No todos los políticos de todas las tendencias podían entender que era lo que sucedía.
–¿Vio qué rápido se acostumbra la gente?–, le confesaba Max a la señora que estaba delante de él en la fila del almacén. Como todos los que estaban en esa fila, no tenía más remedio que quedarse quieto y mirar fijo al general.
–Déjeme hablar–, le contestó la señora.
Los caballeros medievales junto a sus escudos de armas se empeñaban en relatar en el programa del Motú sus victorias gramaticales. El gobernador autoidólatra proscribía del lenguaje varias palabras inadecuadas en tiempos de males linguísticos y obligaba a sus ciudadanos a arrodillarse en la nieve a su paso. Lo agujerense moderno para él debería ser discreto en las pasiones, suave a la hora de matar a alguien, obediente y risueño ante la superioridad, frente a la adversidad. Y el buen orden dependía enteramente de la corrección del lenguaje. Pero si se considera verdad a lo que todos repiten, no pensar como los otros nos colocaba a algunos en una situación desagradable. Y remató Kojiro frente a un establo:
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