El calorcito de la estufa nos permite tomar distancia del llanto. Llorábamos porque Catalina lo habría de arruinar todo. A su pesar, perdió la posibilidad de escandalizarse, de soñar, de enamorarse. De vuelta en el punto de partida, cada cual tenía su juego y sus fichas.
–Creéme–, le decía Seiji, en tanto artesano que lo había acompañado en tantas ocasiones, a Martín. –No vale la pena. Todo es peligroso–.
Ese tipo de mensajes actuaban en Martín como un boomerang, volviéndose contra los emisores, propiciando una sociedad malcomunicada y temerosa de expresarse, que no quiere investigar lo que dice y lo que oye, acciones que pueden resultar ser la misma cosa. Hasta la casa de Martín, que éste, que se descifraba enumerando arbitrariedades y decisiones triviales, seguía amando, le llenaba el ánimo, cuando finalmente volvía a ella, de una pena difícil de expresar. Casi sólo podemos expresar un deseo de deudores armados, del imperio del hombre orquesta, con expresiones de desquiciados empequeñecidos dentro de enormes trajes.
–Siempre hemos vivido dentro de casa– dijo Martín.
–No existen palabras para decirte...– intentó empezar Catalina.
–No las necesitás– dijo Martín.
Martín vuelve, pero ya el curioso ha metido la nariz en su libro. Martín se ama y sabe que si Dios le ama apenas la mitad de lo que le ama su madre, no lo enviará al infierno. Martín trató de amar al prójimo y tuvo su resultado. Antes de vivir en el corazón de la gente, al regresar prefería vivir en su departamento. Y ya no salir de casa, Martín....La casa es el lugar de donde se sale porque estamos cansados de nosotros mismos, y donde entramos porque estamos cansados de los demás. Tal vez le diría que intentase amar a otra persona, que ofrezca a otra persona ese sitio libre. Pero yo sé que no tiene ningún sitio libre.
Como Gregorio, al despertar una mañana tras un sueño intranquilo, se encontró en su casa con la cara toda hinchada. Aunque esta vez sin pena, puesto que sabía de antemano que no se le iba a dar crédito.
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