de enero de 1997 y citado por T. Delarbre (2003).
[9] Así el Código de Programación de la Televisión Comercial de China indica expresamente que "El propósito de cualquier mitin o marcha pública es atraer la atención. Pero existe la posibilidad de que la presencia de las cámaras de televisión provoquen incidentes que no habrían ocurrido de no estar ellas (...) Se debe realizar todo el esfuerzo que sea neceario para que todo sea visto y escuchado dentro de su contexto, de modo que el auditorio pueda evaluar los hechos apropiadamente, así como encontrar el significado de actividades que fueron promovidas por la sola presencia de la cámara”.
[10] Acorde a Michel Serres, el debate imprime una presión que tiende a confirmar las ideas aceptadas, las exacerba. La polémica nunca inventaría nada, nada sería más viejo que la guerra. La dialéctica sería la lógica y estrategia del victorioso, del maestro, de Sócrates. La guerra sólo daría nacimiento a la muerte y a la guerra, es decir, al eterno retorno del debate, mientras que la razón estaría distribuida en todas partes (Serres 1995)
[11] Ver McManus, M. Market driven journalism: Let the citizen beware? Thousand Oaks, CA: Sage, 1994, citado por la autora.
[12] Regresarían así los arquetipos, nos marca también Ford: el justiciero (Santos), el reconocimiento de la identidad perdida (Reggiardo-Tolosa), la violación de la doncella (Maria Soledad): casos a los que se puede entrar por diversas secciones del diario, p. 265.
[13] Según Michel de Certeau, citado por Aníbal Ford (1999: 250-265).
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